/ domingo 5 de mayo de 2024

Opinión | La sal y la luz

Nuestra época –todo hay que decirlo- es bastante extraña: muchas cosas que antes tenía por inofensivas, ahora las tiene por peligrosas e inconvenientes.

Antes, por ejemplo, se creía que fumar era un placer; hoy se tiene por seguro que fumar es un suicidio. Un periodista español se quejaba hace no mucho de la dureza con que son tratados los fumadores dondequiera que van. Se los ve como a pequeños demonios y el trato que se les dispensa es, con mucho, parecido al que se daba a los negros en la Alabama del siglo XIX.

Sí, hoy se aborrece el tabaco, lo mismo que el café –tan dañino y tan perverso-, pero se van descubriendo poco a poco, en cambio, las virtudes de la marihuana.

Una amistad querida fue hace poco a los Países Bajos y me trajo un hermoso llavero, metálico y colorido, que tenía la forma de una hoja.

-Padre –me dijo-, le he traído un recuerdo de Ámsterdam.

-¡Oh! –dije yo-. No se hubiera molestado –en fin, lo que se dice.

Y al ver de qué se trataba, no pude disimular mi estupor:

-¡Pero si es…!

-¡Es el símbolo de Ámsterdam! –me respondió mi amiga-. Así como el madroño es el símbolo de Madrid, y la hoja de maple el símbolo de Canadá, así esta florecita es el símbolo de los Países Bajos.

Para salir de dudas, di vuelta al llavero, y entonces me encontré con la siguiente leyenda: “Cannabis. Greetings from Amsterdam”. Yo agradecí vivamente el obsequio y ya no dije nada más para no contristar a aquella amiga mía a la que salvaba su falta de malicia. Creo que hasta ahora no sabe lo que me regaló.

La gente ya no fuma tabaco; tampoco bebe café. Por supuesto, tampoco ingiere sal. Igual se sigue muriendo –porque, como dijo el poeta, morir es una costumbre que sabe tener la gente-, pero de otras cosas que nada tienen que ver con la presión arterial. Los saleros, según una ley vigente en México, deben esconderse en los restaurantes, y a quien los pida, el mesero debe ponerle cara de tabla y decirle, de preferencia con tono gutural y voz de ultratumba:

-Bajo su responsabilidad, señor… -cual si el cliente le hubiese pedido una pistola para dispararse en la sien.

Así pues, en esta época en que la sal es difamada –aunque se privilegian otras sales, fruto de la amapola, de la coca, y de otras hierbas del campo-, ¿siguen siendo válidas las palabras de Jesús: “Ustedes son la sal de la tierra”?

Jesús, como lo creo yo, y como lo creen también miles de millones de hombres, es la palabra eterna de Dios. Y si es eterna, él ya sabía, cuando dijo estas palabras, que el exceso de sal es nocivo para la salud. ¿Qué fue, entonces, lo que quiso decir? Por lo pronto, se me ocurre algo; una palabra viene a mi mente: insípido. La sal preserva no sólo de la corrupción, sino también de la insipidez.

Ustedes son la sal de la tierra equivale, pues, a decir: “Ustedes son los que han de darle sabor, pues sin ustedes se vuelve insípida”. ¿Cómo es esto? ¿Cuándo se vuelve insípida la tierra? Cuando de ninguna parte nos llegan ya noticias de Dios. Yo he padecido esta insipidez, y así la tierra no me gusta. He encendido la televisión y sólo he escuchado cháchara, banalidad, cotilleo. Sí, hay conversaciones insípidas, diálogos insípidos. Y no solamente porque en ellos se practique la “comunicación entrópica” (comunicación en la que ninguno de los interlocutores dice algo que el otro no sepa ya), sino porque nada de lo que dicen es capaz de tocar el alma. “¡Brrr, qué calor hace!”. “¡Sí, qué calor, qué calor!”.

Y así se la llevan. En esto consiste la comunicación entrópica: en no expresar nada que el otro ignore. Yo oigo a mi alrededor muchas conversaciones, pero casi todas ellas me aburren mortalmente. Oigo que se habla del la Copa Confederaciones, del Producto Interno Bruto, del nuevo botox de Chakira, pero nada más que de eso. Lo que dicen me deja frío. En Nudo de víboras, la gran novela de François Mauriac, dice Luis, el viejo abogado, a su mujer: “¡Háblame, quizá haya una palabra tuya que me llegue al corazón!”.

