/ domingo 24 de marzo de 2024

Opinión | Soliloquio sobre la pasión

La turba que aclama a Cristo en su entrada gloriosa a Jerusalén cambia bien pronto de parecer, y los que el domingo gritaban, llenos de júbilo: ¡Hosanna! ¡Viva el Hijo de David! ¡Bendito el que viene en el nombre del Señor!, pocos días después gritarán con la misma fuerza e idéntico entusiasmo: ¡Crucifícale! ¡Crucifícale!

Así es la opinión pública: fluida, tornadiza, inconstante, y ni siquiera midiéndola todos los días puede uno estar seguro de nada. ¿Quién no teme los vaivenes de sus olas? Los que hoy te alaban, mañana te querrán ver muerto, y los que mañana te coronan de olivos, pasado mañana te coronarán de espinas.

Al entrar en Jerusalén, toda la ciudad se conmovió. Unos decían: “¿Quién es éste?”. Y la gente respondía: “Éste es el profeta Jesús, de Nazaret de Galilea”. Pues bien, en un abrir y cerrar de ojos –en el instante de un parpadeo-, la gente cambiará de parecer, y el que es tenido por un profeta, muy pronto será considerado un impostor, un agitador y un blasfemo.

Pero no culpemos a esta gente voluble tan precipitadamente. También los discípulos, mientras el Maestro ora, se quedan dormidos, vencidos por el cansancio. ¿No han podido velar conmigo ni una hora?, les pregunta él mientras su angustia crece y se agiganta. Pero no, ellos no velarán ni siquiera una hora: una hora, en determinadas circunstancias, puede ser demasiado. El único que no duerme aquella noche de tinieblas, el único que vela es Judas. Él sí que está velando, pero sólo él. Me lo he dicho ya muchas veces, y ahora me lo diré una vez más: ¿por qué los que nos odian nos odian bien, en tanto que los que nos quieren, nos quieren mal? Los que aman a Jesús están cansados, pero los que lo odian son infatigables. ¡Ellos no duermen ni reposan! ¡Son tan activos!

Llegan los enemigos, armados con espadas y palos. Con ellos llega también, encabezando el grupo, el discípulo traidor. Éste besa al que hasta entonces había sido su Maestro y Señor. Pero lo besa no como señal de afecto, sino para entregarlo, para indicar a los que vienen por él quién es el Jefe de aquella banda. Y desde entonces el beso ha quedado devaluado. El beso puede ser, a partir de entonces, una señal de afecto, pero también un signo de traición; puede expresar el amor, pero también el odio más fiero.

¿Y qué hacen, entretanto, los Once? Lo dice el texto con entera claridad: Todos lo abandonaron y huyeron. Todos. Pedro lo sigue de lejos, y se cuida muy bien de guardar las distancias. Es, en medio de la muchedumbre, un espectador más: alguien que parece contemplar el drama de un extraño. Los demás lo interrogan y lo acusan:

–Tú también andabas con Jesús el Galileo.

–No sé de qué me estás hablando.

-También éste andaba con Jesús el Nazareno.

-No conozco a ese hombre.

A ese hombre. Habla de él con desprecio, como si no lo conociese de nada, ni fuesen nada el uno del otro.

–No cabe duda de que tú también eres uno de ellos, pues tu modo de hablar te delata.

-¡Que no, que no!

Tu modo de hablar te delata, Pedro. ¿Por qué quieres engañar al mundo? Se te nota en tu acento que eres algo de Jesús. ¡Te delata tu acento galileo! A mí también me delata, y en muchos lugares adonde voy ni siquiera tengo que decir que soy sacerdote: los demás lo adivinan al instante. ¿Por qué te avergüenzas de hablar como hablas y de ser el que eres? ¡Eres discípulo y amigo del Señor! Que los enemigos de Cristo se gloríen de su enemistad; tú alégrate de ser uno de los suyos, pues no fuiste tú quien lo eligió a él, sino él quien te eligió a ti. Recuerda el día en que te llamó. ¿Lo recuerdas? ¿Tú lo habías visto siquiera, afanado como estabas en echar las redes, pues eras pescador? No, tú estabas en lo tuyo; fue él quien primero te habló. ¿Qué vio en ti? Lo mismo que ha visto en mí: no lo sé…

¿Por qué los discípulos tenemos que estar siempre sumidos en el sopor? ¡No dejemos, no permitamos que los que odian a Cristo lo odien bien, en tanto que nosotros, que lo amamos, lo amemos mal!

