/ domingo 11 de febrero de 2024

Opinión | Desorden social

En 1935, André Gide escribía así en su famoso Diario: “No hay atmósfera más amodorradora que la de esta región de Cuverville. Sospecho que contribuyó mucho a la lentitud del trabajo de Flaubert. Éste, cuando creía luchar contra las palabras, luchaba contra el cielo; y quizá en otro clima en que la sequedad del aire exaltara su verbo, hubiera sido menos exigente o conseguido lo que buscaba sin tanto esfuerzo”.

¡El problema de los climas! Los hay inclementes que no se prestan nada para el trabajo intelectual. Una vez me preguntaba alguien que por qué la Huasteca había producido en la historia tan pocos escritores; le respondí así:

-¡Señor mío! Vaya usted, por ejemplo, a Ciudad Valles, y estando allá me habla por teléfono para decirme si le apetece abrir un libro mientras el termómetro marca 48 grados a la sombra. ¿Escribir? Menos lo hará la gente de aquellas regiones: bastante ocupadas tienen las manos en abanicarse como para pensar en tomar la pluma, y los que los hacen son unos héroes.

No, la vida intelectual no puede prosperar allí donde las condiciones atmosféricas son tan adversas. Para escribir, un huasteco necesitaría salirse cuanto antes de ese horno siempre encendido. En cambio a los alemanes, ¡cómo se les facilitan las cosas! En las tardes, mientras nieva, ellos encienden el hogar y se ponen a escribir al amor de la lumbre, y de aquellos momentos apacibles y solitarios suelen nacer –como muy bien lo sabemos- obras monumentales y extraordinarias. Por lo pronto, Thomas Mann jamás habría escrito La montaña mágica en Tampamolón, eso es seguro… Pero no nos desviemos de lo que íbamos a decir y centrémonos en nuestro asunto. Cuando Victoria Ocampo, la escritora argentina, leyó aquellas líneas de Gide, al instante las comentó así en un libro publicado dos años más tarde, es decir, en 1937, titulado Domingos en Hyde Park: “Igual observación habría que hacer del clima de Buenos Aires. Ortega tuvo la ocasión de experimentarlo físicamente y se quejaba de que su trabajo sufriera las consecuencias. Pero hay algo peor que el cielo. Es difícil vivir y trabajar intelectualmente en un país en el que las jerarquías están falseadas; en un país en que éstas existan poco y mal (el paraíso es jerárquico, aunque se moleste Lucifer); en un país en el que, por consiguiente, nadie está en su lugar”.

¡Ah, cómo me hirió este comentario, cómo me hizo revolverme en mi silla! En efecto, ¿cómo va a ver intelectuales en un país donde éstos son poco apreciados? ¿Quién va a ponerse a escribir en un país en el que nadie –o muy pocos- se toman el trabajo de leer? Es esta falta de resonancia social, por llamarla así, la que provoca siempre escasez de pensadores, escritores y artistas, sea donde fuere. Si nadie los valora; si nadie se detiene a contemplar sus obras, ¿cómo queremos que estos pobres hombres no se den un tiro en la cabeza, o por lo menos que sigan haciendo lo que hacen? Cuando esto sucede, el escritor se siente solo, falto de interlocutores, y con unos deseos enormes de echarlo todo por la borda. Sin embargo, el comentario de la señora Ocampo va todavía más allá al hablar en su libro de sociedades en las que nadie está en su lugar. ¿Y qué se puede decir de ellas, sino que se trata de comunidades desordenadas? La expresión desorden social casi siempre hace pensar a quien la escucha en la violencia de las calles o en la impunidad de los sistemas judiciales; sin embargo, esto no es exactamente así. Una sociedad –sea ésta de la dimensión que fuere- está en desorden cuando gran parte de los que la componen están, por decirlo así, en el lugar equivocado. Ponga usted a un hombre de espíritu práctico a dar lecciones de ontología o de metafísica y verá cómo al poco tiempo empieza a maldecir la vida; ponga a un hombre de talante especulativo a organizar un viaje a Jerusalén o a donde sea, y verá con qué cara de pocos amigos regresarán a sus casas, un mes después, sus compañeros de aventura; recluya a un hombre hiperactivo en un monasterio para que vea cómo a la primera semana sale de allí despavorido; o, si quiere, haga que un monje contemplativo se dedique a administrar una notaría parroquial: verá usted que al poco tiempo se pone a decir lo que el profeta: “¡Basta ya, Señor! ¡Quítame la vida!”. A quien nació para enseñar métalo en una oficina a redactar oficios, y al que nació para orador ordénele que se calle: le aseguro que no tardarán mucho estos pobres hombres en concebir ideas suicidas.

