/ domingo 18 de febrero de 2024

Opinión / El hilo negro

-¡Es absurdo! –exclamé mirando con furia a uno de mis amigos-. ¡Es tonto! ¿Cómo se puede ser tan rico? Y, sobre todo, ¿para qué?

Acabábamos de oír en el noticiero vespertino que la fortuna del hombre más rico del mundo superaba ya los 100 000 millones de dólares, y aquello me sacó de quicio.

-Nunca –seguí diciéndole- había habido tanto dinero circulando aquí y allá y nunca, tampoco, ha habido tantos pobres como hoy. ¿Y sabes cuál es nuestra desgracia? Que lo hemos permitido. El capitalismo no ha querido –o no ha sabido- poner límites ni a la riqueza ni a la pobreza, y así todo ha ido a dar al traste. Debería haber límites para lo uno y también para lo otro.

-¿O sea?

-O sea que habría marcar una línea que diga: hasta aquí puedes llegar. Hasta aquí en tu riqueza y hasta aquí en tu miseria. No puedes ser tan rico que no sepas qué hacer con tu dinero, ni tan pobre que tengas que irte a la cama temblando de hambre y de frío.

Y propiné a mi amigo una lección improvisada de economía. Yo defendía mis posiciones, y éstas me parecían el colmo del buen sentido; por lo demás, creía estar diciendo cosas novedosísimas, cuando esto, en realidad –y sin que yo lo supiera aún-, había sido ya dicho desde la Edad Media por Santo Tomás de Aquino (1224-1274)

¡Cuán idiotas somos los modernos haciendo creer a los demás que hemos inventado el hilo negro! En realdad, si creemos decir cosas nuevas es porque no hemos tenido tiempo para leer a los antiguos.

He aquí, pues, el texto revelador que yo no había leído por entonces y que, cuando cayó ante mis ojos desorbitados, me hizo darme un golpe en la frente y decir de mí: “¡Idiota! ¡Y tú que te creías ingenioso y origina!”:

“La avaricia es algo así como ‘avidez de metal’, porque consiste en el ansia del dinero, en el que están representados todos los bienes exteriores. Pero el apetecer los bienes exteriores no es pecado, pues se desean naturalmente, ya que por su naturaleza están sometidos al hombre o porque mediante ellos se sustenta su vida; de ahí que se los llame ‘sustancia’ del hombre. Por lo tanto, parece que la avaricia no es pecado.

“Todo pecado es contra Dios, o contra el prójimo, o contra uno mismo, como hemos explicado (1-2 q. 72 a. 4). Pero la avaricia no es propiamente un pecado contra Dios, pues no se opone ni a la religión ni a las virtudes teologales, por las que el hombre se ordena a Dios. Tampoco es pecado contra uno mismo, lo cual pertenece, hablando con propiedad, a la gula y a la lujuria, de la que dice el Apóstol en 1 Corintios 6,18 que ‘quien fornica peca contra su propio cuerpo’. Igualmente, tampoco parece ser un pecado contra el prójimo, porque a nadie se hace injusticia reteniendo lo que es propio. Por lo tanto, parece que la avaricia no es pecado.

“Lo que sucede naturalmente no es pecado. Pero la avaricia acompaña naturalmente a la vejez, como dice el Filósofo en su Ética (IV). Por lo tanto, parece que la avaricia no es pecado.

“Contra esto está lo que leemos en Hebreos 5, al final: ‘Sea vuestra vida exenta de avaricia, contentándoos con lo que tengáis’.

