/ domingo 26 de mayo de 2019

Sobre el Hablar

Te extrañará, tal vez, hijo mío queridísimo, que apenas ayer te invitara al silencio y hoy, en cambio, te invite a hablar. Dirás que ni siquiera yo me entiendo; y, sin embargo, sé lo que digo: espero que al final de esta carta lo entiendas también tú.

Recordarás que la vez pasada cité a un filósofo alemán llamado Friedrich Nietzsche (1844-1900) para recordarte que “sólo se debe hablar cuando no se tiene el derecho de callar”. ¿Lo recuerdas? Si no me equivoco, en aquella ocasión te pedí que convirtieras esta máxima en uno de los lemas de tu vida. ¿Lo harás? Por tu bien, espero que sí.

Si te tomaste en serio la lectura de mi carta, tal vez te hayas preguntado: “¿Y cuándo no tiene uno el derecho de callar?”. Ahora te lo diré: cuando los otros esperan que les digamos nuestras palabras más verdaderas, esenciales y profundas. Sólo entonces el silencio deja de ser prudente para volverse culpable.

En aquella ocasión te conté también la historia del diálogo funesto que una vez entablaron, a la sombra de un árbol del Edén, la mujer y la serpiente; hoy, para no dejarte sin imágenes y, sobre todo, sin ejemplos, te contaré otra historia para que entiendas mejor lo que te quiero decir. Es, por lo demás, una hermosa historia que no te arrepentirás de conocer.

“En aquel tiempo, Jesús se marchó a la región de Tiro y vino de nuevo, por Sidón, al mar de Galilea, atravesando la región de Decápolis. Le presentaron a un sordo que, además, hablaba con dificultad, y le rogaron que impusiera las manos sobre él. Él, apartándose de la gente, a solas, le metió sus dedos en los oídos y con su saliva le tocó la lengua. Y, levantando los ojos al cielo, dio un gemido, y le dijo: ‘¡Effatá!’, que quiere decir: ‘¡Ábrete!’. Se abrieron sus oídos y, al instante, se soltó la atadura de su lengua y hablaba correctamente. Jesús les pidió que a nadie se lo contaran. Pero cuanto más se lo prohibía, tanto más ellos lo publicaban. Y se maravillaran sobremanera, y decían: ‘Todo lo hace bien; hace oír a los sordos y hablar a los mudos’” (Marcos 7, 31-37).

Viendo las cosas desde cierta perspectiva –desde la perspectiva del silencio-, la cosa, en verdad, no era para tanto. ¿Cuánta gente sorda hay entre nosotros? Y, sin embargo, con su sordera se las apaña bastante bien. Tampoco ser tartamudo es como para montar un drama. Pero junta ambas cosas –estar sordo y ser tartamudo- y tendrás a un individuo solo, aislado de todos, al que ya nadie habla porque no oye, y que no habla a nadie porque no le entienden. Jesús, ante la insistencia de los que se lo presentaron para que lo curara, pudo decir, aunque no lo dijo:

-¿Sordo y tartamudo? ¡Hombre, preséntenme ustedes casos más difíciles, por el amor de Dios! ¿Por qué me molestan con estas nimiedades? Un sordo puede esperar; un tartamudo, también. ¡Pónganme a un endemoniado, a un epiléptico, a un jorobado o a un leproso y verán cómo en seguida entro en acción!

Pero, hijo mío, Nuestro Señor nada de esto dijo porque no obraba, ni obró nunca, para impresionar a las gentes o ser aclamado por ellas, sino sólo para ayudar a los necesitados y curarlos de sus males.

Con desilusión he visto que los predicadores del Evangelio casi no se detienen a explicar, por ejemplo, la curación de la suegra de Pedro (Cf. Marcos 1, 29-30). Y mucho me temo que esto se deba a dos razones: a que se trataba de una simple fiebre, y a que se trataba, sobre todo, de una suegra... ¡En fin, dejemos esto y volvamos a nuestro asunto!

