/ domingo 19 de mayo de 2019

Sobre el callar

Hijo mío, no hables de más. Como te conozco, sé que a veces se te va la lengua. ¡Refrénala, por el amor de Dios! Y si crees que se trata de una tarea sobrehumana, ora como el salmista, diciendo: “Coloca, Señor, una guardia en mi boca, un centinela a la puerta de mis labios” (Salmo 140, 3). Es, si te fijas bien, la oración de un hombre que se sabe capaz de decir palabras desconsideradas, tal vez inconvenientes. ¿Cómo, si no, habría pedido al Altísimo algo semejante? Tú también, hijo mío, pide un centinela interior que impida a las palabras fugarse sin su consentimiento de las prisiones del silencio.

Yo quisiera que cuando abras la boca lo hicieras más para edificar que para destruir. ¡Las palabras! ¡Qué poderosas son! ¡Cuánta bondad pueden contener, y también cuánta maldad! Con ellas alegra uno a los demás o bien los entristece. Cuida, pues, de no abrir la boca más que para solaz y regocijo de las gentes.

“Antes de hablar, pregúntate si lo que vas a decir es más precioso que el silencio”, escribió el abate Dinouart (1716-1786) en un precioso librito que pronto, por correo, te haré llegar. ¿No se trata de una frase hermosa? Pero yo iré aún más allá y te diré con Friedrich Nietzsche (1844-1900), ese pobre filósofo trágico cuya cabeza, con tantos pensamientos como tenía dentro, acabó por estallarle: “Sólo se debe hablar cuando no se tiene el derecho de callar” (VermischteMeinungenundSprüche, 1). Haz tuya esta máxima preciosa, hijo mío, y serás sabio, y serás prudente, y serás feliz. Puedes hablar sólo cuando no tengas derecho de callar; entonces, si quieres, podrás gritar incluso; pero, si no es así, deberás tener por norma guardar silencio.

Y luego están los demás. ¿Tú crees que les interesa lo que puedas decirles? ¡No les interesa! Pero quieren que hables para ver qué dices y luego, si la ocasión se presenta, poder acusarte. ¡No rompas la costra de tu silencio! Si rompes la costra, sangrarás, y quedarás nuevamente herido.

“Un día nos enseñaron una fábula en clase –escribe la novelista francesa ChristianeRochefort (1917-1998) en Los niños del siglo-: había un rey que tenía un secreto que no le podía contar a nadie. Un día, como no podía aguantar, se echó en la hierba y ahí contó todo. Pero la hierba se lo dijo al viento, que se lo contó a todo el mundo”. ¡Pobre rey! ¡Pero también pobres de nosotros, hijo mío, que no podemos confiar ni siquiera en la hierba!

Observa a los hombres silenciosos. ¿No te parecen majestuosos y dignos? Cuando uno está con ellos pareciera estar, más bien, ante una esfinge que durante siglos lo ha visto todo y, sin embargo, no se atreve a decir nada. Por el contrario, los dicharacheros, los mercachifles, ¡qué desilusión nos causan! Ya oírlos hablar nos marea; escuchar su voz de pito nos produce vértigos.

Y ahora, si me lo permites, te contaré una historia. ¡Por supuesto que la conoces! No obstante, la contaré, por si la has olvidado.

“La serpiente –así comienza- era el más astuto de los animales del campo. Y dijo a la mujer: ‘¿Cómo es que Dios ha dicho: No comáis de ninguno de los árboles del jardín?’. Respondió la mujer a la serpiente: Podemos comer del fruto de los árboles del jardín. Mas del árbol que está en medio del jardín ha dicho Dios: ‘No comáis de él, ni lo toquéis, so pena de muerte’. Replicó la serpiente a la mujer: De ninguna manera moriréis. Es que Dios sabe muy bien que el día en que comiereis de él, se os abrirán los ojos y seréis como dioses, conocedores del bien y del mal. Y como viese la mujer que el árbol era bueno para comer, apetecible a la vista y excelente para lograr sabiduría, tomó de su fruto y comió, y dio también a su marido, que igualmente comió” (Génesis 3, 1-6).

