-Sí –me dijo el hombre: su pecho se inflaba y desinflaba al ritmo de su respiración-. Así como lo oye usted: he decidido dejar de una vez por todas, y para siempre, la vida pública. ¡Ah, qué cansada es, y cómo está llena de peligros! Rumores aquí, suspicacias allá, dimes y diretes acullá. ¡Es realmente agotador! ¿Sabe lo que quiero? Levantarme al alba y contemplar la aurora, estirar las piernas, abrir un libro… ¡Andar en pijama al mediodía!
-La idea es atractiva, y la verdad es que me gusta –dije.
-¿Sabe usted desde cuándo no dispongo de un día para mí solo, y ni siquiera de una tarde?
-No.
-Algo así como veinte años.
-Es demasiado tiempo –volví a decir.
-O, si no, levantarme tarde, prepararme un café, mirar llover a través de mi ventana, desempolvar mis libros. ¡Hay unos que compré hace veinte años y que todavía están recubiertos con su celofán!
Yo me moría de envidia, pero de esto no dije nada. Luego el hombre, tomando aire y ensanchando el abdomen, recitó de corrido aquellos versos famosos que dicen así:
¡Qué descansada vida
la que huye del mundanal ruido,
y sigue la escondida
senda, por donde han ido
los pocos sabios que en el mundo han sido!
-Fray Luis de León –murmuré.
-Fray Luis de León, claro. ¿Quién no lo sabe? Pero no me detenga usted, y escuche lo que sigue:
Despiértenme las aves
con su cantar sabroso no aprendido;
no los cuidados graves
de que siempre es seguido
el que al lejano arbitrio está atenido
Vivir quiero conmigo,
gozar quiero del bien que debo al cielo,
a solas, sin testigo,
libre de amor, de celo,
de odio, de esperanza, de recelo.
-¡Qué hermoso es! –volví a decir, refiriéndome al poema.
-Y continúa más hermosamente aún. Es la experiencia de un hombre desengañado; de un hombre que abrigó esperanzas, como él mismo dice, pero que ya no espera nada. ¡Ah, amigo mío! Yo también, en otro tiempo, abrigué esperanzas: creí, ingenuamente, que el talento merecía ser recompensado. Hoy sé que, aunque lo merezca, nunca lo será. Lo que cuenta en este mundo son las relaciones, los compadrazgos, las… ¡Usted me entiende! Y por eso me retiro. ¡Nadie más volverá a verme! Renuncio a toda competición, y por ende, como dice nuestro poeta, al celo, al odio y al recelo. ¡Que los grandes premien al que quieran o al que se deje! Yo, por mi parte, les digo adiós... Sí, amigo, he dicho bien: al que se deje. Pues he comprendido que los premios según el mundo bien pueden ser castigos a los ojos de Dios.
Y tras una larga pausa volvió a recitar de memoria:
Mas ya (merced del cielo) me desato,
ya rompo a la esperanza lisonjera
el lazo, en que me asió con doble trato:
pienso torcer de la común carrera
que sigue el vulgo, y caminar derecho
jornada de mi patria verdadera;
entrarme en el secreto de mi pecho
y platicar en él mi interior hombre,
dó va, dó está, si vive o qué se ha hecho,
y porque vano error más no me asombre,
en algún alto y solitario nido
pienso enterrar mi ser, mi vida y nombre…
-¡Maravilloso! –exclamé.
-Francisco de Aldana. Pero no sólo se limite a aplaudir mi resolución, amigo. ¡Más bien, imíteme usted! Busque, como yo, ese alto y solitario nido adonde no lleguen ya los cuchicheos mensajeros de sinsabores.
Y me quedé pensativo, y no corto, sino largo tiempo. ¿Qué hago en el centro del huracán? ¿Qué hago yo aquí, que tengo vocación de monje y prefiero con mucho las montañas a las playas? ¡Este había removido en mí esa ansia de silencio que todo hombre lleva escondido en algún repliegue del corazón!