Te decía que Jesús no obró nunca por sensacionalismo, y que una simple fiebre bastaba para suscitar su compasión infinita. Ahora bien, si el silencio lo fuese todo en la vida, el tartamudo estaba muy bien como estaba. ¿Para qué soltarle la traba de la lengua si, como decimos en México, calladito se veía más bonito? ¿No hay ya demasiado ruido en el mundo como para hacer que se sume a este ruido universal un individuo más? ¡Ah, hijo mío! También es necesario hablar. Hablar, sobre todo, para decir lo que tiene que ser dicho, lo que no se tiene el derecho de callar.

Cuando AudreLorde (1934-1992), la famosa escritora norteamericana de origen africano, escuchó de labios de un médico que lo que padecía era un peligroso cáncer de mama, ésta inmediatamente se encerró en su cuarto y se puso a escribir:

“Al verme forzosa y esencialmente consciente de mi mortalidad, y de lo que deseaba y de lo que quería en relación con mi vida, por breve que ésta pudiera ser, las prioridades y las omisiones aparecieron claramente perfiladas bajo una luz inmisericorde, y de lo que más me arrepentía era de mis silencios. ¿De qué había tenido siempre miedo?... La muerte, por otro lado, es el silencio final. Y podría venir rápidamente, en este preciso momento, sin preocuparse de si yo alguna vez había dicho lo que tenía que decir, o me había limitado a traicionarme a través de pequeños silencios, mientras albergaba la intención de hablar algún día, o aguardando a que fuera otra persona la que hablase” (La hermana, la extranjera).

Hay cosas, hijo mío, que no tenemos derecho a callar. Y una de estas cosas –la más importante de todas- es el amor. Aprende a decir a los que amas que los amas, y cuán importantes son para ti, y cuán triste hubiese sido vivir sin ellos, y entonces habrás cumplido con tu deber de hombre.

De esta manera, cuando la muerte llegue –y espero que, en tu caso, tarde mucho-, tú ya habrás dicho lo único que vale la pena decir, y tus seres queridos habrán oído lo único que vale la pena escuchar.

Hasta la vista, hijo mío. Espero tener vida para seguir escribiéndote.

Te extrañará, tal vez, hijo mío queridísimo, que apenas ayer te invitara al silencio y hoy, en cambio, te invite a hablar. Dirás que ni siquiera yo me entiendo; y, sin embargo, sé lo que digo: espero que al final de esta carta lo entiendas también tú.

Recordarás que la vez pasada cité a un filósofo alemán llamado Friedrich Nietzsche (1844-1900) para recordarte que “sólo se debe hablar cuando no se tiene el derecho de callar”. ¿Lo recuerdas? Si no me equivoco, en aquella ocasión te pedí que convirtieras esta máxima en uno de los lemas de tu vida. ¿Lo harás? Por tu bien, espero que sí.

Si te tomaste en serio la lectura de mi carta, tal vez te hayas preguntado: “¿Y cuándo no tiene uno el derecho de callar?”. Ahora te lo diré: cuando los otros esperan que les digamos nuestras palabras más verdaderas, esenciales y profundas. Sólo entonces el silencio deja de ser prudente para volverse culpable.

En aquella ocasión te conté también la historia del diálogo funesto que una vez entablaron, a la sombra de un árbol del Edén, la mujer y la serpiente; hoy, para no dejarte sin imágenes y, sobre todo, sin ejemplos, te contaré otra historia para que entiendas mejor lo que te quiero decir. Es, por lo demás, una hermosa historia que no te arrepentirás de conocer.

“En aquel tiempo, Jesús se marchó a la región de Tiro y vino de nuevo, por Sidón, al mar de Galilea, atravesando la región de Decápolis. Le presentaron a un sordo que, además, hablaba con dificultad, y le rogaron que impusiera las manos sobre él. Él, apartándose de la gente, a solas, le metió sus dedos en los oídos y con su saliva le tocó la lengua. Y, levantando los ojos al cielo, dio un gemido, y le dijo: ‘¡Effatá!’, que quiere decir: ‘¡Ábrete!’. Se abrieron sus oídos y, al instante, se soltó la atadura de su lengua y hablaba correctamente. Jesús les pidió que a nadie se lo contaran. Pero cuanto más se lo prohibía, tanto más ellos lo publicaban. Y se maravillaran sobremanera, y decían: ‘Todo lo hace bien; hace oír a los sordos y hablar a los mudos’” (Marcos 7, 31-37).

