/ domingo 14 de abril de 2024

Opinión | Los paseos de Jesús

Mateo, el evangelista, no se avergüenza de presentar a Jesús haciendo algo que nunca nos hubiéramos imaginado que hiciera: “Paseando junto al lago de Galilea, vio a dos hermanos: a Simón, llamado Pedro, y a su hermano Andrés, que estaban echando la red en el lago, pues eran pescadores” (4, 18). Debo confesar que mientras releía este pasaje, el verbo utilizado por Mateo me sobresaltó. ¿Paseaba Jesús? Sí, con ese paso favorable a la conversación que decía no sé quien.

Un antropólogo francés contemporáneo, David Le Breton, escribió hace no mucho un hermoso libro titulado: Caminar: un elogio, y dice en él que, lo aceptemos o no, el cuerpo humano se ha vuelto ya superfluo en nuestros días, pues lo ocupamos poco, y cada vez menos: los recorridos que solemos hacer diariamente son más virtuales que reales y que, aunque paseemos por el mundo entero, lo hacemos casi sin mover los pies. “Optar por el bosque –escribe-, por los caminos, por los senderos, no nos libra de nuestras crecientes responsabilidades hacia los desórdenes del mundo, pero nos permiten recuperar el aliento, aguzar los sentidos, renovar la curiosidad. La caminata es con frecuencia una vuelta para reencontrarse”.

Jesús, pues, camina y pasea. Y fue caminando y paseando como vio a aquellos dos jóvenes, que además eran hermanos. Es él quien los ve, no ellos los que lo ven a él. Se les acerca entonces y les dice: “Vengan conmigo, y yo los haré pescadores de hombres”. Y ellos, “dejando al instante las redes, lo siguieron” (Mateo 4, 19-20). ¡Cómo debió haber sido de atractiva la personalidad de Jesús para que estos pescadores, que no lo conocían de nada, lo siguieran con tanta rapidez! No vacilan, ni dudan; tampoco se entretienen haciendo cálculos…

Y, andando un poco más adelante, lo mismo hace el Señor con otros dos jóvenes a los que encuentra atareados en la misma actividad: Santiago y su hermano Juan. “Los llamó también, y ellos, dejando al punto la barca y a su padre, lo siguieron” (Mateo 4, 21-22). ¡Dios mío, con qué rapidez lo hacen todo! ¡Con qué prontitud se deciden!

Lo primero que es preciso señalar es que Jesús, aquí, está rompiendo todos los esquemas de la cultura judía, pues es él quien escoge a sus discípulos, y no al revés, como era común hacerlo en aquellos ayeres. En tiempos del Señor, los que querían hacerse discípulos de algún maestro, los escuchaban antes y sólo hasta más tarde, si dicho maestro los convencía, lo elegían como tal. ¡Pues bien, con Jesús sucede lo contrario: es él quien los escoge, quien elige a sus discípulos!

“Y ellos, dejando al instante las redes, lo siguieron”. Esto es lo que no deja de sorprenderme y de maravillarme: la rapidez con que estos pobres pescadores acogen la llamada del Señor. “Los llamó también, y ellos, dejando al punto la barca y a su padre, lo siguieron”. ¿Me permitirán los lectores que insista en lo que ya he dicho muchas veces? El Señor no llama a gente perfecta: llama, por el contrario, a seres humanos tan imperfectos como el que más. No llama a ángeles del cielo, sino a hombres de tierra, con todos los riesgos que esto comporta… Sólo les pide una cosa: generosidad, es decir, las ganas de seguirlo con toda el alma y sin darle demasiadas vueltas al asunto.

¿Han escuchado ustedes una palabra fea que se ha colado en nuestro hermosa lengua castellana? Va sonarles a insulto; escúchenla ustedes: procrastinar. ¡Qué fea es! Y significa, sencillamente, dejar para mañana, es decir, para después. ¡Con tan hermosas y viejas palabras podríamos decir lo mismo! Aplazar, prorrogar, suspender, retardar, retrasar, diferir, posponer… Pero, si así lo quieren, me pondré a tono inmediatamente y diré: “Para Jesús, el pecado más grande consiste en procrastinar”…

Cuando Jesús pide que lo sigan, y no después, sino inmediatamente, está luchando contra el demonio del análisis y del cálculo que todos llevamos dentro.

