/ domingo 5 de mayo de 2019

Nuevos pensamientos

En la puerta estrecha, de André Gide (1869-1951), escribe así Alisa a Jerónimo en una larga, apasionada y extraña carta: “No, no acortes tu viaje por el placer de que nos veamos unos días.

En serio, vale más que no volvamos a vernos todavía. Créeme, aun cuando estuvieses a mi lado, no podría pensar más que en ti. No quisiera apenarte, pero he llegado a no desear ya –por ahora- tu presencia. ¿He de confesártelo? Si supiese que llegabas esta noche…, huiría. ¡Ay! No me pidas que te explique este sentimiento, por favor. Sólo sé que pienso en ti sin cesar (y baste esto para tu felicidad) y que soy dichosa con ello”.

En efecto, hay seres a los que sólo podemos amar de lejos. Los queremos, pensamos en ellos a menudo, incluso los echamos de menos. ¡Pero que se queden donde están! La lejanía los rodea de una luz incandescente que la cercanía se encarga muy pronto de apagar. La imagen que nos hemos hecho de ellos –la imagen ideal- es mucho más bella y esplendorosa que su imagen real. De lejos son incomparables, pero de cerca, por desgracia, lo echan todo a perder.

* * *

Un conocido mío, apasionado admirador de Santa Rita de Casia, me habla de los estigmas que ésta recibió en las manos –no sé si también en los pies- y en el costado.

-¿Y no te parece esto una prueba de indudable santidad? –me pregunta.

-Sí, claro –digo-. ¡Por supuesto!

-Pareciera, sin embargo, que nada de esto te entusiasma –sigue diciéndome-. ¡Los estigmas de la pasión de Cristo! ¡Piensa que muy pocos en este mundo los han recibido!

No quiero ofenderlo; por eso, bajando la voz y endulzándola un poco, le respondo:

-Yo tengo una amiga que padece cáncer. Un cáncer muy agresivo. Como Job, toda ella es una sola llaga de la cabeza a los pies. ¿Y no consideras que también ella, a su manera, es una estigmatizada de Dios? Así pues, la misma veneración que nos inspira Santa Rita debería inspirarnos esta buena mujer. También el cáncer es un estigma y, por lo tanto, una participación no menos real que aquélla en la pasión dolorosa de Nuestro Señor. ¿O me equivoco, amigo mío, al hablar así?

* * *

“El sabio decide amar la corriente, vota por el paisaje que descubrirá en el próximo recodo del río. Nuestro destino, si lo seguimos, nos lleva; si nos resistimos a él, nos arrastra. Hay que desear el viento. El secreto de la vida y, sin duda, de la felicidad, es saber decir . Un sí entusiasta, alegre, confiado. Sí a la madurez, a los hijos que llegan y se van; sí a la vejez, sí a la vida, sí a la muerte, sí a mañana, sí a Dios, sí a la eternidad”. Esto fue lo que escribió el cristiano Henri Brunel en su Pequeño tratado de la felicidad. Hoy los manuales de autoayuda nos enseñan a decir que no, pero tal vez la verdadera dicha esté en aprender a decir que sí. ¡Aceptarlo todo como don de Dios! ¡No despreciar nada! Tal vez en esto consista, modestamente, el dificultoso arte de vivir.

* * *

Escribió Simone de Beauvoir (1908-1986) en su diario a propósito de Jacques, un primo suyo del que en su juventud había estado enamorada: “Para empezar, el pasado pesaba mucho; yo quería a Jacques en gran parte porque lo había querido”. ¡No se trata de un juego de palabras! El pasado, en efecto, pesa mucho y, en realidad, nunca dejamos de querer a quienes hemos querido. ¿Cómo podríamos hacerlo? Los amamos porque los hemos amado, he ahí todo. El corazón es una ostra que muy difícilmente se deja arrebatar sus perlas.

* * *

En 1944, Marc Chagall escribió en The New York Times una larga carta dirigida a su ciudad natal, Vitebsk, que había tenido que abandonar sin quererlo a causa de la guerra. No se dirigía a los habitantes de Vitebsk, sino a la ciudad misma, para disculparse con ella por su larga ausencia: “Hace mucho tiempo que te vi y me encontré entre tus calles cercadas. No me preguntaste, dolorida, por qué te abandoné tantos años, si te amaba. No; pensaste: “El chico se fue a algún lado en busca de brillantes e insólitos colores para regarlos como nieve o como estrellas sobre mis tejados. Pero, ¿en dónde los encontrará? ¿Por qué no puede encontrarlos más cerca?”. Dejé las tumbas de mis ancestros y piedras regadas. No viví contigo. Y, sin embargo, no hay una sola de mis pinturas en donde tus alegrías y tus tristezas no estén reflejadas. A través de todos estos años he tenido una sola inquietud: ¿me entenderá mi ciudad natal?”.

Sí, ella entenderá. Ella nos entenderá. Nos hemos ido lejos; hemos vuelto poco. Pero todo lo que entregamos al mundo, por poco que sea, lo recogimos allí, de sus tesoros. Un día regresaremos. Y, por lo demás, acaso nuestras nostalgias de hoy no sean más que el deseo de verlo todo como lo vimos allí: con nuestros ojos recién estrenados, con nuestros ojos de niño.

* * *

“Un día nos enseñaron una fábula en clase; había un rey que tenía un secreto que no le podía contar a nadie. Un día, como no podía aguantar, se echó en la hierba y allí contó todo. Pero la hierba se lo dijo al viento, que se lo contó a todo el mundo” (ChristianeRochefort, Los niños del siglo).