“Respondo: El bien consiste siempre en la medida justa; de ahí que el mal surge necesariamente por deceso o por defecto de tal medida. Pero en todo lo que dice orden a un fin, el bien radica en una cierta medida, pues los medios deben estar adaptados al fin, como la medicina con respecto a la salud, según consta por el Filósofo –Política I-. Ahora bien: los bienes exteriores son medios útiles para el fin, como hemos visto (q. 117 a.3; 1-2 q. 2 a.1). Por tanto, se requiere que el bien del hombre en estos bienes exteriores guarde una cierta medida, es decir, que el hombre busque las riquezas exteriores manteniendo cierta proporción, en cuanto son necesarios para la vida según su condición. Y, por consiguiente, el pecado se da en el exceso de esta medida, cuando se quieren adquirir y retener las riquezas sobrepasando la debida moderación. Esto es lo propio de la avaricia, que se define como ‘el deseo desmedido de poseer’. Por tanto, es claro que la avaricia es pecado.

A las objeciones:

1. El deseo de las cosas exteriores es natural al hombre como los medios para conseguir un fin. Por eso, mientras se mantenga dentro de los límites impuestos por el fin, este deseo no será pecaminoso. Pero la avaricia traspasa esta regla y, por tanto, es pecado,

2. La avaricia puede implicar inmoderación en los bienes exteriores de dos modos. Uno, inmediato, referido a la adquisición y retención de los mismos, y se da cuando uno los adquiere y retiene más de lo debido. En este aspecto, la avaricia es pecado directamente contra el prójimo, porque uno no puede nadar en la abundancia de riquezas exteriores sin que otro pase necesidad, pues los bienes temporales no pueden ser poseídos a la vez por muchos. En segundo lugar, la avaricia puede suponer inmoderación en el afecto interior que se tiene a las riquezas; por ejemplo, si se las ama o desea gozar de ellas desmedidamente. Entonces la avaricia es pecado contra uno mismo, por lo que implica de desorden, no del cuerpo, como en los pecados carnales, sino de los afectos…” (Suma Teológica 2-2, q. 118 a. 1).

¿Para qué leer más? Pues bien, la modernidad, al tachar de oscurantista a la Edad Media porque era cristiana, se ha perdido esta sabiduría. Al leer una página como ésta, ¿cómo afirmar que los antiguos eran unos tontos? Más tontos somos nosotros, que no hemos querido aprovecharnos de sus geniales descubrimientos.

-¡Es absurdo! –exclamé mirando con furia a uno de mis amigos-. ¡Es tonto! ¿Cómo se puede ser tan rico? Y, sobre todo, ¿para qué?

Acabábamos de oír en el noticiero vespertino que la fortuna del hombre más rico del mundo superaba ya los 100 000 millones de dólares, y aquello me sacó de quicio.

-Nunca –seguí diciéndole- había habido tanto dinero circulando aquí y allá y nunca, tampoco, ha habido tantos pobres como hoy. ¿Y sabes cuál es nuestra desgracia? Que lo hemos permitido. El capitalismo no ha querido –o no ha sabido- poner límites ni a la riqueza ni a la pobreza, y así todo ha ido a dar al traste. Debería haber límites para lo uno y también para lo otro.

-¿O sea?

-O sea que habría marcar una línea que diga: hasta aquí puedes llegar. Hasta aquí en tu riqueza y hasta aquí en tu miseria. No puedes ser tan rico que no sepas qué hacer con tu dinero, ni tan pobre que tengas que irte a la cama temblando de hambre y de frío.

Y propiné a mi amigo una lección improvisada de economía. Yo defendía mis posiciones, y éstas me parecían el colmo del buen sentido; por lo demás, creía estar diciendo cosas novedosísimas, cuando esto, en realidad –y sin que yo lo supiera aún-, había sido ya dicho desde la Edad Media por Santo Tomás de Aquino (1224-1274)

¡Cuán idiotas somos los modernos haciendo creer a los demás que hemos inventado el hilo negro! En realdad, si creemos decir cosas nuevas es porque no hemos tenido tiempo para leer a los antiguos.