Viendo las cosas desde cierta perspectiva –desde la perspectiva del silencio-, la cosa, en verdad, no era para tanto. ¿Cuánta gente sorda hay entre nosotros? Y, sin embargo, con su sordera se las apaña bastante bien. Tampoco ser tartamudo es como para montar un drama. Pero junta ambas cosas –estar sordo y ser tartamudo- y tendrás a un individuo solo, aislado de todos, al que ya nadie habla porque no oye, y que no habla a nadie porque no le entienden. Jesús, ante la insistencia de los que se lo presentaron para que lo curara, pudo decir, aunque no lo dijo:

-¿Sordo y tartamudo? ¡Hombre, preséntenme ustedes casos más difíciles, por el amor de Dios! ¿Por qué me molestan con estas nimiedades? Un sordo puede esperar; un tartamudo, también. ¡Pónganme a un endemoniado, a un epiléptico, a un jorobado o a un leproso y verán cómo en seguida entro en acción!

Pero, hijo mío, Nuestro Señor nada de esto dijo porque no obraba, ni obró nunca, para impresionar a las gentes o ser aclamado por ellas, sino sólo para ayudar a los necesitados y curarlos de sus males.

Con desilusión he visto que los predicadores del Evangelio casi no se detienen a explicar, por ejemplo, la curación de la suegra de Pedro (Cf. Marcos 1, 29-30). Y mucho me temo que esto se deba a dos razones: a que se trataba de una simple fiebre, y a que se trataba, sobre todo, de una suegra... ¡En fin, dejemos esto y volvamos a nuestro asunto!

Te decía que Jesús no obró nunca por sensacionalismo, y que una simple fiebre bastaba para suscitar su compasión infinita. Ahora bien, si el silencio lo fuese todo en la vida, el tartamudo estaba muy bien como estaba. ¿Para qué soltarle la traba de la lengua si, como decimos en México, calladito se veía más bonito? ¿No hay ya demasiado ruido en el mundo como para hacer que se sume a este ruido universal un individuo más? ¡Ah, hijo mío! También es necesario hablar. Hablar, sobre todo, para decir lo que tiene que ser dicho, lo que no se tiene el derecho de callar.

Cuando AudreLorde (1934-1992), la famosa escritora norteamericana de origen africano, escuchó de labios de un médico que lo que padecía era un peligroso cáncer de mama, ésta inmediatamente se encerró en su cuarto y se puso a escribir:

“Al verme forzosa y esencialmente consciente de mi mortalidad, y de lo que deseaba y de lo que quería en relación con mi vida, por breve que ésta pudiera ser, las prioridades y las omisiones aparecieron claramente perfiladas bajo una luz inmisericorde, y de lo que más me arrepentía era de mis silencios. ¿De qué había tenido siempre miedo?... La muerte, por otro lado, es el silencio final. Y podría venir rápidamente, en este preciso momento, sin preocuparse de si yo alguna vez había dicho lo que tenía que decir, o me había limitado a traicionarme a través de pequeños silencios, mientras albergaba la intención de hablar algún día, o aguardando a que fuera otra persona la que hablase” (La hermana, la extranjera).

Hay cosas, hijo mío, que no tenemos derecho a callar. Y una de estas cosas –la más importante de todas- es el amor. Aprende a decir a los que amas que los amas, y cuán importantes son para ti, y cuán triste hubiese sido vivir sin ellos, y entonces habrás cumplido con tu deber de hombre.

De esta manera, cuando la muerte llegue –y espero que, en tu caso, tarde mucho-, tú ya habrás dicho lo único que vale la pena decir, y tus seres queridos habrán oído lo único que vale la pena escuchar.

Hasta la vista, hijo mío. Espero tener vida para seguir escribiéndote.