/ domingo 20 de junio de 2021

San Juan Crisóstomo (347-407)

Se le ha llamado “el Demóstenes cristiano”, pues era tal su elocuencia que, al finalizar sus homilías, los fieles, espontáneamente, se ponían de pie y comenzaban a aplaudirle.

Tuvo como maestro de retórica a Libanio, el último gran orador del paganismo antiguo, y a quien, poco antes de morir, alguien le preguntó:

-¿Y quién será tu sucesor?

Le respondió Libanio:

-Nombraría a Juan, si los cristianos no lo hubieran ganando para su secta.

Amaba la soledad y el silencio. ¡Jamás pasó por su mente el ser ordenado sacerdote! Sencillamente, no se sentía hecho eso: él prefería, con mucho, la vida silenciosa y oculta de los eremitas. Y ya se escapaba a los montes cuando su madre, viuda llorosa, le habló en estos términos:

-“Hijo mío, no me causes una segunda viudez: no me abandones. Espera a que llegue mi muerte; acaso sea muy pronto. Cuando me hayas dado sepultura, entonces podrás disponer de tu vida. Por ahora no desdeñes vivir en mi compañía”.

Ante ruegos tan lastimeros, se quedó en casa, pero viviendo en ella vida de monje. Treinta años de edad tenía cuando murió su madre, y entonces sí pudo cumplir su deseo, emigrando como un pájaro a los montes de los alrededores. ¡Y qué feliz fue en aquella época que él recordará siempre con nostalgia! Por ese tiempo compuso una especie de encomio de la vida eremítica, en la que dijo así:

“Las celdas de nuestros solitarios no tienen nada que envidiar al cielo mismo, pues son visitadas por los ángeles y por el Rey de los ángeles… ¡Lejos de allí los temores y alarmas que vengan a turbar el sosiego de aquella soledad! Ni mujeres de agrio humor, ni chiquillería; no se conocen las risas descomedidas, ni el asedio adulatorio y empalagoso de los parásitos… Cuando ha llegado la noche, los solitarios no se ven sumidos en hondas tristezas, como es frecuente en las gentes del mundo, los cuales hacen con pesar el recuento de los accidentes adversos o pérdidas que han sufrido durante el día. Después de la refección vespertina no sienten la preocupación de defenderse contra los ladrones, de cerrar sus puertas, de tomar todas esas precauciones que se toman en el mundo. Ni temen, cuando han apagado sus lámparas, que una chispa cause el incendio de la casa. Sus pláticas y conversaciones respiran la misma paz modesta y tranquila. No pierden el tiempo, como nosotros, en hablar de asuntos vanos y superfluos que no van con ellos. No se comunican las noticias de si, por ejemplo, un particular ha subido a rey, si un príncipe ha muerto, si otro le ha sucedido. Sólo conversan sobre lo por venir y sobre las cosas eternas. Diríase que moran una tierra distinta de la nuestra y que viven ya en el cielo”.

Mas pronto esa vida tranquila se acabará para él. Pues fue el caso que su obispo lo mandó llamar y, contra su voluntad, lo ordenó sacerdote con el fin de que predicara en la catedral de Antioquía, es decir, en aquella ciudad ilustre en la que, según el libro de los Hechos de los Apóstoles, los seguidores de Cristo fueron llamados, por primera vez, cristianos.

La fama de su elocuencia se extendió por todas partes. Y entonces alguien tuvo la infeliz idea de que Constantinopla, la capital del Imperio Romano de Oriente, ciudad espléndida entre todas las ciudades, necesitaba un obispo igualmente espléndido, por hallarse vacante la sede. Alguien, en las altas esferas, pronunció el nombre de Juan, y allá se lo llevaron, también con empleo de violencia y fuerza. Uno de sus biógrafos escribió: “Fue un secuestro de película: contra él no valieron protestas ni resistencias. A fe que nadie podía decir que Juan debía el obispado a sus artes de intriga o a su ambición: era, sencillamente, la voluntad de Dios, que se manifestaba en aquella forma pintoresca”. Corría el año 398.

