/ domingo 18 de agosto de 2019

Las Palabras más Tristes

-Veo a mi esposo –dijo la mujer- y me parece que no lo conozco. En veinte años de vida en común ha cambiado tanto que no le encuentro por ningún lado las gracias que hicieron que me enamorara de él. Respecto a esto podría citarle un centenar de ejemplos…

La mujer torcía la boca: parecía aquejada de una parálisis facial que no quería disimular.

-Pero –siguió diciéndome-, ¿se trata en verdad del mismo hombre? ¡Ay, lo dudo! Y cuando me despierto a las primeras horas de la mañana y lo veo desde la distancia -a veces desde el espejo del baño para no mirarlo de frente, o desde las cortinas, que me dispongo a abrir para airear la estancia-, me pregunto: “Quién es ese señor que está en mi cama en camiseta y calzoncillos? ¿Cómo es que vino a dar aquí?”. Entonces caigo en la cuenta y me digo: “Ah, sí, es mi esposo. Me había olvidado de que existía”.

»Porque, como acabo de decirle, todo lo que yo amaba en él ha desaparecido.

»¿Por qué cambian las personas, padre? Cambian hasta el punto de volverse irreconocibles. Antes, por ejemplo, mi marido era un espigado joven de pelo castaño, ágil y elástico, que me asombraba por su frugalidad y su dominio de sí mismo...

-Con la edad –dije yo- la gente engorda, se vuelve torpe, pierde pelo…

-Pero no es sólo eso. ¡Si sólo engordara! Antes, como le decía, mi marido era un modelo de moderación; hoy, por el contrario, se arroja sobre la comida con la misma avidez que un perro hambriento. No come: más bien diría que traga. Y, además, eructa. Todos eructamos, ya lo sé, pero él lo hace de una manera tan desvergonzada y ruidosa que me entran ganas de echarme a correr o de lanzármele al cuello. ¿Por qué hace eso? ¿Es que no se da cuenta que me parece insoportable esa manera suya de comportarse en la mesa?

»Pero los eructos serían lo de menos si no estuvieran también de por medio sus flatulencias. Parece que se enorgullece de ellas como de una matraca que alguien hubiese puesto a su disposición para que la agitase de día y de noche, de noche y de día, sin punto de reposo. De joven, él no era así. Pero ahora se vanagloria de lo mismo que debería avergonzarle. ¿En qué momento perdió todo rubor? No podría precisarlo, pero hubo un momento en que dicho cambio se operó, poniendo a prueba mi tolerancia, mi paciencia y, sobre todo, mi amor.

»En otro tiempo leía, y me hablaba después de sus autores predilectos: Milán Kundera, Octavio Paz, Gabriel García Márquez, Ernesto Sábato. Entonces disfrutaba escuchándolo porque me hablaba de mundos desconocidos, de universos inexplorados por mí que, de no ser por él, jamás visitaría. Ahora ya no lee y prefiere pasarse las tardes bajando música de Internet, subiendo fotos a su facebook o, si no, viendo en la televisión un programa tras otro.

»Antes, para decírselo ya, era un hombre interesante; hoy me parece un hombre intrascendente. Sus opiniones son tan comunes y sus gustos tan vulgares que me da lástima verlo, sobre todo si lo comparo con el que fue.

«Con sombrero me parezco a la que fui», dijo la avejentada Thérèse Desqueyroux en El fin de la noche, la novela de François Mauriac (1885-1970), poco antes de enloquecer. Ignoro por qué me vino a la memoria esta frase exactamente en este punto de nuestra conversación. No pude evitar sonreír. Pero, ¿quién se parece al que fue alguna vez? Y la mujer, que no advirtió mi sonrisa, siguió diciendo:

-Los domingos salíamos e íbamos juntos a comer: se ponía guapo para mí. Hoy se calza unas sandalias de hule transparente que me causan escalofríos porque producen un extraño sonido que no puedo soportar, y se queda el día entero lavando su auto y prodigándole mimos: lo pule, lo aspira, lo encera, lo besa, lo elogia. Y allí acaba nuestro día de descanso, nuestro día de fiesta.

»En una palabra, padre, siento que lo he perdido. ¿Dónde está el hombre que amé? ¡Me lo cambiaron por otro!

»Cuando lo conocí, en una tardeada del colegio, criticaba a los borrachos diciendo que no podía entender lo que encontraban en la bebida. Hoy, por el contrario, si hay que salir de vacaciones, y mientras las planeamos, me advierte:

»-Asegúrate, solamente, de que el hotel tenga un bar.

»No le importa si el hotel es cómodo o incómodo, caro o barato, grande o pequeño, que ostente cinco estrellas o sólo dos. Todo eso, ahora, le tiene sin cuidado: él sólo piensa en el bar.

»Se lo repito, padre: no le encuentro ya por ningún lado las cosas que hicieron que me enamorase de él».

Mientras la mujer hablaba y se secaba las lágrimas que se vestían de sudor para parecer más dignas, yo pensaba en aquellas palabras que dijo un día el protagonista de La puerta estrecha, la novela de André Gide (1869-1951): “No hay en la juventud cualidad tan brillante que no pueda echarse a perder, envejeciendo”.

Y también en aquellas otras que pronuncia Jerôme, en esta misma novela, a propósito de su prima Alissa, de quien había estado enamorado desde los tiempos de la adolescencia:

“No reconocía ya en sus palabras nada de lo que amaba yo en ella… Sí, tenía razón, sin duda: yo no quería más que a un fantasma: la Alissa que yo amé, que seguía amando, no existía ya”.

¡Qué palabras más tristes! Acaso sean las palabras más tristes de la literatura universal. Y las palabras que me decía aquella mujer, las palabras más tristes de una historia personal.