En 1848, tiempos difíciles para la Iglesia en Francia, Montalembert (1810-1870), en un célebre discurso, arengó así a las multitudes: “Estoy convencido de que el mayor de todos los males es una sociedad pública es el miedo. ¿Sabéis cuál es el origen de todas nuestras calamidades? El miedo. Sí, el miedo que tienen las personas honradas de los bandidos, y también el miedo que los pequeños bandidos tienen a los grandes. No tengamos miedo. Impidamos que los malvados detenten el monopolio de la energía y de la audacia. Que las personas honradas tengan igualmente la energía del bien; que los buenos ciudadanos demuestren, cuando sea necesario, su valor”.

Si ponemos cristiano allí donde el famoso conde puso ciudadano, tendremos una verdad aún más perfecta. ¡Impidamos que los malvados detenten el monopolio de la energía y de la audacia! Si los enemigos de Cristo velan, ¿por qué nosotros debemos dormir?

“Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? En otro tiempo, el pueblo se desplomaba sobre las losas cuando estas palabras eran leídas en las iglesias. Se sentía toda la pena que se podía sentir, porque entonces todos los hombres eran niños, y cuanto más fuertes eran los hombres más se asemejaban a los niños. Morían, realmente, al saber que Jesús estaba abandonado por su adorable Padre, sobre su Cruz, en medio de sus desfallecimientos. ¡Los desfallecimientos de Dios! ¡Era esto, sobre todo, lo que partía el corazón! Mas, ¡qué lejos estamos de esos tiempos elementales y cuán razonables nos hemos vuelto desde que se dejó de llorar de amor bajo un firmamento explicado!” (Léon Bloy, El mendigo ingrato).

La turba que aclama a Cristo en su entrada gloriosa a Jerusalén cambia bien pronto de parecer, y los que el domingo gritaban, llenos de júbilo: ¡Hosanna! ¡Viva el Hijo de David! ¡Bendito el que viene en el nombre del Señor!, pocos días después gritarán con la misma fuerza e idéntico entusiasmo: ¡Crucifícale! ¡Crucifícale!

Así es la opinión pública: fluida, tornadiza, inconstante, y ni siquiera midiéndola todos los días puede uno estar seguro de nada. ¿Quién no teme los vaivenes de sus olas? Los que hoy te alaban, mañana te querrán ver muerto, y los que mañana te coronan de olivos, pasado mañana te coronarán de espinas.

Al entrar en Jerusalén, toda la ciudad se conmovió. Unos decían: “¿Quién es éste?”. Y la gente respondía: “Éste es el profeta Jesús, de Nazaret de Galilea”. Pues bien, en un abrir y cerrar de ojos –en el instante de un parpadeo-, la gente cambiará de parecer, y el que es tenido por un profeta, muy pronto será considerado un impostor, un agitador y un blasfemo.

Pero no culpemos a esta gente voluble tan precipitadamente. También los discípulos, mientras el Maestro ora, se quedan dormidos, vencidos por el cansancio. ¿No han podido velar conmigo ni una hora?, les pregunta él mientras su angustia crece y se agiganta. Pero no, ellos no velarán ni siquiera una hora: una hora, en determinadas circunstancias, puede ser demasiado. El único que no duerme aquella noche de tinieblas, el único que vela es Judas. Él sí que está velando, pero sólo él. Me lo he dicho ya muchas veces, y ahora me lo diré una vez más: ¿por qué los que nos odian nos odian bien, en tanto que los que nos quieren, nos quieren mal? Los que aman a Jesús están cansados, pero los que lo odian son infatigables. ¡Ellos no duermen ni reposan! ¡Son tan activos!

