/ domingo 1 de diciembre de 2019

Sobre la pluralidad de los mundos


¿Hay vida más allá de nuestro universo? ¿Es el hombre, como dice entre líneas el relato bíblico –y más aún que entre líneas: expresamente- el rey de la creación?

Una vez me dijo alguien:

-El hombre es una mota de polvo. La tradición judeocristiana introdujo la vanidad en el corazón del hombre al hacerle creer que era imagen de Dios. ¿O me equivoco, padre, al hablar así? Sí, es la vanidad, ese falso sentido de superioridad que yo repruebo en él. ¡El hombre, ese pobre mono desnudo! Se cree grande sólo por su falta de pelambre. Pero quizá hasta los perros sean más grandes que él, porque son fieles.

Tras una larga pausa, que aprovechó para secarse el sudor y aplacar las vibraciones de su teléfono móvil, siguió diciéndome, como si yo fuese culpable de algo:

-Nuestro sistema solar es sólo una gota de agua en un océano formado por millones y millones de galaxias de las que ni siquiera sabemos el nombre. Nuestro mundo, como los seres que lo habitan, son asimismo motas de polvo perdidas en la infinitud del espacio. ¡Ah, ya lo decía Pascal: el vació de los espacios infinitos me marea! ¿Cómo, entonces, puede usted creer que Dios tenga algún tipo de interés en los moradores de este pequeño planeta llamado tierra? Que Dios, si existe, se fije en nosotros, ¡qué pretensión tan absurda! Y luego, y luego…

Aquí mi interlocutor hizo otra pausa. Quería hacer acopio de todas sus fuerzas para pronunciar con toda claridad lo que se disponía a decir y que, seguramente, consideraba audaz:

-El cristianismo es un engaño. ¿Cómo creer que Dios se haya hecho hombre para redimirnos a usted y a mí, pobres seres con más importancia cómica que cósmica? Pero supongamos –siguió diciéndome- que así haya sido; demos esto por verdadero. Sin embargo, aún existe otra pregunta, y es ésta: si existen otros mundos habitados, ¿qué? ¿También en esos mundos desconocidos para nosotros se encarnó el Hijo de Dios? ¡Respóndame usted!

Reconozco que se trata aquí de cuestiones inquietantes y, como no sabría responder a ellas sin llamar en mi auxilio a los que han meditado en ellas más que yo, voy a reproducir ahora una página de Bergson y el Padre Pouget, libro éste que escribió en 1954 el filósofo francés Jacques Chevalier (1882-1962) en honor de su maestro. Cuenta en él el autor que un día, atormentado por las mismas preguntas de mi interlocutor, se las planteó abiertamente al Padre Pouget, un sacerdote viejo, ciego y sabio, conocedor profundo de la filosofía y de las Escrituras, y que éste, tomando con fuerza la empuñadura de su bastón, le respondió así:

“-Ante todo, ¿quién le dice a usted que existe en efecto, como usted afirma, otra humanidad en alguna parte del universo? Si hemos de dar crédito a los grandes astrónomos ingleses, Eddington y Jeans, que conocen mucho mejor que usted y que yo las condiciones requeridas para la existencia de un medio en el que pueda aparecer y mantenerse la vida, estas condiciones son tan prodigiosamente complejas que es probable, en el sentido físico de la palabra, que no se encuentren realizadas en ninguna parte, fuera de nuestro planeta.

“-Pero, entonces –preguntó entonces Chevalier-, ¿cómo pudo crear Dios esa infinita cantidad de mundos gratuitamente, para que en un solo punto de ellos, si me atrevo a decirlo, tenga validez su designio creador?

“-Señor Chevalir –objetó el anciano sabio-, habla usted de Dios como podría hablar de un hombre cualquiera. Para nosotros, hombres, es necesaria la economía de nuestros recursos, de nuestros medios y de nuestro tiempo, porque son limitados. Pero Dios, en cambio, no tiene en cuenta la economía del trabajo…

“-¿Pero, y si existe realmente, en alguna parte del universo, otro mundo en el que haya seres vivos?…

“-Pues bien: si persiste en ello, compruebe lo que dice Santo Tomás en la Suma Teológica, 3ª. Parte, q. 3, a.7: ‘¿Puede una Persona divina asumir dos naturalezas humanas?’. Esto es lo que usted pregunta. ¿Y qué contesta Santo Tomás? ‘La potencia de una Persona divina es infinita y no puede ser limitada por ninguna cosa creada. Está claro, pues, que el Hijo, después de su encarnación, puede asumir otra naturaleza distinta a la que asumió”. Lea usted todo el artículo. Verá usted que el Doctor Angélico admite la posibilidad de una misma Persona divina de varias encarnaciones. Y si esto le parece todavía extraño, acuda a San Pablo, Epístola a los colosenses 1, 15. Vería usted ahí que la encarnación de Cristo podría, si la Providencia así lo hubiese querido, tener efectos de salvación para los seres dispersos aquí y allá en las diversas partes del cosmos. Porque la redención realizada por Cristo no se extiende sólo a la humanidad entera, tanto a la que le precedió como a la que le siguió; se extiende, dice Pablo, al universo entero, porque es en Él, el Hijo muy amado del Padre, en quien fueron creadas todas las cosas en los cielos y sobre la tierra; todas las cosas han sido creadas por medio de Él y para Él, y Dios quiso reconciliar por Él todas las cosas, las que están sobre la tierra como las que hay en los cielos, haciendo las paces mediante la sangre de su cruz”.

Deseo de todo corazón que, esté donde esté ahora mi interlocutor, lea este artículo y que encuentre en él lo que seguramente sigue buscando con angustia. Y, si es posible, que encuentre en leerlo el mismo placer que yo experimenté al escribirlo para él.