-Veo a mi esposo –dijo la mujer- y me parece que no lo conozco. En veinte años de vida en común ha cambiado tanto que no le encuentro por ningún lado las gracias que hicieron que me enamorara de él. Respecto a esto podría citarle un centenar de ejemplos…

La mujer torcía la boca: parecía aquejada de una parálisis facial que no quería disimular.

-Pero –siguió diciéndome-, ¿se trata en verdad del mismo hombre? ¡Ay, lo dudo! Y cuando me despierto a las primeras horas de la mañana y lo veo desde la distancia -a veces desde el espejo del baño para no mirarlo de frente, o desde las cortinas, que me dispongo a abrir para airear la estancia-, me pregunto: “Quién es ese señor que está en mi cama en camiseta y calzoncillos? ¿Cómo es que vino a dar aquí?”. Entonces caigo en la cuenta y me digo: “Ah, sí, es mi esposo. Me había olvidado de que existía”.

»Porque, como acabo de decirle, todo lo que yo amaba en él ha desaparecido.

»¿Por qué cambian las personas, padre? Cambian hasta el punto de volverse irreconocibles. Antes, por ejemplo, mi marido era un espigado joven de pelo castaño, ágil y elástico, que me asombraba por su frugalidad y su dominio de sí mismo...

-Con la edad –dije yo- la gente engorda, se vuelve torpe, pierde pelo…

-Pero no es sólo eso. ¡Si sólo engordara! Antes, como le decía, mi marido era un modelo de moderación; hoy, por el contrario, se arroja sobre la comida con la misma avidez que un perro hambriento. No come: más bien diría que traga. Y, además, eructa. Todos eructamos, ya lo sé, pero él lo hace de una manera tan desvergonzada y ruidosa que me entran ganas de echarme a correr o de lanzármele al cuello. ¿Por qué hace eso? ¿Es que no se da cuenta que me parece insoportable esa manera suya de comportarse en la mesa?

»Pero los eructos serían lo de menos si no estuvieran también de por medio sus flatulencias. Parece que se enorgullece de ellas como de una matraca que alguien hubiese puesto a su disposición para que la agitase de día y de noche, de noche y de día, sin punto de reposo. De joven, él no era así. Pero ahora se vanagloria de lo mismo que debería avergonzarle. ¿En qué momento perdió todo rubor? No podría precisarlo, pero hubo un momento en que dicho cambio se operó, poniendo a prueba mi tolerancia, mi paciencia y, sobre todo, mi amor.

»En otro tiempo leía, y me hablaba después de sus autores predilectos: Milán Kundera, Octavio Paz, Gabriel García Márquez, Ernesto Sábato. Entonces disfrutaba escuchándolo porque me hablaba de mundos desconocidos, de universos inexplorados por mí que, de no ser por él, jamás visitaría. Ahora ya no lee y prefiere pasarse las tardes bajando música de Internet, subiendo fotos a su facebook o, si no, viendo en la televisión un programa tras otro.

»Antes, para decírselo ya, era un hombre interesante; hoy me parece un hombre intrascendente. Sus opiniones son tan comunes y sus gustos tan vulgares que me da lástima verlo, sobre todo si lo comparo con el que fue.

«Con sombrero me parezco a la que fui», dijo la avejentada Thérèse Desqueyroux en El fin de la noche, la novela de François Mauriac (1885-1970), poco antes de enloquecer. Ignoro por qué me vino a la memoria esta frase exactamente en este punto de nuestra conversación. No pude evitar sonreír. Pero, ¿quién se parece al que fue alguna vez? Y la mujer, que no advirtió mi sonrisa, siguió diciendo:

-Los domingos salíamos e íbamos juntos a comer: se ponía guapo para mí. Hoy se calza unas sandalias de hule transparente que me causan escalofríos porque producen un extraño sonido que no puedo soportar, y se queda el día entero lavando su auto y prodigándole mimos: lo pule, lo aspira, lo encera, lo besa, lo elogia. Y allí acaba nuestro día de descanso, nuestro día de fiesta.

»En una palabra, padre, siento que lo he perdido. ¿Dónde está el hombre que amé? ¡Me lo cambiaron por otro!

»Cuando lo conocí, en una tardeada del colegio, criticaba a los borrachos diciendo que no podía entender lo que encontraban en la bebida. Hoy, por el contrario, si hay que salir de vacaciones, y mientras las planeamos, me advierte:

»-Asegúrate, solamente, de que el hotel tenga un bar.

»No le importa si el hotel es cómodo o incómodo, caro o barato, grande o pequeño, que ostente cinco estrellas o sólo dos. Todo eso, ahora, le tiene sin cuidado: él sólo piensa en el bar.

»Se lo repito, padre: no le encuentro ya por ningún lado las cosas que hicieron que me enamorase de él».

Mientras la mujer hablaba y se secaba las lágrimas que se vestían de sudor para parecer más dignas, yo pensaba en aquellas palabras que dijo un día el protagonista de La puerta estrecha, la novela de André Gide (1869-1951): “No hay en la juventud cualidad tan brillante que no pueda echarse a perder, envejeciendo”.

Y también en aquellas otras que pronuncia Jerôme, en esta misma novela, a propósito de su prima Alissa, de quien había estado enamorado desde los tiempos de la adolescencia:

“No reconocía ya en sus palabras nada de lo que amaba yo en ella… Sí, tenía razón, sin duda: yo no quería más que a un fantasma: la Alissa que yo amé, que seguía amando, no existía ya”.

¡Qué palabras más tristes! Acaso sean las palabras más tristes de la literatura universal. Y las palabras que me decía aquella mujer, las palabras más tristes de una historia personal.