Pronto, sin embargo, la emperatriz Eudoxia le tomó ojeriza, porque Juan no era el hombre manso que se esperaba, sino un nuevo Juan Bautista que criticaba en voz alta el boato de la corte mientras muchos, en la ciudad imperial, se morían de hambre. ¡Qué lujo en todas las cosas! Y el emperador Teodosio, ¡qué majestuoso era en todos sus gestos, qué augusto en todos sus movimientos! “Las puertas del palacio eran estrechas para su persona cuando se le veía salir por ellas sobre una carroza tirada por blancas mulas, chispeante de pedrería, retrepado en mullidos cojines, entre tapices y cortinas lujosas, con brazaletes en las manos, calzado de sandalias bordadas de perlas.

“Tal para cual era la emperatriz Eudoxia… Como era frecuente en personas que han subido de la nada a la cumbre, sobre todo si la subida es de las que sorprenden por su rapidez, Eudoxia sufría un vértigo delicioso de vanidad. Su anhelo único de todas horas, su tiránica obsesión, eran las fiestas, los deliquios de placer, los homenajes idolátricos a su persona… Era bastante que un día despertase de mal humor y que llegase a su noticia la defunción de un rico, para que lanzara sin más un edicto declarando que no existían herederos, lo que equivalía declarar al Estado dueño único de sus bienes” (Félix Arrarás, Juan Crisóstomo, Madrid, Ediciones Atlas, 1943).

¡Y qué anatemas lanzó Juan contra esta hambre desmedida de los emperadores! ¡Qué homilías pronunció para fustigar la codicia de los potentados! Los fieles las escuchaban, si eran poderosos, con temor y temblor, y si eran pobres con secreto gozo. ¡Pero qué caras iban a costarle!

Mas, por hoy, hemos agotado el espacio de que disponíamos. Si quiere usted saber lo que decía San Juan Crisóstomo en aquellos sermones chirriantes, y de qué manera fue castigado por las católicas majestades, no deje de leer, el próximo domingo, la segunda y última parte de este artículo.

Se le ha llamado “el Demóstenes cristiano”, pues era tal su elocuencia que, al finalizar sus homilías, los fieles, espontáneamente, se ponían de pie y comenzaban a aplaudirle.

Tuvo como maestro de retórica a Libanio, el último gran orador del paganismo antiguo, y a quien, poco antes de morir, alguien le preguntó:

-¿Y quién será tu sucesor?

Le respondió Libanio:

-Nombraría a Juan, si los cristianos no lo hubieran ganando para su secta.

Amaba la soledad y el silencio. ¡Jamás pasó por su mente el ser ordenado sacerdote! Sencillamente, no se sentía hecho eso: él prefería, con mucho, la vida silenciosa y oculta de los eremitas. Y ya se escapaba a los montes cuando su madre, viuda llorosa, le habló en estos términos:

-“Hijo mío, no me causes una segunda viudez: no me abandones. Espera a que llegue mi muerte; acaso sea muy pronto. Cuando me hayas dado sepultura, entonces podrás disponer de tu vida. Por ahora no desdeñes vivir en mi compañía”.

Ante ruegos tan lastimeros, se quedó en casa, pero viviendo en ella vida de monje. Treinta años de edad tenía cuando murió su madre, y entonces sí pudo cumplir su deseo, emigrando como un pájaro a los montes de los alrededores. ¡Y qué feliz fue en aquella época que él recordará siempre con nostalgia! Por ese tiempo compuso una especie de encomio de la vida eremítica, en la que dijo así:

