/ sábado 11 de abril de 2020

La mirada de Dios

Cuando leía el salmo 139 quedaba conmovido. Fue, en mi juventud, el salmo que más amé, oré y leí:

Señor, tú me sondeas y me conoces;

me conoces cuando me siento o me levanto,

de lejos percibes mis pensamientos;

distingues mi camino y mi descanso,

todas mis sendas te son familiares…

¡Dios me conocía! ¡Dios sabía de mí! No era para Él una partícula de polvo que el viento agita, sino alguien a quien Él veía. Su mirada me acompañaba a todas partes y me sentía seguro. Nada mío le era ajeno.

Muchos años después, sin embargo, pude descubrir, a través de los libros, que no a todos gustaba esa mirada, y que maldecían a Dios por el hecho de ser vistos. ¿Cómo era posible semejante cosa? En Los endemoniados, por ejemplo, la novela de Fedor Dostoievski (1821-1881), Kirilov niega a Dios, y lo hace por esta razón: si Dios existiera, entonces Dios lo vería, lo cual significaba, según él, una violación indebida de su intimidad. Un Dios entrometido no merecía existir; por lo tanto, no existía: negarlo era para el hombre una cuestión de vida o muerte.

No ha llegado mi palabra a mi lengua

y ya, Señor, te la sabes toda…

¿A dónde iré lejos de tu aliento,

a dónde escaparé de tu mirada?

Si escalo el cielo, allí estás tú;

si me acuesto en el abismo, allí te encuentro;

si vuelo hasta el filo de la aurora,

si emigro hasta el confín del mar,

allí me alcanzará tu izquierda,

me agarrará tu derecha…

No hay manera de escapar a Dios. No hay ninguna manera. Pero, para mí, eso no significaba una desgracia, y mucho menos una invasión. Saberme conocido por Él me ponía feliz. No había nada que Él desconociera. Y, al conocerme, se ponía de mi parte: su mirada no me turbaba. Sin embargo, en La gaya ciencia, uno de sus libros más bellos y también más terribles, Friedrich Nietzsche (1884-1900), el filósofo alemán, secundaba a Kirilov y ponía en boca de una chiquilla de siete años las siguientes palabras dirigidas a su madre, quien acababa de decirle: “Dios lo ve todo”: “¡Pero eso es indecente!”.

Y en Así hablaba Zaratustra,el mismo el mismo Nietzsche llama a juicio a Judas, el traidor, para que explique por qué entregó a la muerte a su Maestro y Señor: “Porque él, el Cristo -dice-, tenía que morir. Sus ojos lo veían todo, veían el fondo y el trasfondo del hombre, toda su vergüenza y fealdad escondidas… Me miraba sin cesar; he querido vengarme de ese testigo. El Dios que lo veía todo tenía que morir. El hombre no es capaz de soportar que semejante testigo viva”.

¿Por qué ese pavor a la mirada divina? ¿Es que hay algo que el hombre esconde y no quiere verse descubierto? Resulta sumamente ilustrativo que Adán, tras la caída, se escondiera, y que lo mismo hiciera Caín tras el asesinato de su hermano Abel. Si digo: “¡Que al menos la tiniebla me encubra,

que la luz se haga noche en torno a mí!”,

ni la tiniebla es oscura para ti,

y la noche es clara como el día…

Recuerdo, asimismo, que cuando leí la autobiografía de Jean Paul Sartre (1905-1980) quedé perplejo ante las blasfemias que pronunció este filósofo cuando era niño. Y todo porque, de pronto, tuvo la sensación –o, mejor dicho, la certeza- de que Dios lo veía estropear una alfombrita: “Aún mantuve durante varios años –confiesa Jean Paul Sartre en un libro autobiográfico-, relaciones públicas con el Todopoderoso, pero en privado dejé de visitarle. Sólo una vez tuve el sentimiento de que existía. Había jugado con unos fósforos y quemado una alfombrita. Estaba tratando de arreglar mi destrozo cuando, de pronto, Dios me vio, sentí su mirada en el interior de mi cabeza y en las manos… Me salvó la indignación; me puse furioso contra tan grosera indiscreción y murmuré: ‘Maldito Dios, maldito Dios, maldito Dios’. No me volvió a mirar nunca más” (Las palabras).

Pero el salmista sabía. Sabía que no todos eran capaces de soportar esa mirada, y por eso, proféticamente, casi al final, añadió los siguientes versos:

¿No aborreceré, Señor, a los que te aborrecen,

no me repugnarán los que se te rebelan?

Los odio con odio implacable, los tengo por enemigos…

A la vista de estos textos, no me queda ya ninguna duda: el ateísmo no es la certeza de que Dios no exista, sino sólo el deseo de que no exista. Para que no nos vea.