Hijo mío: sólo de un árbol había dicho Dios a nuestros primeros padres que no comieran. ¡Pues bien, de ése precisamente se les antojó comer! Sobre este misterio de la libertad humana, escribió así San Francisco de Sales (1567-1622) en una hermosísima carta dirigida a la señora Brûlart: “Los mandamientos de Dios son dulces, amables y suaves. ¿Por qué, pues, nos parecen molestos? Únicamente porque nuestra voluntad quiere imponerse a toda costa… Aquellas mismas cosas que desearíamos las rechazamos sólo porque nos son impuestas. Entre miles de frutos deliciosos que había en el Paraíso, Eva se fijó en el que estaba prohibido y que, de no haberlo estado, tal vez ni siquiera le hubiese llamado la atención”.

Pero no es de esto de lo que quiero hablarte, al menos por ahora, sino únicamente de la primera mujer, Eva, que, de haberse mantenido con el pico cerrado, habría hecho un gran bien a esta pobre y quebrantada humanidad. ¿Cómo se le ocurrió ponerse a conversar con la serpiente? De haber sabido cortar por lo sano aquella plática imprudente, otro gallo nos cantara. Pero ya ves: la pobre se dejó ir de la lengua y el género humano, hasta el día de hoy, ha tenido que pagar las consecuencias. ¡Este diálogo, hijo mío, nos ha salido a todos demasiado caro!

“Si alguno no cae hablando –dice el apóstol Santiago- es un hombre perfecto, capaz de poner freno a todo su cuerpo. Si ponemos a los caballos frenos en la boca para que nos obedezcan, dirigimos así todo su cuerpo. Mirad también las naves: aunque sean grandes y vientos impetuosos la empujen, son dirigidas por un pequeño timón adonde la voluntad del piloto quiere. Así también la lengua es un miembro pequeño y puede gloriarse de grandes cosas. Mirad qué pequeño fuego abrasa un bosque tan grande. Y la lengua es fuego, es un mundo de iniquidad” (3, 2-6).

Hijo mío, ya lo ves. Habla sólo cuando lo que vayas a decir sea más precioso que el silencio; habla únicamente cuando no tengas derecho a callar. Entonces serás respetable. Entonces te asemejarás a la esfinge, conocedora y guardiana de todos los secretos.

Hijo mío, no hables de más. Como te conozco, sé que a veces se te va la lengua. ¡Refrénala, por el amor de Dios! Y si crees que se trata de una tarea sobrehumana, ora como el salmista, diciendo: “Coloca, Señor, una guardia en mi boca, un centinela a la puerta de mis labios” (Salmo 140, 3). Es, si te fijas bien, la oración de un hombre que se sabe capaz de decir palabras desconsideradas, tal vez inconvenientes. ¿Cómo, si no, habría pedido al Altísimo algo semejante? Tú también, hijo mío, pide un centinela interior que impida a las palabras fugarse sin su consentimiento de las prisiones del silencio.

Yo quisiera que cuando abras la boca lo hicieras más para edificar que para destruir. ¡Las palabras! ¡Qué poderosas son! ¡Cuánta bondad pueden contener, y también cuánta maldad! Con ellas alegra uno a los demás o bien los entristece. Cuida, pues, de no abrir la boca más que para solaz y regocijo de las gentes.

“Antes de hablar, pregúntate si lo que vas a decir es más precioso que el silencio”, escribió el abate Dinouart (1716-1786) en un precioso librito que pronto, por correo, te haré llegar. ¿No se trata de una frase hermosa? Pero yo iré aún más allá y te diré con Friedrich Nietzsche (1844-1900), ese pobre filósofo trágico cuya cabeza, con tantos pensamientos como tenía dentro, acabó por estallarle: “Sólo se debe hablar cuando no se tiene el derecho de callar” (VermischteMeinungenundSprüche, 1). Haz tuya esta máxima preciosa, hijo mío, y serás sabio, y serás prudente, y serás feliz. Puedes hablar sólo cuando no tengas derecho de callar; entonces, si quieres, podrás gritar incluso; pero, si no es así, deberás tener por norma guardar silencio.

Y luego están los demás. ¿Tú crees que les interesa lo que puedas decirles? ¡No les interesa! Pero quieren que hables para ver qué dices y luego, si la ocasión se presenta, poder acusarte. ¡No rompas la costra de tu silencio! Si rompes la costra, sangrarás, y quedarás nuevamente herido.