Sí, frío es lo que siento al ver que muchos que me rodean no sacan de sus bodegas interiores nada que caliente el corazón. Por eso, el Señor dice también: Ustedes son la luz del mundo. La luz no únicamente alumbra e ilumina, sino que también calienta. “¡Ustedes son el calor del mundo!”: si tradujéramos así las palabras del Maestro, pienso que no traicionaríamos de ninguna manera su pensamiento. En uno de sus Diálogos (n.167), exclamaba Santa Catalina de Siena: “¡Oh Trinidad eterna! Vos sois el fuego que arde siempre y no se apaga jamás; el fuego que consume en sí mismo todo egoísmo del alma, que derrite todos los hielos, y que esclarece toda oscuridad…”.

Y San Serafín de Sarov decía también: “Dios es un fuego ardiente que inflama los corazones y las entrañas. Si sentimos en nuestros corazones el frío que proviene del demonio, ya que el demonio es frío, recurramos al Señor y Él vendrá a calentar nuestro corazón con un amor perfecto, no sólo hacia Él, sino también hacia el prójimo. Y la frialdad del demonio huirá ante su rostro” (Instrucciones espirituales, 6). Y del mismo San Serafín, el gran santo ruso, cuentan sus biógrafos que al final de su vida se angustiaba mucho por uno de sus discípulos porque éste era frío: “Un corazón frío –repetía el staretz. Iván Tijonov tiene el corazón frío. ¿Por qué este temor del anciano delante de la frialdad del falso discípulo? Porque el demonio, el padre de la mentira, es frío”.

Es preciso protegernos de la frialdad del corazón; digamos a los demás lo que no saben y querrían escuchar, digámosles cuánto los queremos; calentemos su alma con nuestro afecto. Y entonces la vida tendrá sabor para ellos, y nosotros seremos sal y luz, como quiere el Señor. Amén.

Nuestra época –todo hay que decirlo- es bastante extraña: muchas cosas que antes tenía por inofensivas, ahora las tiene por peligrosas e inconvenientes.

Antes, por ejemplo, se creía que fumar era un placer; hoy se tiene por seguro que fumar es un suicidio. Un periodista español se quejaba hace no mucho de la dureza con que son tratados los fumadores dondequiera que van. Se los ve como a pequeños demonios y el trato que se les dispensa es, con mucho, parecido al que se daba a los negros en la Alabama del siglo XIX.

Sí, hoy se aborrece el tabaco, lo mismo que el café –tan dañino y tan perverso-, pero se van descubriendo poco a poco, en cambio, las virtudes de la marihuana.

Una amistad querida fue hace poco a los Países Bajos y me trajo un hermoso llavero, metálico y colorido, que tenía la forma de una hoja.

-Padre –me dijo-, le he traído un recuerdo de Ámsterdam.

-¡Oh! –dije yo-. No se hubiera molestado –en fin, lo que se dice.

Y al ver de qué se trataba, no pude disimular mi estupor:

-¡Pero si es…!

-¡Es el símbolo de Ámsterdam! –me respondió mi amiga-. Así como el madroño es el símbolo de Madrid, y la hoja de maple el símbolo de Canadá, así esta florecita es el símbolo de los Países Bajos.

Para salir de dudas, di vuelta al llavero, y entonces me encontré con la siguiente leyenda: “Cannabis. Greetings from Amsterdam”. Yo agradecí vivamente el obsequio y ya no dije nada más para no contristar a aquella amiga mía a la que salvaba su falta de malicia. Creo que hasta ahora no sabe lo que me regaló.

La gente ya no fuma tabaco; tampoco bebe café. Por supuesto, tampoco ingiere sal. Igual se sigue muriendo –porque, como dijo el poeta, morir es una costumbre que sabe tener la gente-, pero de otras cosas que nada tienen que ver con la presión arterial. Los saleros, según una ley vigente en México, deben esconderse en los restaurantes, y a quien los pida, el mesero debe ponerle cara de tabla y decirle, de preferencia con tono gutural y voz de ultratumba:

-Bajo su responsabilidad, señor… -cual si el cliente le hubiese pedido una pistola para dispararse en la sien.

