/ domingo 10 de marzo de 2024

Opinión | Absolutamente modernos

Una conocida mía, en un largo viaje a Europa del Este, se enamoró –diré que perdidamente- de un joven llamado Pável, o algo por el estilo. Éste era un desgarbado muchacho de cabellera rubia y ojos azules, alto como un poste de luz. Creo que él también se enamoró de ella, tras algunas escapadas a los antros, y comenzaron a vivir juntos.

La primera discusión entre ellos, sin embargo, tuvo lugar a propósito de los hijos: ella quería uno, en tanto que él no quería ninguno. Los hijos, ¿para qué? ¡Son una molestia! Además, primero era preciso disfrutar un poco de la vida. De manera que si lo que ella deseaba era ser ante todo madre, lo mejor que podía hacer era buscarse otro hombre. ¡Para eso, que no contara con él!

La primera batalla, pues, fue una batalla perdida. Pero luego vinieron muchas más…

Mi amiga –la llamaré así- casi vivía de rodillas ante ese joven larguirucho que se sentía hecho a mano. Y él, por supuesto, se dejaba adorar. Después de todo, ¿por qué no?

Para ese entonces, ella se lo había traído a vivir a México y no lo pasaban del todo mal. Pável, o como se llamara, aún no conseguía trabajo, pero para eso estaba ella, que tenía dos manos, dos pies y un corazón enorme latiéndole en el pecho. ¿Por qué no iba a trabajar por él y para él si lo amaba locamente?

La segunda batalla tuvo lugar cuando mi amiga lo invitó a misa.

-¿A misa? –preguntó él poniendo los ojos más azules que de costumbre-. ¿Has dicho a misa? ¿Y por qué he de ir yo a misa, si puede saberse? ¡Cómo se te ocurre! ¡Eso es una tontería!

-¡No son tonterías! –protestó ella poniendo los ojos más negros que de costumbre-. Ir a misa es muy importante para mí, y me gustaría que me acompañaras.

-¡De ninguna manera! –le respondió él-. Yo soy europeo, no lo olvides, y los europeos hemos dejado atrás todas esas cosas. Nosotros somos modernos.

-¿Eso quiere decir que no irás conmigo?

-Eso quiere decir que no me molestes con esas cosas. Por lo que hace a Dios, déjame decirte que no me interesa. ¡Yo no sé cómo ustedes, los americanos, pierden todavía su tiempo profesando tales creencias estúpidas! Yo soy hombre civilizado, y los hombres civilizados no creemos en Dios. ¡Ponte al día, mujer!

Otra batalla perdida. Con Pável, o como se llamara, no había remedio.

Fue entonces cuando la mamá de mi amiga me mandó llamar. Ya que la montaña no vendría a Mahoma, era necesario que Mahoma fuese a la montaña, como se dice. Me invitó a cenar y a que, como no queriendo, hablase con Pável de religión.

Hablé con Pável, pero se mostró terminante, inflexible, decidido. Yo lo veía en la mesa comiendo a dos carrillos, reír hasta doblarse por un chiste tonto y sacar de su funda el teléfono mega-moderno que mi amiga acababa de regalarle por su cumpleaños.

Por el tono en que digo esto, comprenderá el lector que el tal Pável no suscitó en mí ninguna simpatía. Y, de hecho, no la suscitó, ni la ha suscitado hoy, que he vuelto a verlo sentado a la misma mesa y comiendo con idéntico apetito.

Pero cenar con ellos –con mi amiga, su madre y el tal Pável- no ha sido lo que podría llamarse una pérdida de tiempo, no, porque ahora comprendo mucho más que antes lo que significa, en su esencia más profunda, el ser ateo.

Ser ateo consiste en la firme determinación de no permitir que Dios se entrometa en tu vida. ¡Ah, se lo pasa uno tan bien sin él! Uno va, viene, regresa y vuelve a ir sin tener que preocuparse de nada más que no sean los propios movimientos.

Si Dios existiera, habría que dedicarle tiempo, pero el ateo no está dispuesto a darle nada. Además, si Dios no existe, nuestra libertad soberana se encuentra a salvo. Aunque no lo dice, el ateo piensa:

-Yo tengo más razón que Dios. Dios dice una cosa, pero yo digo otra.

Se cuenta que, en los tiempos de la Rusia soviética, una niña preguntó a su madre:

-Mamá, ¿y ya sabe Dios que no creemos en él?

Puede que sea un chiste, pero, en todo caso, encierra una gran verdad. No es que el ateo esté absolutamente cierto de que Dios no existe, pero desea con toda el alma que así sea. Es una apuesta, una opción y una preferencia.

-Pero, padre –me decía mi amiga-, ¿es posible el matrimonio religioso entre él y yo? ¿La Iglesia lo permite?

Yo sonreí dolorosamente, pensando: “Sí lo permite, pero no lo aconseja”, mas no le revelé mis pensamientos; respondí, en cambio:

-Sí lo permite. Es lo que se llama un matrimonio mixto.

-¡Oh, qué bueno!

Yo no lo creí, pero igual dije:

-Sí, qué bueno.

Y al ver a Pável, o como se llame, que miraba hacia otra parte para no oírnos hablar de lo que él llamaba tonterías, sentí que lo odié.

Aquella misma noche corrí a confesarme.

Y, sin embargo, mi posición no ha cambiado nada: el ateísmo, que antes yo respetaba como sinónimo de lucha y angustia del pensamiento, hoy me parece una inmensa, gigante, infinita pereza.