Un jesuita austríaco, el padre Michael Horatczuk –pronúncielo, si puede- escribió así en uno de sus libros: “Los indecisos se hacen la vida insoportable a sí mismos y a los demás. Lo que hay que hacer, ¡hagámoslo pronto! ¿Para qué ir dando largas? ¿Van a disminuir las dificultades? Claro está que no hemos de lanzarnos ciegamente, como torbellinos, a la acción. Pero menos sentido aún tiene, quizá, el estar dando vueltas siempre a la misma cosa. Si hemos de atravesar a nado un arroyo muy frío, creo yo que el agua no se va a calentar porque estemos tiritando junto a la orilla. Si nos lanzamos de repente al agua, tal vez la primera impresión sea de que nos clavan un cuchillo, pero después de dar unas cuantas brazadas el agua no nos parecerá ya que está tan fría. Una entrevista desagradable, visitar al dentista, ir a confesarse, pedir perdón a alguien, luchar sinceramente contra el pecado dominante, son cosas que hay que comenzar a hacerlas enseguida, porque toda dilación es perjudicial… Los cálculos que había hecho Colón estaban equivocados. Pero tenía entusiasmo. Y llegó, finalmente, a las Indias Occidentales. A menudo, lo que más cuesta es dar el primer paso. Después, todo es más fácil” (Aquí ríe el asceta).

Además, al que calcula, casi nunca le salen las cuentas. ¿Calcularon Andrés y Simón? ¿Calcularon Santiago y Juan? No calcularon, y por eso todo les salió perfecto. ¡Dichosos ellos!

Dijo una vez Sören Kierkegaard (1813-1855), el filósofo danés: “Si se quiere tener éxito en algo, es preciso hacerlo inmediatamente, porque inmediatamente es la más divina de todas las categorías, ya que ella es en la vida el punto de partida de lo divino, de suerte que lo que no se hace inmediatamente entra en la categoría del mal”.

¡Dichosos nosotros si tenemos el coraje de entregarnos sin reservas, de lanzarnos a la acción sin pensarlo mucho! Sólo así ganaremos esta vida y la otra.

Mateo, el evangelista, no se avergüenza de presentar a Jesús haciendo algo que nunca nos hubiéramos imaginado que hiciera: “Paseando junto al lago de Galilea, vio a dos hermanos: a Simón, llamado Pedro, y a su hermano Andrés, que estaban echando la red en el lago, pues eran pescadores” (4, 18). Debo confesar que mientras releía este pasaje, el verbo utilizado por Mateo me sobresaltó. ¿Paseaba Jesús? Sí, con ese paso favorable a la conversación que decía no sé quien.

Un antropólogo francés contemporáneo, David Le Breton, escribió hace no mucho un hermoso libro titulado: Caminar: un elogio, y dice en él que, lo aceptemos o no, el cuerpo humano se ha vuelto ya superfluo en nuestros días, pues lo ocupamos poco, y cada vez menos: los recorridos que solemos hacer diariamente son más virtuales que reales y que, aunque paseemos por el mundo entero, lo hacemos casi sin mover los pies. “Optar por el bosque –escribe-, por los caminos, por los senderos, no nos libra de nuestras crecientes responsabilidades hacia los desórdenes del mundo, pero nos permiten recuperar el aliento, aguzar los sentidos, renovar la curiosidad. La caminata es con frecuencia una vuelta para reencontrarse”.

Jesús, pues, camina y pasea. Y fue caminando y paseando como vio a aquellos dos jóvenes, que además eran hermanos. Es él quien los ve, no ellos los que lo ven a él. Se les acerca entonces y les dice: “Vengan conmigo, y yo los haré pescadores de hombres”. Y ellos, “dejando al instante las redes, lo siguieron” (Mateo 4, 19-20). ¡Cómo debió haber sido de atractiva la personalidad de Jesús para que estos pescadores, que no lo conocían de nada, lo siguieran con tanta rapidez! No vacilan, ni dudan; tampoco se entretienen haciendo cálculos…

Y, andando un poco más adelante, lo mismo hace el Señor con otros dos jóvenes a los que encuentra atareados en la misma actividad: Santiago y su hermano Juan. “Los llamó también, y ellos, dejando al punto la barca y a su padre, lo siguieron” (Mateo 4, 21-22). ¡Dios mío, con qué rapidez lo hacen todo! ¡Con qué prontitud se deciden!