Orden, orden: ¿qué significa esta palabra que, para los antiguos moralistas, era incluso una virtud? Orden significa, ante todo, poner cada cosa en el sitio que le corresponde para que, cuando uno la busque, pueda encontrarla con facilidad. Hay quien tiene que comprar nuevamente una cosa porque no sabe dónde la dejó la última vez que la tuvo en sus manos; pues bien, el orden evita estos gastos innecesarios de dinero y de energía. Pero nos equivocaríamos de medio a medio si pensáramos que el orden es una virtud puramente doméstica; es también, y ante todo, una virtud social que se rige mediante el siguiente principio: La persona adecuada en el lugar adecuado. ¿Qué pasaría, por ejemplo, si el médico se metiera a litigar, y el juez a dar recetas para atajar la depresión? ¿Qué si el maestro se pusiera a sacar muelas y el filósofo a redactar esas cartas comerciales que nadie lee? Ya en el año de 1575, preocupado por este asunto, don Juan Huarte de San Juan escribió un libro, Examen de ingenios, para decirle lo siguiente al rey de España: “Esto quisiera yo que hicieran las Academias de vuestros reinos: que tuvieran examinadores para saber si el que quiere estudiar dialéctica, filosofía, medicina, teología o leyes, tiene el ingenio que cada una de estas ciencias ha menester. Porque si no, fuera del daño que este tal hará después en la República usando su arte mal sabida, es lástima ver a un hombre trabajar y quebrarse la cabeza en cosa que es imposible salir con ella”. A veces me da por pensar que si hay hoy tanta depresión y tanto desánimo flotando en el ambiente, es porque pocos –y aun poquísimos- están donde debieran estar.

En 1935, André Gide escribía así en su famoso Diario: “No hay atmósfera más amodorradora que la de esta región de Cuverville. Sospecho que contribuyó mucho a la lentitud del trabajo de Flaubert. Éste, cuando creía luchar contra las palabras, luchaba contra el cielo; y quizá en otro clima en que la sequedad del aire exaltara su verbo, hubiera sido menos exigente o conseguido lo que buscaba sin tanto esfuerzo”.

¡El problema de los climas! Los hay inclementes que no se prestan nada para el trabajo intelectual. Una vez me preguntaba alguien que por qué la Huasteca había producido en la historia tan pocos escritores; le respondí así:

-¡Señor mío! Vaya usted, por ejemplo, a Ciudad Valles, y estando allá me habla por teléfono para decirme si le apetece abrir un libro mientras el termómetro marca 48 grados a la sombra. ¿Escribir? Menos lo hará la gente de aquellas regiones: bastante ocupadas tienen las manos en abanicarse como para pensar en tomar la pluma, y los que los hacen son unos héroes.

No, la vida intelectual no puede prosperar allí donde las condiciones atmosféricas son tan adversas. Para escribir, un huasteco necesitaría salirse cuanto antes de ese horno siempre encendido. En cambio a los alemanes, ¡cómo se les facilitan las cosas! En las tardes, mientras nieva, ellos encienden el hogar y se ponen a escribir al amor de la lumbre, y de aquellos momentos apacibles y solitarios suelen nacer –como muy bien lo sabemos- obras monumentales y extraordinarias. Por lo pronto, Thomas Mann jamás habría escrito La montaña mágica en Tampamolón, eso es seguro… Pero no nos desviemos de lo que íbamos a decir y centrémonos en nuestro asunto. Cuando Victoria Ocampo, la escritora argentina, leyó aquellas líneas de Gide, al instante las comentó así en un libro publicado dos años más tarde, es decir, en 1937, titulado Domingos en Hyde Park: “Igual observación habría que hacer del clima de Buenos Aires. Ortega tuvo la ocasión de experimentarlo físicamente y se quejaba de que su trabajo sufriera las consecuencias. Pero hay algo peor que el cielo. Es difícil vivir y trabajar intelectualmente en un país en el que las jerarquías están falseadas; en un país en que éstas existan poco y mal (el paraíso es jerárquico, aunque se moleste Lucifer); en un país en el que, por consiguiente, nadie está en su lugar”.