Así pues, en esta época en que la sal es difamada –aunque se privilegian otras sales, fruto de la amapola, de la coca, y de otras hierbas del campo-, ¿siguen siendo válidas las palabras de Jesús: “Ustedes son la sal de la tierra”?

Jesús, como lo creo yo, y como lo creen también miles de millones de hombres, es la palabra eterna de Dios. Y si es eterna, él ya sabía, cuando dijo estas palabras, que el exceso de sal es nocivo para la salud. ¿Qué fue, entonces, lo que quiso decir? Por lo pronto, se me ocurre algo; una palabra viene a mi mente: insípido. La sal preserva no sólo de la corrupción, sino también de la insipidez.

Ustedes son la sal de la tierra equivale, pues, a decir: “Ustedes son los que han de darle sabor, pues sin ustedes se vuelve insípida”. ¿Cómo es esto? ¿Cuándo se vuelve insípida la tierra? Cuando de ninguna parte nos llegan ya noticias de Dios. Yo he padecido esta insipidez, y así la tierra no me gusta. He encendido la televisión y sólo he escuchado cháchara, banalidad, cotilleo. Sí, hay conversaciones insípidas, diálogos insípidos. Y no solamente porque en ellos se practique la “comunicación entrópica” (comunicación en la que ninguno de los interlocutores dice algo que el otro no sepa ya), sino porque nada de lo que dicen es capaz de tocar el alma. “¡Brrr, qué calor hace!”. “¡Sí, qué calor, qué calor!”.

Y así se la llevan. En esto consiste la comunicación entrópica: en no expresar nada que el otro ignore. Yo oigo a mi alrededor muchas conversaciones, pero casi todas ellas me aburren mortalmente. Oigo que se habla del la Copa Confederaciones, del Producto Interno Bruto, del nuevo botox de Chakira, pero nada más que de eso. Lo que dicen me deja frío. En Nudo de víboras, la gran novela de François Mauriac, dice Luis, el viejo abogado, a su mujer: “¡Háblame, quizá haya una palabra tuya que me llegue al corazón!”.

Sí, frío es lo que siento al ver que muchos que me rodean no sacan de sus bodegas interiores nada que caliente el corazón. Por eso, el Señor dice también: Ustedes son la luz del mundo. La luz no únicamente alumbra e ilumina, sino que también calienta. “¡Ustedes son el calor del mundo!”: si tradujéramos así las palabras del Maestro, pienso que no traicionaríamos de ninguna manera su pensamiento. En uno de sus Diálogos (n.167), exclamaba Santa Catalina de Siena: “¡Oh Trinidad eterna! Vos sois el fuego que arde siempre y no se apaga jamás; el fuego que consume en sí mismo todo egoísmo del alma, que derrite todos los hielos, y que esclarece toda oscuridad…”.

Y San Serafín de Sarov decía también: “Dios es un fuego ardiente que inflama los corazones y las entrañas. Si sentimos en nuestros corazones el frío que proviene del demonio, ya que el demonio es frío, recurramos al Señor y Él vendrá a calentar nuestro corazón con un amor perfecto, no sólo hacia Él, sino también hacia el prójimo. Y la frialdad del demonio huirá ante su rostro” (Instrucciones espirituales, 6). Y del mismo San Serafín, el gran santo ruso, cuentan sus biógrafos que al final de su vida se angustiaba mucho por uno de sus discípulos porque éste era frío: “Un corazón frío –repetía el staretz. Iván Tijonov tiene el corazón frío. ¿Por qué este temor del anciano delante de la frialdad del falso discípulo? Porque el demonio, el padre de la mentira, es frío”.

Es preciso protegernos de la frialdad del corazón; digamos a los demás lo que no saben y querrían escuchar, digámosles cuánto los queremos; calentemos su alma con nuestro afecto. Y entonces la vida tendrá sabor para ellos, y nosotros seremos sal y luz, como quiere el Señor. Amén.