En la puerta estrecha, de André Gide (1869-1951), escribe así Alisa a Jerónimo en una larga, apasionada y extraña carta: “No, no acortes tu viaje por el placer de que nos veamos unos días.

En serio, vale más que no volvamos a vernos todavía. Créeme, aun cuando estuvieses a mi lado, no podría pensar más que en ti. No quisiera apenarte, pero he llegado a no desear ya –por ahora- tu presencia. ¿He de confesártelo? Si supiese que llegabas esta noche…, huiría. ¡Ay! No me pidas que te explique este sentimiento, por favor. Sólo sé que pienso en ti sin cesar (y baste esto para tu felicidad) y que soy dichosa con ello”.

En efecto, hay seres a los que sólo podemos amar de lejos. Los queremos, pensamos en ellos a menudo, incluso los echamos de menos. ¡Pero que se queden donde están! La lejanía los rodea de una luz incandescente que la cercanía se encarga muy pronto de apagar. La imagen que nos hemos hecho de ellos –la imagen ideal- es mucho más bella y esplendorosa que su imagen real. De lejos son incomparables, pero de cerca, por desgracia, lo echan todo a perder.

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Un conocido mío, apasionado admirador de Santa Rita de Casia, me habla de los estigmas que ésta recibió en las manos –no sé si también en los pies- y en el costado.

-¿Y no te parece esto una prueba de indudable santidad? –me pregunta.

-Sí, claro –digo-. ¡Por supuesto!

-Pareciera, sin embargo, que nada de esto te entusiasma –sigue diciéndome-. ¡Los estigmas de la pasión de Cristo! ¡Piensa que muy pocos en este mundo los han recibido!

No quiero ofenderlo; por eso, bajando la voz y endulzándola un poco, le respondo:

-Yo tengo una amiga que padece cáncer. Un cáncer muy agresivo. Como Job, toda ella es una sola llaga de la cabeza a los pies. ¿Y no consideras que también ella, a su manera, es una estigmatizada de Dios? Así pues, la misma veneración que nos inspira Santa Rita debería inspirarnos esta buena mujer. También el cáncer es un estigma y, por lo tanto, una participación no menos real que aquélla en la pasión dolorosa de Nuestro Señor. ¿O me equivoco, amigo mío, al hablar así?

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“El sabio decide amar la corriente, vota por el paisaje que descubrirá en el próximo recodo del río. Nuestro destino, si lo seguimos, nos lleva; si nos resistimos a él, nos arrastra. Hay que desear el viento. El secreto de la vida y, sin duda, de la felicidad, es saber decir . Un sí entusiasta, alegre, confiado. Sí a la madurez, a los hijos que llegan y se van; sí a la vejez, sí a la vida, sí a la muerte, sí a mañana, sí a Dios, sí a la eternidad”. Esto fue lo que escribió el cristiano Henri Brunel en su Pequeño tratado de la felicidad. Hoy los manuales de autoayuda nos enseñan a decir que no, pero tal vez la verdadera dicha esté en aprender a decir que sí. ¡Aceptarlo todo como don de Dios! ¡No despreciar nada! Tal vez en esto consista, modestamente, el dificultoso arte de vivir.

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Escribió Simone de Beauvoir (1908-1986) en su diario a propósito de Jacques, un primo suyo del que en su juventud había estado enamorada: “Para empezar, el pasado pesaba mucho; yo quería a Jacques en gran parte porque lo había querido”. ¡No se trata de un juego de palabras! El pasado, en efecto, pesa mucho y, en realidad, nunca dejamos de querer a quienes hemos querido. ¿Cómo podríamos hacerlo? Los amamos porque los hemos amado, he ahí todo. El corazón es una ostra que muy difícilmente se deja arrebatar sus perlas.

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En 1944, Marc Chagall escribió en The New York Times una larga carta dirigida a su ciudad natal, Vitebsk, que había tenido que abandonar sin quererlo a causa de la guerra. No se dirigía a los habitantes de Vitebsk, sino a la ciudad misma, para disculparse con ella por su larga ausencia: “Hace mucho tiempo que te vi y me encontré entre tus calles cercadas. No me preguntaste, dolorida, por qué te abandoné tantos años, si te amaba. No; pensaste: “El chico se fue a algún lado en busca de brillantes e insólitos colores para regarlos como nieve o como estrellas sobre mis tejados. Pero, ¿en dónde los encontrará? ¿Por qué no puede encontrarlos más cerca?”. Dejé las tumbas de mis ancestros y piedras regadas. No viví contigo. Y, sin embargo, no hay una sola de mis pinturas en donde tus alegrías y tus tristezas no estén reflejadas. A través de todos estos años he tenido una sola inquietud: ¿me entenderá mi ciudad natal?”.

Sí, ella entenderá. Ella nos entenderá. Nos hemos ido lejos; hemos vuelto poco. Pero todo lo que entregamos al mundo, por poco que sea, lo recogimos allí, de sus tesoros. Un día regresaremos. Y, por lo demás, acaso nuestras nostalgias de hoy no sean más que el deseo de verlo todo como lo vimos allí: con nuestros ojos recién estrenados, con nuestros ojos de niño.

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“Un día nos enseñaron una fábula en clase; había un rey que tenía un secreto que no le podía contar a nadie. Un día, como no podía aguantar, se echó en la hierba y allí contó todo. Pero la hierba se lo dijo al viento, que se lo contó a todo el mundo” (ChristianeRochefort, Los niños del siglo).