/ domingo 28 de abril de 2024

Opinión | Piotr Petrovich y Caterina, su mujer

Es bueno comer, pero poco; es bueno dormir, pero no mucho; es prudente desconfiar, aunque no demasiado. Todo con medida, como dice el spot publicitario. Porque cuando se pierde la medida en el comer, en el dormir y en el descofiar, las cosas se complican enormemente.

Por cierto, ¿ha oído usted hablar de un tal Piotr Petrovich y de su esposa Caterina Vasilievna? ¿No? No importa. Pronto le diré quiénes son.

Piotr Petrovich y Caterina Vasilievna eran esposos, como ya ha quedado dicho, y lo que les sucedió un día no tiene nombre. ¿Qué les sucedió? No coma ansias, se lo suplico, sino escuche usted. Por ahora baste con decir que son los personajes de un cuento de Mijaíl Zóschenko (1894-1958), el escritor soviético, titulado El amigo desconocido:

“En una ciudad de nuestro país vivía un hombre llamado Piotr Petriovich con Caterina Vasilievna, su digna consorte. Los esposos lo pasaban bien, y hasta hay que decir que con cierta holgura, pues su economía doméstica se hallaba en orden, el ropero completo y el baúl repleto de todo tipo de bienes. ¡Y tenían nada menos que dos samovares! Pero, a pesar de toda esta riqueza, los esposos se aburrían un poco. Ya se sabe, con tantos ladrones merodeando por las casas, Piotr Petrovich no se decidía a salir de la suya ni siquiera para ir al cine. Su única diversión consistía en contar sus cosas y mirar a su mujer”.

¿Se ha dado usted cuenta de que los que mucho tienen poco salen? Claro, es que se quedan en casa custodiando sus haberes. ¿Qué podría pasar, por ejemplo, si un día se decidiesen a salir? ¡Oh, eso ellos no quieren ni pensarlo! Sería la catástrofe. Pues bien, a eso se dedicaba Piotr Petrovich: a cuidar su fortuna, no fuese a suceder que los ladrones, esos ubicuos seres, empezaran a mirar hacia su domicilio con insistencia y avidez.

“Un día, sin embargo, Piotr Petrovich recibió una carta por correo. Una carta anónima en la que leyó lo siguiente: ‘Eres una pantufla vleja, un bueno para nada. Vives con tu mujer y no te das cuenta de lo que ésta hace ante tus narices. Tu mujer se entiende con un ciudadano. Como amigo –aunque ignores quién soy- te aconsejo ir el sábado 29 de julio, a las siete de la tarde, al Jardín de los Trabajadores para que veas con tus propios ojos y veas por ti mismo su desenvuelta conducta. Es hora de que te espabiles, viejo burro’”.

Al leer la carta, Piotr Petrovich sintió que perdía piso, como en su lugar lo habría perdido cualquier ciudadano, ya fuera éste ruso, checheno o español. Pero, ¿era posible que Caterina Vasilievna…? ¡Oh, tan decente que parecía, la muy bribona!

“El sábado 29 de julio, Piotr Petrovich se fingió indispuesto. Se tendió en el diván y observó a su esposa. Ésta se ocupaba en las habituales tareas domésticas, y sólo hasta la tarde dijo:

“-Debo ir a ver a mi mamá, Piotr Petrovich. ¡Está bastante mal, la pobrecita!”.

Así que la mamá ¿eh? ¡Ah listilla! Qué bien fingía, con qué profesionalidad interpretaba su papel de hija abnegada!

“Inmediatamente Piotr Petrovich se vistió, empuñó el bastón, se calzó los zapatos de goma y siguió a su mujer. Una vez que hubo llegado al Jardín de los Trabajadores se tapó la cara para no ser reconocido y se puso a caminar arriba y abajo por los senderos. Cerca de la fuente vio a su mujer sentada en una banca y mirando al horizonte. Se le acercó:

“-Buen paseo, señora. ¿Acaso la señora espera a su amante?

“Caterina Vassilievna rompió en llanto.