Llegan los enemigos, armados con espadas y palos. Con ellos llega también, encabezando el grupo, el discípulo traidor. Éste besa al que hasta entonces había sido su Maestro y Señor. Pero lo besa no como señal de afecto, sino para entregarlo, para indicar a los que vienen por él quién es el Jefe de aquella banda. Y desde entonces el beso ha quedado devaluado. El beso puede ser, a partir de entonces, una señal de afecto, pero también un signo de traición; puede expresar el amor, pero también el odio más fiero.

¿Y qué hacen, entretanto, los Once? Lo dice el texto con entera claridad: Todos lo abandonaron y huyeron. Todos. Pedro lo sigue de lejos, y se cuida muy bien de guardar las distancias. Es, en medio de la muchedumbre, un espectador más: alguien que parece contemplar el drama de un extraño. Los demás lo interrogan y lo acusan:

–Tú también andabas con Jesús el Galileo.

–No sé de qué me estás hablando.

-También éste andaba con Jesús el Nazareno.

-No conozco a ese hombre.

A ese hombre. Habla de él con desprecio, como si no lo conociese de nada, ni fuesen nada el uno del otro.

–No cabe duda de que tú también eres uno de ellos, pues tu modo de hablar te delata.

-¡Que no, que no!

Tu modo de hablar te delata, Pedro. ¿Por qué quieres engañar al mundo? Se te nota en tu acento que eres algo de Jesús. ¡Te delata tu acento galileo! A mí también me delata, y en muchos lugares adonde voy ni siquiera tengo que decir que soy sacerdote: los demás lo adivinan al instante. ¿Por qué te avergüenzas de hablar como hablas y de ser el que eres? ¡Eres discípulo y amigo del Señor! Que los enemigos de Cristo se gloríen de su enemistad; tú alégrate de ser uno de los suyos, pues no fuiste tú quien lo eligió a él, sino él quien te eligió a ti. Recuerda el día en que te llamó. ¿Lo recuerdas? ¿Tú lo habías visto siquiera, afanado como estabas en echar las redes, pues eras pescador? No, tú estabas en lo tuyo; fue él quien primero te habló. ¿Qué vio en ti? Lo mismo que ha visto en mí: no lo sé…

¿Por qué los discípulos tenemos que estar siempre sumidos en el sopor? ¡No dejemos, no permitamos que los que odian a Cristo lo odien bien, en tanto que nosotros, que lo amamos, lo amemos mal!

En 1848, tiempos difíciles para la Iglesia en Francia, Montalembert (1810-1870), en un célebre discurso, arengó así a las multitudes: “Estoy convencido de que el mayor de todos los males es una sociedad pública es el miedo. ¿Sabéis cuál es el origen de todas nuestras calamidades? El miedo. Sí, el miedo que tienen las personas honradas de los bandidos, y también el miedo que los pequeños bandidos tienen a los grandes. No tengamos miedo. Impidamos que los malvados detenten el monopolio de la energía y de la audacia. Que las personas honradas tengan igualmente la energía del bien; que los buenos ciudadanos demuestren, cuando sea necesario, su valor”.

Si ponemos cristiano allí donde el famoso conde puso ciudadano, tendremos una verdad aún más perfecta. ¡Impidamos que los malvados detenten el monopolio de la energía y de la audacia! Si los enemigos de Cristo velan, ¿por qué nosotros debemos dormir?

“Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? En otro tiempo, el pueblo se desplomaba sobre las losas cuando estas palabras eran leídas en las iglesias. Se sentía toda la pena que se podía sentir, porque entonces todos los hombres eran niños, y cuanto más fuertes eran los hombres más se asemejaban a los niños. Morían, realmente, al saber que Jesús estaba abandonado por su adorable Padre, sobre su Cruz, en medio de sus desfallecimientos. ¡Los desfallecimientos de Dios! ¡Era esto, sobre todo, lo que partía el corazón! Mas, ¡qué lejos estamos de esos tiempos elementales y cuán razonables nos hemos vuelto desde que se dejó de llorar de amor bajo un firmamento explicado!” (Léon Bloy, El mendigo ingrato).