¡Ah, cómo me hirió este comentario, cómo me hizo revolverme en mi silla! En efecto, ¿cómo va a ver intelectuales en un país donde éstos son poco apreciados? ¿Quién va a ponerse a escribir en un país en el que nadie –o muy pocos- se toman el trabajo de leer? Es esta falta de resonancia social, por llamarla así, la que provoca siempre escasez de pensadores, escritores y artistas, sea donde fuere. Si nadie los valora; si nadie se detiene a contemplar sus obras, ¿cómo queremos que estos pobres hombres no se den un tiro en la cabeza, o por lo menos que sigan haciendo lo que hacen? Cuando esto sucede, el escritor se siente solo, falto de interlocutores, y con unos deseos enormes de echarlo todo por la borda. Sin embargo, el comentario de la señora Ocampo va todavía más allá al hablar en su libro de sociedades en las que nadie está en su lugar. ¿Y qué se puede decir de ellas, sino que se trata de comunidades desordenadas? La expresión desorden social casi siempre hace pensar a quien la escucha en la violencia de las calles o en la impunidad de los sistemas judiciales; sin embargo, esto no es exactamente así. Una sociedad –sea ésta de la dimensión que fuere- está en desorden cuando gran parte de los que la componen están, por decirlo así, en el lugar equivocado. Ponga usted a un hombre de espíritu práctico a dar lecciones de ontología o de metafísica y verá cómo al poco tiempo empieza a maldecir la vida; ponga a un hombre de talante especulativo a organizar un viaje a Jerusalén o a donde sea, y verá con qué cara de pocos amigos regresarán a sus casas, un mes después, sus compañeros de aventura; recluya a un hombre hiperactivo en un monasterio para que vea cómo a la primera semana sale de allí despavorido; o, si quiere, haga que un monje contemplativo se dedique a administrar una notaría parroquial: verá usted que al poco tiempo se pone a decir lo que el profeta: “¡Basta ya, Señor! ¡Quítame la vida!”. A quien nació para enseñar métalo en una oficina a redactar oficios, y al que nació para orador ordénele que se calle: le aseguro que no tardarán mucho estos pobres hombres en concebir ideas suicidas.

Orden, orden: ¿qué significa esta palabra que, para los antiguos moralistas, era incluso una virtud? Orden significa, ante todo, poner cada cosa en el sitio que le corresponde para que, cuando uno la busque, pueda encontrarla con facilidad. Hay quien tiene que comprar nuevamente una cosa porque no sabe dónde la dejó la última vez que la tuvo en sus manos; pues bien, el orden evita estos gastos innecesarios de dinero y de energía. Pero nos equivocaríamos de medio a medio si pensáramos que el orden es una virtud puramente doméstica; es también, y ante todo, una virtud social que se rige mediante el siguiente principio: La persona adecuada en el lugar adecuado. ¿Qué pasaría, por ejemplo, si el médico se metiera a litigar, y el juez a dar recetas para atajar la depresión? ¿Qué si el maestro se pusiera a sacar muelas y el filósofo a redactar esas cartas comerciales que nadie lee? Ya en el año de 1575, preocupado por este asunto, don Juan Huarte de San Juan escribió un libro, Examen de ingenios, para decirle lo siguiente al rey de España: “Esto quisiera yo que hicieran las Academias de vuestros reinos: que tuvieran examinadores para saber si el que quiere estudiar dialéctica, filosofía, medicina, teología o leyes, tiene el ingenio que cada una de estas ciencias ha menester. Porque si no, fuera del daño que este tal hará después en la República usando su arte mal sabida, es lástima ver a un hombre trabajar y quebrarse la cabeza en cosa que es imposible salir con ella”. A veces me da por pensar que si hay hoy tanta depresión y tanto desánimo flotando en el ambiente, es porque pocos –y aun poquísimos- están donde debieran estar.