/ domingo 3 de marzo de 2024

Opinión | Viajeros sin equipaje

El hombre se mesaba los cabellos, injuriaba a Dios diciendo que no podía perdonarlo, se mordía las uñas en gesto evidente de desesperación y volvía a ahogarse en su propio llanto para, después, salir nuevamente a flote y recomenzar el ritual.

-Usted no sabe lo que esta muerte significa para mí, usted nunca podrá saberlo.

Pero sí, yo lo sabía: sin su mujer ya nada sería igual; sin su mujer, él estaría más solo que nunca; no obstante, dije:

-Usted tiene hijos.

Se me quedó mirando como si no alcanzara a comprender lo que le acababa de decirle.

-Los hijos… ¿Por qué me habla usted ahora de esos extraños? ¡Ellos hacen su vida! En cambio, yo estoy solo…

Los llamaba extraños. Usaba un lenguaje que yo no desconocía. Recordé entonces lo que muchas veces oí decir a mi padre en voz alta a la hora de la comida familiar: «Que les quede bien claro: jamás cambiaría yo a su madre por ninguno de ustedes». Eran palabras duras y, sin embargo, verdaderas: ella era la compañera, la esposa, el amor de su juventud, la que se quedaría con él cuando todos los demás nos hubiésemos marchado. ¿Qué éramos nosotros para él? Éramos eso que decía mi visitante: unos extraños que tan pronto como encontraran el camino de su vida se irían de casa diciendo o sin decir adiós.

Cuando era niño, recuerdo que estábamos todos en casa viendo juntos la televisión y que, de pronto, un personaje salido de alguna telenovela de la época, vestido de doctor y con un tono de voz artificialmente dolorido, se llevó a alguien aparte, quizás a un esposo desesperado, y le dijo: «Sólo uno de los dos puede salir vivo del quirófano tras la operación: o la madre o el hijo que ésta esperaba, y es preciso elegir».

¡Qué escenas más patéticas, más artificiales! Y, sin embargo, al ver que el interrogado se mesaba los cabellos y titubeaba, mi padre se puso de pie y dijo dando zancadas a lo largo de la sala: «No creo que haya que pensarlo demasiado: es necesario preferir a la esposa».

Los hijos nos volteamos a ver con cara de espanto; han pasado desde entonces muchos años, y sólo hasta ahora puedo comprender aquellas palabras que en su momento me parecieron tan duras. Sí, los hijos crecerían, se irían luego, pero la mujer estaría siempre allí, se quedaría: era, pues, necesario elegirla a ella. ¡Por fortuna, en casos similares es casi siempre Dios el que decide! Nosotros no podemos ni debemos hacerlo. ¡Querer ser como Dios es lo que perdió a nuestros primeros padres, según se lee en el primer libro de la Biblia!

Cómo no iba a comprender a este hombre, que seguía diciendo:

-Esos extraños. ¿Cree usted que me tendrán paciencia cuando sea viejo, que me soportarán cuando esté enfermo, que me bañarán cuando esté sucio? ¡Nada de eso! Los conozco bien. Ellos harán su vida; es más, ya la están haciendo, pero en esas vidas no entro yo.

Se serenaba por momentos, se quedaba pensativo y luego volvía a decir:

-Mi compañera, mi compañera. ¿Por qué?

Yo, entretanto, pensaba: «No nos pertenecemos. Ni siquiera los esposos se pertenecen. Aunque sea para toda la vida, ellos están únicamente prestados el uno al otro. Somos de Dios, cada uno pertenece sólo a Dios y Él nos tomará cuando quiera, cuando lo decida. Prestados, sólo prestados. Mis amigos no son míos. No me pertenecen. Su dueño los ha puesto cerca de mí por un tiempo muy breve, he ahí todo. Pero, ¿cómo decirle esto a un hombre que llora? ¿Cómo decirle que debió darse cuenta desde el primer momento que no estarían juntos siempre y que era necesario amarse con intensidad, agradeciendo a Dios cada segundo que podían estar con las manos entrelazadas, contemplándose mutuamente?

Un largo silencio. Él piensa en ella. Yo pienso en los que llamaba míos y ya no están. De pronto, dice él:

-Nos quisimos mucho. Ni para ella hubo otro hombre, ni para mí hubo otra mujer. Pero nos lo dijimos poco. Yo, por lo menos, rara vez se lo dije. No había tiempo para ello. Había siete bocas que mantener, catorce manos que controlar, siete colegiaturas que cubrir, una casa que edificar…

Digo que sí, apruebo con la cabeza, pero sigo con mi idea, que se me ha clavado en la mente como una espina: «Prestados, sólo prestados. Y por un tiempo muy breve, además. Somos en este mundo como viajeros a los que muy pronto se les vencerá el pasaporte, como exiliados a los que el gobierno de su país mandará llamar un día u otro. Es preciso, pues, que el tiempo de estar juntos no se agote en disputas y malentendidos. ¡Es tan corta esta vida! ¡Es tan poco el tiempo de que disponemos para decir te quiero!».

-¿Me escucha usted? –pregunta el hombre.

-Sí, lo escucho.

-¿Qué tengo que hacer?, ¿qué me queda en esta vida? ¿Irme a un asilo? ¡Allí no van a dejarme solo!

No le respondo; por lo menos, no con palabras, aunque en silencio me digo a mí mismo:

-Nada, no se puede hacer nada. Sólo agradecerle a Dios el que nos haya prestado a esos seres maravillosos que fueron la mujer, los hijos, los amigos. Decirle que fue estupendo el tiempo que estuvimos juntos y que nos perdone por no haberlos amado más, por no habernos dado tiempo para decirles con más frecuencia cuánto los queríamos.