“Un día nos enseñaron una fábula en clase –escribe la novelista francesa ChristianeRochefort (1917-1998) en Los niños del siglo-: había un rey que tenía un secreto que no le podía contar a nadie. Un día, como no podía aguantar, se echó en la hierba y ahí contó todo. Pero la hierba se lo dijo al viento, que se lo contó a todo el mundo”. ¡Pobre rey! ¡Pero también pobres de nosotros, hijo mío, que no podemos confiar ni siquiera en la hierba!

Observa a los hombres silenciosos. ¿No te parecen majestuosos y dignos? Cuando uno está con ellos pareciera estar, más bien, ante una esfinge que durante siglos lo ha visto todo y, sin embargo, no se atreve a decir nada. Por el contrario, los dicharacheros, los mercachifles, ¡qué desilusión nos causan! Ya oírlos hablar nos marea; escuchar su voz de pito nos produce vértigos.

Y ahora, si me lo permites, te contaré una historia. ¡Por supuesto que la conoces! No obstante, la contaré, por si la has olvidado.

“La serpiente –así comienza- era el más astuto de los animales del campo. Y dijo a la mujer: ‘¿Cómo es que Dios ha dicho: No comáis de ninguno de los árboles del jardín?’. Respondió la mujer a la serpiente: Podemos comer del fruto de los árboles del jardín. Mas del árbol que está en medio del jardín ha dicho Dios: ‘No comáis de él, ni lo toquéis, so pena de muerte’. Replicó la serpiente a la mujer: De ninguna manera moriréis. Es que Dios sabe muy bien que el día en que comiereis de él, se os abrirán los ojos y seréis como dioses, conocedores del bien y del mal. Y como viese la mujer que el árbol era bueno para comer, apetecible a la vista y excelente para lograr sabiduría, tomó de su fruto y comió, y dio también a su marido, que igualmente comió” (Génesis 3, 1-6).

Hijo mío: sólo de un árbol había dicho Dios a nuestros primeros padres que no comieran. ¡Pues bien, de ése precisamente se les antojó comer! Sobre este misterio de la libertad humana, escribió así San Francisco de Sales (1567-1622) en una hermosísima carta dirigida a la señora Brûlart: “Los mandamientos de Dios son dulces, amables y suaves. ¿Por qué, pues, nos parecen molestos? Únicamente porque nuestra voluntad quiere imponerse a toda costa… Aquellas mismas cosas que desearíamos las rechazamos sólo porque nos son impuestas. Entre miles de frutos deliciosos que había en el Paraíso, Eva se fijó en el que estaba prohibido y que, de no haberlo estado, tal vez ni siquiera le hubiese llamado la atención”.

Pero no es de esto de lo que quiero hablarte, al menos por ahora, sino únicamente de la primera mujer, Eva, que, de haberse mantenido con el pico cerrado, habría hecho un gran bien a esta pobre y quebrantada humanidad. ¿Cómo se le ocurrió ponerse a conversar con la serpiente? De haber sabido cortar por lo sano aquella plática imprudente, otro gallo nos cantara. Pero ya ves: la pobre se dejó ir de la lengua y el género humano, hasta el día de hoy, ha tenido que pagar las consecuencias. ¡Este diálogo, hijo mío, nos ha salido a todos demasiado caro!

“Si alguno no cae hablando –dice el apóstol Santiago- es un hombre perfecto, capaz de poner freno a todo su cuerpo. Si ponemos a los caballos frenos en la boca para que nos obedezcan, dirigimos así todo su cuerpo. Mirad también las naves: aunque sean grandes y vientos impetuosos la empujen, son dirigidas por un pequeño timón adonde la voluntad del piloto quiere. Así también la lengua es un miembro pequeño y puede gloriarse de grandes cosas. Mirad qué pequeño fuego abrasa un bosque tan grande. Y la lengua es fuego, es un mundo de iniquidad” (3, 2-6).

Hijo mío, ya lo ves. Habla sólo cuando lo que vayas a decir sea más precioso que el silencio; habla únicamente cuando no tengas derecho a callar. Entonces serás respetable. Entonces te asemejarás a la esfinge, conocedora y guardiana de todos los secretos.