“Las celdas de nuestros solitarios no tienen nada que envidiar al cielo mismo, pues son visitadas por los ángeles y por el Rey de los ángeles… ¡Lejos de allí los temores y alarmas que vengan a turbar el sosiego de aquella soledad! Ni mujeres de agrio humor, ni chiquillería; no se conocen las risas descomedidas, ni el asedio adulatorio y empalagoso de los parásitos… Cuando ha llegado la noche, los solitarios no se ven sumidos en hondas tristezas, como es frecuente en las gentes del mundo, los cuales hacen con pesar el recuento de los accidentes adversos o pérdidas que han sufrido durante el día. Después de la refección vespertina no sienten la preocupación de defenderse contra los ladrones, de cerrar sus puertas, de tomar todas esas precauciones que se toman en el mundo. Ni temen, cuando han apagado sus lámparas, que una chispa cause el incendio de la casa. Sus pláticas y conversaciones respiran la misma paz modesta y tranquila. No pierden el tiempo, como nosotros, en hablar de asuntos vanos y superfluos que no van con ellos. No se comunican las noticias de si, por ejemplo, un particular ha subido a rey, si un príncipe ha muerto, si otro le ha sucedido. Sólo conversan sobre lo por venir y sobre las cosas eternas. Diríase que moran una tierra distinta de la nuestra y que viven ya en el cielo”.

Mas pronto esa vida tranquila se acabará para él. Pues fue el caso que su obispo lo mandó llamar y, contra su voluntad, lo ordenó sacerdote con el fin de que predicara en la catedral de Antioquía, es decir, en aquella ciudad ilustre en la que, según el libro de los Hechos de los Apóstoles, los seguidores de Cristo fueron llamados, por primera vez, cristianos.

La fama de su elocuencia se extendió por todas partes. Y entonces alguien tuvo la infeliz idea de que Constantinopla, la capital del Imperio Romano de Oriente, ciudad espléndida entre todas las ciudades, necesitaba un obispo igualmente espléndido, por hallarse vacante la sede. Alguien, en las altas esferas, pronunció el nombre de Juan, y allá se lo llevaron, también con empleo de violencia y fuerza. Uno de sus biógrafos escribió: “Fue un secuestro de película: contra él no valieron protestas ni resistencias. A fe que nadie podía decir que Juan debía el obispado a sus artes de intriga o a su ambición: era, sencillamente, la voluntad de Dios, que se manifestaba en aquella forma pintoresca”. Corría el año 398.

Pronto, sin embargo, la emperatriz Eudoxia le tomó ojeriza, porque Juan no era el hombre manso que se esperaba, sino un nuevo Juan Bautista que criticaba en voz alta el boato de la corte mientras muchos, en la ciudad imperial, se morían de hambre. ¡Qué lujo en todas las cosas! Y el emperador Teodosio, ¡qué majestuoso era en todos sus gestos, qué augusto en todos sus movimientos! “Las puertas del palacio eran estrechas para su persona cuando se le veía salir por ellas sobre una carroza tirada por blancas mulas, chispeante de pedrería, retrepado en mullidos cojines, entre tapices y cortinas lujosas, con brazaletes en las manos, calzado de sandalias bordadas de perlas.

“Tal para cual era la emperatriz Eudoxia… Como era frecuente en personas que han subido de la nada a la cumbre, sobre todo si la subida es de las que sorprenden por su rapidez, Eudoxia sufría un vértigo delicioso de vanidad. Su anhelo único de todas horas, su tiránica obsesión, eran las fiestas, los deliquios de placer, los homenajes idolátricos a su persona… Era bastante que un día despertase de mal humor y que llegase a su noticia la defunción de un rico, para que lanzara sin más un edicto declarando que no existían herederos, lo que equivalía declarar al Estado dueño único de sus bienes” (Félix Arrarás, Juan Crisóstomo, Madrid, Ediciones Atlas, 1943).

¡Y qué anatemas lanzó Juan contra esta hambre desmedida de los emperadores! ¡Qué homilías pronunció para fustigar la codicia de los potentados! Los fieles las escuchaban, si eran poderosos, con temor y temblor, y si eran pobres con secreto gozo. ¡Pero qué caras iban a costarle!

Mas, por hoy, hemos agotado el espacio de que disponíamos. Si quiere usted saber lo que decía San Juan Crisóstomo en aquellos sermones chirriantes, y de qué manera fue castigado por las católicas majestades, no deje de leer, el próximo domingo, la segunda y última parte de este artículo.