Lo primero que es preciso señalar es que Jesús, aquí, está rompiendo todos los esquemas de la cultura judía, pues es él quien escoge a sus discípulos, y no al revés, como era común hacerlo en aquellos ayeres. En tiempos del Señor, los que querían hacerse discípulos de algún maestro, los escuchaban antes y sólo hasta más tarde, si dicho maestro los convencía, lo elegían como tal. ¡Pues bien, con Jesús sucede lo contrario: es él quien los escoge, quien elige a sus discípulos!

“Y ellos, dejando al instante las redes, lo siguieron”. Esto es lo que no deja de sorprenderme y de maravillarme: la rapidez con que estos pobres pescadores acogen la llamada del Señor. “Los llamó también, y ellos, dejando al punto la barca y a su padre, lo siguieron”. ¿Me permitirán los lectores que insista en lo que ya he dicho muchas veces? El Señor no llama a gente perfecta: llama, por el contrario, a seres humanos tan imperfectos como el que más. No llama a ángeles del cielo, sino a hombres de tierra, con todos los riesgos que esto comporta… Sólo les pide una cosa: generosidad, es decir, las ganas de seguirlo con toda el alma y sin darle demasiadas vueltas al asunto.

¿Han escuchado ustedes una palabra fea que se ha colado en nuestro hermosa lengua castellana? Va sonarles a insulto; escúchenla ustedes: procrastinar. ¡Qué fea es! Y significa, sencillamente, dejar para mañana, es decir, para después. ¡Con tan hermosas y viejas palabras podríamos decir lo mismo! Aplazar, prorrogar, suspender, retardar, retrasar, diferir, posponer… Pero, si así lo quieren, me pondré a tono inmediatamente y diré: “Para Jesús, el pecado más grande consiste en procrastinar”…

Cuando Jesús pide que lo sigan, y no después, sino inmediatamente, está luchando contra el demonio del análisis y del cálculo que todos llevamos dentro.

Un jesuita austríaco, el padre Michael Horatczuk –pronúncielo, si puede- escribió así en uno de sus libros: “Los indecisos se hacen la vida insoportable a sí mismos y a los demás. Lo que hay que hacer, ¡hagámoslo pronto! ¿Para qué ir dando largas? ¿Van a disminuir las dificultades? Claro está que no hemos de lanzarnos ciegamente, como torbellinos, a la acción. Pero menos sentido aún tiene, quizá, el estar dando vueltas siempre a la misma cosa. Si hemos de atravesar a nado un arroyo muy frío, creo yo que el agua no se va a calentar porque estemos tiritando junto a la orilla. Si nos lanzamos de repente al agua, tal vez la primera impresión sea de que nos clavan un cuchillo, pero después de dar unas cuantas brazadas el agua no nos parecerá ya que está tan fría. Una entrevista desagradable, visitar al dentista, ir a confesarse, pedir perdón a alguien, luchar sinceramente contra el pecado dominante, son cosas que hay que comenzar a hacerlas enseguida, porque toda dilación es perjudicial… Los cálculos que había hecho Colón estaban equivocados. Pero tenía entusiasmo. Y llegó, finalmente, a las Indias Occidentales. A menudo, lo que más cuesta es dar el primer paso. Después, todo es más fácil” (Aquí ríe el asceta).

Además, al que calcula, casi nunca le salen las cuentas. ¿Calcularon Andrés y Simón? ¿Calcularon Santiago y Juan? No calcularon, y por eso todo les salió perfecto. ¡Dichosos ellos!

Dijo una vez Sören Kierkegaard (1813-1855), el filósofo danés: “Si se quiere tener éxito en algo, es preciso hacerlo inmediatamente, porque inmediatamente es la más divina de todas las categorías, ya que ella es en la vida el punto de partida de lo divino, de suerte que lo que no se hace inmediatamente entra en la categoría del mal”.

¡Dichosos nosotros si tenemos el coraje de entregarnos sin reservas, de lanzarnos a la acción sin pensarlo mucho! Sólo así ganaremos esta vida y la otra.