Sólo eso. ¿O qué otra cosa podríamos hacer?

El hombre se mesaba los cabellos, injuriaba a Dios diciendo que no podía perdonarlo, se mordía las uñas en gesto evidente de desesperación y volvía a ahogarse en su propio llanto para, después, salir nuevamente a flote y recomenzar el ritual.

-Usted no sabe lo que esta muerte significa para mí, usted nunca podrá saberlo.

Pero sí, yo lo sabía: sin su mujer ya nada sería igual; sin su mujer, él estaría más solo que nunca; no obstante, dije:

-Usted tiene hijos.

Se me quedó mirando como si no alcanzara a comprender lo que le acababa de decirle.

-Los hijos… ¿Por qué me habla usted ahora de esos extraños? ¡Ellos hacen su vida! En cambio, yo estoy solo…

Los llamaba extraños. Usaba un lenguaje que yo no desconocía. Recordé entonces lo que muchas veces oí decir a mi padre en voz alta a la hora de la comida familiar: «Que les quede bien claro: jamás cambiaría yo a su madre por ninguno de ustedes». Eran palabras duras y, sin embargo, verdaderas: ella era la compañera, la esposa, el amor de su juventud, la que se quedaría con él cuando todos los demás nos hubiésemos marchado. ¿Qué éramos nosotros para él? Éramos eso que decía mi visitante: unos extraños que tan pronto como encontraran el camino de su vida se irían de casa diciendo o sin decir adiós.

Cuando era niño, recuerdo que estábamos todos en casa viendo juntos la televisión y que, de pronto, un personaje salido de alguna telenovela de la época, vestido de doctor y con un tono de voz artificialmente dolorido, se llevó a alguien aparte, quizás a un esposo desesperado, y le dijo: «Sólo uno de los dos puede salir vivo del quirófano tras la operación: o la madre o el hijo que ésta esperaba, y es preciso elegir».

¡Qué escenas más patéticas, más artificiales! Y, sin embargo, al ver que el interrogado se mesaba los cabellos y titubeaba, mi padre se puso de pie y dijo dando zancadas a lo largo de la sala: «No creo que haya que pensarlo demasiado: es necesario preferir a la esposa».

Los hijos nos volteamos a ver con cara de espanto; han pasado desde entonces muchos años, y sólo hasta ahora puedo comprender aquellas palabras que en su momento me parecieron tan duras. Sí, los hijos crecerían, se irían luego, pero la mujer estaría siempre allí, se quedaría: era, pues, necesario elegirla a ella. ¡Por fortuna, en casos similares es casi siempre Dios el que decide! Nosotros no podemos ni debemos hacerlo. ¡Querer ser como Dios es lo que perdió a nuestros primeros padres, según se lee en el primer libro de la Biblia!

Cómo no iba a comprender a este hombre, que seguía diciendo:

-Esos extraños. ¿Cree usted que me tendrán paciencia cuando sea viejo, que me soportarán cuando esté enfermo, que me bañarán cuando esté sucio? ¡Nada de eso! Los conozco bien. Ellos harán su vida; es más, ya la están haciendo, pero en esas vidas no entro yo.

Se serenaba por momentos, se quedaba pensativo y luego volvía a decir:

-Mi compañera, mi compañera. ¿Por qué?

Yo, entretanto, pensaba: «No nos pertenecemos. Ni siquiera los esposos se pertenecen. Aunque sea para toda la vida, ellos están únicamente prestados el uno al otro. Somos de Dios, cada uno pertenece sólo a Dios y Él nos tomará cuando quiera, cuando lo decida. Prestados, sólo prestados. Mis amigos no son míos. No me pertenecen. Su dueño los ha puesto cerca de mí por un tiempo muy breve, he ahí todo. Pero, ¿cómo decirle esto a un hombre que llora? ¿Cómo decirle que debió darse cuenta desde el primer momento que no estarían juntos siempre y que era necesario amarse con intensidad, agradeciendo a Dios cada segundo que podían estar con las manos entrelazadas, contemplándose mutuamente?

Un largo silencio. Él piensa en ella. Yo pienso en los que llamaba míos y ya no están. De pronto, dice él:

-Nos quisimos mucho. Ni para ella hubo otro hombre, ni para mí hubo otra mujer. Pero nos lo dijimos poco. Yo, por lo menos, rara vez se lo dije. No había tiempo para ello. Había siete bocas que mantener, catorce manos que controlar, siete colegiaturas que cubrir, una casa que edificar…

Digo que sí, apruebo con la cabeza, pero sigo con mi idea, que se me ha clavado en la mente como una espina: «Prestados, sólo prestados. Y por un tiempo muy breve, además. Somos en este mundo como viajeros a los que muy pronto se les vencerá el pasaporte, como exiliados a los que el gobierno de su país mandará llamar un día u otro. Es preciso, pues, que el tiempo de estar juntos no se agote en disputas y malentendidos. ¡Es tan corta esta vida! ¡Es tan poco el tiempo de que disponemos para decir te quiero!».

-¿Me escucha usted? –pregunta el hombre.

-Sí, lo escucho.

-¿Qué tengo que hacer?, ¿qué me queda en esta vida? ¿Irme a un asilo? ¡Allí no van a dejarme solo!

No le respondo; por lo menos, no con palabras, aunque en silencio me digo a mí mismo:

-Nada, no se puede hacer nada. Sólo agradecerle a Dios el que nos haya prestado a esos seres maravillosos que fueron la mujer, los hijos, los amigos. Decirle que fue estupendo el tiempo que estuvimos juntos y que nos perdone por no haberlos amado más, por no habernos dado tiempo para decirles con más frecuencia cuánto los queríamos.

Sólo eso. ¿O qué otra cosa podríamos hacer?