Una conocida mía, en un largo viaje a Europa del Este, se enamoró –diré que perdidamente- de un joven llamado Pável, o algo por el estilo. Éste era un desgarbado muchacho de cabellera rubia y ojos azules, alto como un poste de luz. Creo que él también se enamoró de ella, tras algunas escapadas a los antros, y comenzaron a vivir juntos.

La primera discusión entre ellos, sin embargo, tuvo lugar a propósito de los hijos: ella quería uno, en tanto que él no quería ninguno. Los hijos, ¿para qué? ¡Son una molestia! Además, primero era preciso disfrutar un poco de la vida. De manera que si lo que ella deseaba era ser ante todo madre, lo mejor que podía hacer era buscarse otro hombre. ¡Para eso, que no contara con él!

La primera batalla, pues, fue una batalla perdida. Pero luego vinieron muchas más…

Mi amiga –la llamaré así- casi vivía de rodillas ante ese joven larguirucho que se sentía hecho a mano. Y él, por supuesto, se dejaba adorar. Después de todo, ¿por qué no?

Para ese entonces, ella se lo había traído a vivir a México y no lo pasaban del todo mal. Pável, o como se llamara, aún no conseguía trabajo, pero para eso estaba ella, que tenía dos manos, dos pies y un corazón enorme latiéndole en el pecho. ¿Por qué no iba a trabajar por él y para él si lo amaba locamente?

La segunda batalla tuvo lugar cuando mi amiga lo invitó a misa.

-¿A misa? –preguntó él poniendo los ojos más azules que de costumbre-. ¿Has dicho a misa? ¿Y por qué he de ir yo a misa, si puede saberse? ¡Cómo se te ocurre! ¡Eso es una tontería!

-¡No son tonterías! –protestó ella poniendo los ojos más negros que de costumbre-. Ir a misa es muy importante para mí, y me gustaría que me acompañaras.

-¡De ninguna manera! –le respondió él-. Yo soy europeo, no lo olvides, y los europeos hemos dejado atrás todas esas cosas. Nosotros somos modernos.

-¿Eso quiere decir que no irás conmigo?

-Eso quiere decir que no me molestes con esas cosas. Por lo que hace a Dios, déjame decirte que no me interesa. ¡Yo no sé cómo ustedes, los americanos, pierden todavía su tiempo profesando tales creencias estúpidas! Yo soy hombre civilizado, y los hombres civilizados no creemos en Dios. ¡Ponte al día, mujer!

Otra batalla perdida. Con Pável, o como se llamara, no había remedio.

Fue entonces cuando la mamá de mi amiga me mandó llamar. Ya que la montaña no vendría a Mahoma, era necesario que Mahoma fuese a la montaña, como se dice. Me invitó a cenar y a que, como no queriendo, hablase con Pável de religión.

Hablé con Pável, pero se mostró terminante, inflexible, decidido. Yo lo veía en la mesa comiendo a dos carrillos, reír hasta doblarse por un chiste tonto y sacar de su funda el teléfono mega-moderno que mi amiga acababa de regalarle por su cumpleaños.

Por el tono en que digo esto, comprenderá el lector que el tal Pável no suscitó en mí ninguna simpatía. Y, de hecho, no la suscitó, ni la ha suscitado hoy, que he vuelto a verlo sentado a la misma mesa y comiendo con idéntico apetito.

Pero cenar con ellos –con mi amiga, su madre y el tal Pável- no ha sido lo que podría llamarse una pérdida de tiempo, no, porque ahora comprendo mucho más que antes lo que significa, en su esencia más profunda, el ser ateo.

Ser ateo consiste en la firme determinación de no permitir que Dios se entrometa en tu vida. ¡Ah, se lo pasa uno tan bien sin él! Uno va, viene, regresa y vuelve a ir sin tener que preocuparse de nada más que no sean los propios movimientos.

Si Dios existiera, habría que dedicarle tiempo, pero el ateo no está dispuesto a darle nada. Además, si Dios no existe, nuestra libertad soberana se encuentra a salvo. Aunque no lo dice, el ateo piensa:

-Yo tengo más razón que Dios. Dios dice una cosa, pero yo digo otra.

Se cuenta que, en los tiempos de la Rusia soviética, una niña preguntó a su madre:

-Mamá, ¿y ya sabe Dios que no creemos en él?

Puede que sea un chiste, pero, en todo caso, encierra una gran verdad. No es que el ateo esté absolutamente cierto de que Dios no existe, pero desea con toda el alma que así sea. Es una apuesta, una opción y una preferencia.

-Pero, padre –me decía mi amiga-, ¿es posible el matrimonio religioso entre él y yo? ¿La Iglesia lo permite?

Yo sonreí dolorosamente, pensando: “Sí lo permite, pero no lo aconseja”, mas no le revelé mis pensamientos; respondí, en cambio:

-Sí lo permite. Es lo que se llama un matrimonio mixto.

-¡Oh, qué bueno!

Yo no lo creí, pero igual dije:

-Sí, qué bueno.

Y al ver a Pável, o como se llame, que miraba hacia otra parte para no oírnos hablar de lo que él llamaba tonterías, sentí que lo odié.

Aquella misma noche corrí a confesarme.

Y, sin embargo, mi posición no ha cambiado nada: el ateísmo, que antes yo respetaba como sinónimo de lucha y angustia del pensamiento, hoy me parece una inmensa, gigante, infinita pereza.