“-¡Oh, Piotr Petrovich, Piotr Petrovich, no pienses mal de mí! –suplicó ella-. No te lo quería decir, pero ahora me siento obligada a hacerlo…

“Y diciendo esto se sacó de la manga una carta. La desdobló. En la carta, con tonos patéticos, un individuo suplicaba a Caterina Vasilievna que lo salvara del borde del precipio, ya que sólo ella podía hacerlo. Era su pariente y pensaba suicidarse. A menos, claro está, que ella viniera al Jardín de los Trabajadores el día 29 de julio a las siete de la tarde para disuadirlo.

“-Extraño, muy extraño –dijo Piotr Petrovich volviendo a doblar la carta-. ¿Quién pudo haberla escrito?

“-No lo sé, no lo sé –respondió Caterina Vasilievna-, pero me dio pena y vine a ver.

“-Ya lo creo que viniste a ver –dijo Piotr Petrovich-. Ahora estate aquí y no te muevas. Yo me esconderé detrás de la fuente. ¡Ya sabrá ese tipo quién soy yo!”.

Pero el tipo no apareció. Pasó una hora y siguió sin aparecer. ¿De quién podría tratarse? Cansado de la espera y ya un tanto inquieto por estar tanto tiempo fuera de casa, “Piotr Petrovich escupió, tomó del brazo a su mujer y se la llevó consigo”

“Llegado a la casa, los esposos se encontraron con un desorden espantoso. Los baúles y los cajones estaban fuera de su sitio, los campartimientos se hallaban vacíos y los samovares brillaban por su ausencia. ¡Una devastación completa”.

En la pared estaba fijada con un alfiler una tarjeta que ponía: “No teníamos otra manera de haceros salir de vuestra casa, perros del mal”. Y entonces lo comprendieron todo. Y se rcharon a llorar como dos críos.

Sin embargo, Piotr Petrovich no se culpó a sí mismo por desconfiado, ni por haber pensado mal de su mujer, sino que se puso a discurrir sobre lo inteligentes que suelen ser los hijos de las tinieblas.

En efecto, ¿alguien le ganará un día en astucia a los ladrones? Cuando uno va, ellos ya vienen. Y cuando el dinero ya sólo sea electrónico, no quiero ver con cuánta facilidad dejarán a la gente chiflando en la loma, como se dice, en cuestión de segundos y gracias a un click. No quiero verlo, se lo juro a ustedes. No quiero ser testigo de tanta desilusión ni de tanto desconsuelo.

Es bueno comer, pero poco; es bueno dormir, pero no mucho; es prudente desconfiar, aunque no demasiado. Todo con medida, como dice el spot publicitario. Porque cuando se pierde la medida en el comer, en el dormir y en el descofiar, las cosas se complican enormemente.

Por cierto, ¿ha oído usted hablar de un tal Piotr Petrovich y de su esposa Caterina Vasilievna? ¿No? No importa. Pronto le diré quiénes son.

Piotr Petrovich y Caterina Vasilievna eran esposos, como ya ha quedado dicho, y lo que les sucedió un día no tiene nombre. ¿Qué les sucedió? No coma ansias, se lo suplico, sino escuche usted. Por ahora baste con decir que son los personajes de un cuento de Mijaíl Zóschenko (1894-1958), el escritor soviético, titulado El amigo desconocido:

“En una ciudad de nuestro país vivía un hombre llamado Piotr Petriovich con Caterina Vasilievna, su digna consorte. Los esposos lo pasaban bien, y hasta hay que decir que con cierta holgura, pues su economía doméstica se hallaba en orden, el ropero completo y el baúl repleto de todo tipo de bienes. ¡Y tenían nada menos que dos samovares! Pero, a pesar de toda esta riqueza, los esposos se aburrían un poco. Ya se sabe, con tantos ladrones merodeando por las casas, Piotr Petrovich no se decidía a salir de la suya ni siquiera para ir al cine. Su única diversión consistía en contar sus cosas y mirar a su mujer”.

¿Se ha dado usted cuenta de que los que mucho tienen poco salen? Claro, es que se quedan en casa custodiando sus haberes. ¿Qué podría pasar, por ejemplo, si un día se decidiesen a salir? ¡Oh, eso ellos no quieren ni pensarlo! Sería la catástrofe. Pues bien, a eso se dedicaba Piotr Petrovich: a cuidar su fortuna, no fuese a suceder que los ladrones, esos ubicuos seres, empezaran a mirar hacia su domicilio con insistencia y avidez.