¿Hay vida más allá de nuestro universo? ¿Es el hombre, como dice entre líneas el relato bíblico –y más aún que entre líneas: expresamente- el rey de la creación?

Una vez me dijo alguien:

-El hombre es una mota de polvo. La tradición judeocristiana introdujo la vanidad en el corazón del hombre al hacerle creer que era imagen de Dios. ¿O me equivoco, padre, al hablar así? Sí, es la vanidad, ese falso sentido de superioridad que yo repruebo en él. ¡El hombre, ese pobre mono desnudo! Se cree grande sólo por su falta de pelambre. Pero quizá hasta los perros sean más grandes que él, porque son fieles.

Tras una larga pausa, que aprovechó para secarse el sudor y aplacar las vibraciones de su teléfono móvil, siguió diciéndome, como si yo fuese culpable de algo:

-Nuestro sistema solar es sólo una gota de agua en un océano formado por millones y millones de galaxias de las que ni siquiera sabemos el nombre. Nuestro mundo, como los seres que lo habitan, son asimismo motas de polvo perdidas en la infinitud del espacio. ¡Ah, ya lo decía Pascal: el vació de los espacios infinitos me marea! ¿Cómo, entonces, puede usted creer que Dios tenga algún tipo de interés en los moradores de este pequeño planeta llamado tierra? Que Dios, si existe, se fije en nosotros, ¡qué pretensión tan absurda! Y luego, y luego…

Aquí mi interlocutor hizo otra pausa. Quería hacer acopio de todas sus fuerzas para pronunciar con toda claridad lo que se disponía a decir y que, seguramente, consideraba audaz:

-El cristianismo es un engaño. ¿Cómo creer que Dios se haya hecho hombre para redimirnos a usted y a mí, pobres seres con más importancia cómica que cósmica? Pero supongamos –siguió diciéndome- que así haya sido; demos esto por verdadero. Sin embargo, aún existe otra pregunta, y es ésta: si existen otros mundos habitados, ¿qué? ¿También en esos mundos desconocidos para nosotros se encarnó el Hijo de Dios? ¡Respóndame usted!

Reconozco que se trata aquí de cuestiones inquietantes y, como no sabría responder a ellas sin llamar en mi auxilio a los que han meditado en ellas más que yo, voy a reproducir ahora una página de Bergson y el Padre Pouget, libro éste que escribió en 1954 el filósofo francés Jacques Chevalier (1882-1962) en honor de su maestro. Cuenta en él el autor que un día, atormentado por las mismas preguntas de mi interlocutor, se las planteó abiertamente al Padre Pouget, un sacerdote viejo, ciego y sabio, conocedor profundo de la filosofía y de las Escrituras, y que éste, tomando con fuerza la empuñadura de su bastón, le respondió así:

“-Ante todo, ¿quién le dice a usted que existe en efecto, como usted afirma, otra humanidad en alguna parte del universo? Si hemos de dar crédito a los grandes astrónomos ingleses, Eddington y Jeans, que conocen mucho mejor que usted y que yo las condiciones requeridas para la existencia de un medio en el que pueda aparecer y mantenerse la vida, estas condiciones son tan prodigiosamente complejas que es probable, en el sentido físico de la palabra, que no se encuentren realizadas en ninguna parte, fuera de nuestro planeta.

“-Pero, entonces –preguntó entonces Chevalier-, ¿cómo pudo crear Dios esa infinita cantidad de mundos gratuitamente, para que en un solo punto de ellos, si me atrevo a decirlo, tenga validez su designio creador?

“-Señor Chevalir –objetó el anciano sabio-, habla usted de Dios como podría hablar de un hombre cualquiera. Para nosotros, hombres, es necesaria la economía de nuestros recursos, de nuestros medios y de nuestro tiempo, porque son limitados. Pero Dios, en cambio, no tiene en cuenta la economía del trabajo…

“-¿Pero, y si existe realmente, en alguna parte del universo, otro mundo en el que haya seres vivos?…

“-Pues bien: si persiste en ello, compruebe lo que dice Santo Tomás en la Suma Teológica, 3ª. Parte, q. 3, a.7: ‘¿Puede una Persona divina asumir dos naturalezas humanas?’. Esto es lo que usted pregunta. ¿Y qué contesta Santo Tomás? ‘La potencia de una Persona divina es infinita y no puede ser limitada por ninguna cosa creada. Está claro, pues, que el Hijo, después de su encarnación, puede asumir otra naturaleza distinta a la que asumió”. Lea usted todo el artículo. Verá usted que el Doctor Angélico admite la posibilidad de una misma Persona divina de varias encarnaciones. Y si esto le parece todavía extraño, acuda a San Pablo, Epístola a los colosenses 1, 15. Vería usted ahí que la encarnación de Cristo podría, si la Providencia así lo hubiese querido, tener efectos de salvación para los seres dispersos aquí y allá en las diversas partes del cosmos. Porque la redención realizada por Cristo no se extiende sólo a la humanidad entera, tanto a la que le precedió como a la que le siguió; se extiende, dice Pablo, al universo entero, porque es en Él, el Hijo muy amado del Padre, en quien fueron creadas todas las cosas en los cielos y sobre la tierra; todas las cosas han sido creadas por medio de Él y para Él, y Dios quiso reconciliar por Él todas las cosas, las que están sobre la tierra como las que hay en los cielos, haciendo las paces mediante la sangre de su cruz”.

Deseo de todo corazón que, esté donde esté ahora mi interlocutor, lea este artículo y que encuentre en él lo que seguramente sigue buscando con angustia. Y, si es posible, que encuentre en leerlo el mismo placer que yo experimenté al escribirlo para él.