He aquí, pues, el texto revelador que yo no había leído por entonces y que, cuando cayó ante mis ojos desorbitados, me hizo darme un golpe en la frente y decir de mí: “¡Idiota! ¡Y tú que te creías ingenioso y origina!”:

“La avaricia es algo así como ‘avidez de metal’, porque consiste en el ansia del dinero, en el que están representados todos los bienes exteriores. Pero el apetecer los bienes exteriores no es pecado, pues se desean naturalmente, ya que por su naturaleza están sometidos al hombre o porque mediante ellos se sustenta su vida; de ahí que se los llame ‘sustancia’ del hombre. Por lo tanto, parece que la avaricia no es pecado.

“Todo pecado es contra Dios, o contra el prójimo, o contra uno mismo, como hemos explicado (1-2 q. 72 a. 4). Pero la avaricia no es propiamente un pecado contra Dios, pues no se opone ni a la religión ni a las virtudes teologales, por las que el hombre se ordena a Dios. Tampoco es pecado contra uno mismo, lo cual pertenece, hablando con propiedad, a la gula y a la lujuria, de la que dice el Apóstol en 1 Corintios 6,18 que ‘quien fornica peca contra su propio cuerpo’. Igualmente, tampoco parece ser un pecado contra el prójimo, porque a nadie se hace injusticia reteniendo lo que es propio. Por lo tanto, parece que la avaricia no es pecado.

“Lo que sucede naturalmente no es pecado. Pero la avaricia acompaña naturalmente a la vejez, como dice el Filósofo en su Ética (IV). Por lo tanto, parece que la avaricia no es pecado.

“Contra esto está lo que leemos en Hebreos 5, al final: ‘Sea vuestra vida exenta de avaricia, contentándoos con lo que tengáis’.

“Respondo: El bien consiste siempre en la medida justa; de ahí que el mal surge necesariamente por deceso o por defecto de tal medida. Pero en todo lo que dice orden a un fin, el bien radica en una cierta medida, pues los medios deben estar adaptados al fin, como la medicina con respecto a la salud, según consta por el Filósofo –Política I-. Ahora bien: los bienes exteriores son medios útiles para el fin, como hemos visto (q. 117 a.3; 1-2 q. 2 a.1). Por tanto, se requiere que el bien del hombre en estos bienes exteriores guarde una cierta medida, es decir, que el hombre busque las riquezas exteriores manteniendo cierta proporción, en cuanto son necesarios para la vida según su condición. Y, por consiguiente, el pecado se da en el exceso de esta medida, cuando se quieren adquirir y retener las riquezas sobrepasando la debida moderación. Esto es lo propio de la avaricia, que se define como ‘el deseo desmedido de poseer’. Por tanto, es claro que la avaricia es pecado.

A las objeciones:

1. El deseo de las cosas exteriores es natural al hombre como los medios para conseguir un fin. Por eso, mientras se mantenga dentro de los límites impuestos por el fin, este deseo no será pecaminoso. Pero la avaricia traspasa esta regla y, por tanto, es pecado,

2. La avaricia puede implicar inmoderación en los bienes exteriores de dos modos. Uno, inmediato, referido a la adquisición y retención de los mismos, y se da cuando uno los adquiere y retiene más de lo debido. En este aspecto, la avaricia es pecado directamente contra el prójimo, porque uno no puede nadar en la abundancia de riquezas exteriores sin que otro pase necesidad, pues los bienes temporales no pueden ser poseídos a la vez por muchos. En segundo lugar, la avaricia puede suponer inmoderación en el afecto interior que se tiene a las riquezas; por ejemplo, si se las ama o desea gozar de ellas desmedidamente. Entonces la avaricia es pecado contra uno mismo, por lo que implica de desorden, no del cuerpo, como en los pecados carnales, sino de los afectos…” (Suma Teológica 2-2, q. 118 a. 1).

¿Para qué leer más? Pues bien, la modernidad, al tachar de oscurantista a la Edad Media porque era cristiana, se ha perdido esta sabiduría. Al leer una página como ésta, ¿cómo afirmar que los antiguos eran unos tontos? Más tontos somos nosotros, que no hemos querido aprovecharnos de sus geniales descubrimientos.