“Un día, sin embargo, Piotr Petrovich recibió una carta por correo. Una carta anónima en la que leyó lo siguiente: ‘Eres una pantufla vleja, un bueno para nada. Vives con tu mujer y no te das cuenta de lo que ésta hace ante tus narices. Tu mujer se entiende con un ciudadano. Como amigo –aunque ignores quién soy- te aconsejo ir el sábado 29 de julio, a las siete de la tarde, al Jardín de los Trabajadores para que veas con tus propios ojos y veas por ti mismo su desenvuelta conducta. Es hora de que te espabiles, viejo burro’”.

Al leer la carta, Piotr Petrovich sintió que perdía piso, como en su lugar lo habría perdido cualquier ciudadano, ya fuera éste ruso, checheno o español. Pero, ¿era posible que Caterina Vasilievna…? ¡Oh, tan decente que parecía, la muy bribona!

“El sábado 29 de julio, Piotr Petrovich se fingió indispuesto. Se tendió en el diván y observó a su esposa. Ésta se ocupaba en las habituales tareas domésticas, y sólo hasta la tarde dijo:

“-Debo ir a ver a mi mamá, Piotr Petrovich. ¡Está bastante mal, la pobrecita!”.

Así que la mamá ¿eh? ¡Ah listilla! Qué bien fingía, con qué profesionalidad interpretaba su papel de hija abnegada!

“Inmediatamente Piotr Petrovich se vistió, empuñó el bastón, se calzó los zapatos de goma y siguió a su mujer. Una vez que hubo llegado al Jardín de los Trabajadores se tapó la cara para no ser reconocido y se puso a caminar arriba y abajo por los senderos. Cerca de la fuente vio a su mujer sentada en una banca y mirando al horizonte. Se le acercó:

“-Buen paseo, señora. ¿Acaso la señora espera a su amante?

“Caterina Vassilievna rompió en llanto.

“-¡Oh, Piotr Petrovich, Piotr Petrovich, no pienses mal de mí! –suplicó ella-. No te lo quería decir, pero ahora me siento obligada a hacerlo…

“Y diciendo esto se sacó de la manga una carta. La desdobló. En la carta, con tonos patéticos, un individuo suplicaba a Caterina Vasilievna que lo salvara del borde del precipio, ya que sólo ella podía hacerlo. Era su pariente y pensaba suicidarse. A menos, claro está, que ella viniera al Jardín de los Trabajadores el día 29 de julio a las siete de la tarde para disuadirlo.

“-Extraño, muy extraño –dijo Piotr Petrovich volviendo a doblar la carta-. ¿Quién pudo haberla escrito?

“-No lo sé, no lo sé –respondió Caterina Vasilievna-, pero me dio pena y vine a ver.

“-Ya lo creo que viniste a ver –dijo Piotr Petrovich-. Ahora estate aquí y no te muevas. Yo me esconderé detrás de la fuente. ¡Ya sabrá ese tipo quién soy yo!”.

Pero el tipo no apareció. Pasó una hora y siguió sin aparecer. ¿De quién podría tratarse? Cansado de la espera y ya un tanto inquieto por estar tanto tiempo fuera de casa, “Piotr Petrovich escupió, tomó del brazo a su mujer y se la llevó consigo”

“Llegado a la casa, los esposos se encontraron con un desorden espantoso. Los baúles y los cajones estaban fuera de su sitio, los campartimientos se hallaban vacíos y los samovares brillaban por su ausencia. ¡Una devastación completa”.

En la pared estaba fijada con un alfiler una tarjeta que ponía: “No teníamos otra manera de haceros salir de vuestra casa, perros del mal”. Y entonces lo comprendieron todo. Y se rcharon a llorar como dos críos.

Sin embargo, Piotr Petrovich no se culpó a sí mismo por desconfiado, ni por haber pensado mal de su mujer, sino que se puso a discurrir sobre lo inteligentes que suelen ser los hijos de las tinieblas.

En efecto, ¿alguien le ganará un día en astucia a los ladrones? Cuando uno va, ellos ya vienen. Y cuando el dinero ya sólo sea electrónico, no quiero ver con cuánta facilidad dejarán a la gente chiflando en la loma, como se dice, en cuestión de segundos y gracias a un click. No quiero verlo, se lo juro a ustedes. No quiero ser testigo de tanta desilusión ni de tanto desconsuelo.