/ domingo 29 de julio de 2018

La Juventud

La muchacha se atropella, las palabras le faltan, o tal vez le sobran, no lo sé. Habla tan deprisa que no alcanzo a entender lo que me quiere decir.

-Despacio –le digo-. Toma aire. Respira profundo. A ver, ahora sí, dime: ¿qué es lo que sucede?

Me explica entonces como puede que su hermano ha embarazado a una chica y que pronto va a ser papá.

-¿Ya papá? –exclamo más que pregunto-. ¡Pero si apenas…! ¿Qué edad tiene?

Hasta hacía unas semanas yo había visto a este muchacho jugar al fútbol con la pandilla del barrio. Luego, ya no lo vi más. Pero, aun así, no creí que la causa de su repentina desaparición tuviera nada que ver con el embarazo de una chica.

-Quince –me dice la hermana-. Bueno, el mes próximo cumple ya los dieciséis.

-Dieciséis años –repetí, y luego ya no dije nada más. ¿A esta edad iba ya a tener un hijo? No pude evitar que se me estampara en el rostro una mueca de dolor. ¿Y la escuela? ¿Y sus estudios? ¿Y su futuro? La juventud, pues, había acabado, al menos para él. ¡Qué pronto se deja de ser joven!

-Mi papá está muy enojado –dijo la muchacha-, pero mi mamá lo apoya: dice que, después de todo, un hijo es un hijo…

Sí, en efecto: un hijo es un hijo: pero yo no pensaba ahora en el hijo, sino en el padre; quiero decir, en ese muchacho de quince años de edad que ya no sabría nunca lo que es ser joven, pues ser joven es no conocer las preocupaciones, no angustiarse por nada.

Recordé a François Mauriac (1885-1970); mejor dicho, lo que escribió él en cierta ocasión en uno de sus libros: “No fue dado a todo hombre haber nacido joven. Cuidémonos, en efecto, de creer que la juventud es una gracia que los dioses reparten por parejo… Entre estos jóvenes seres los hay que mueren apenas nacidos. El mundo, si son burgueses; la lucha por la vida, si son obreros, los transforma demasiado pronto en hombres”.

Hay, es verdad, quienes nunca fueron jóvenes: de niños pasaron a ser adultos sin saborear siquiera las dulzuras del tránsito; tal era el caso de mi conocido. ¿Cómo había sido posible que sucediera semejante cosa? “La juventud –sigue diciendo Mauriac- es la época del libertinaje y de la santidad, de la alegría y de la tristeza, de la burla y de la admiración, de la ambición y del sacrificio, de la codicia y del renunciamiento”. Para el hermano de mi angustiada interlocutora no había habido juventud. La había perdido pronto, muy pronto, gracias a que no supo contener su ternura, poner un dique a su deseo, que a esa edad es casi siempre arrollador.

-Cuando mi papá se enteró, quiso matarlo, pero mi madre se mostró enérgica. Sea como fuere, dijo, había que apoyarlo.

Creo que esto fue lo que siguió diciéndome la muchacha, aunque no estoy muy seguro. Yo pensaba en la juventud perdida de un adolescente al que yo conocía y al que no podía recordar, mientras pateaba el balón en el atrio de la iglesia, sino como a un niño.

La juventud… ¿Qué es la juventud? Un lugar de paso, diría Mauriac. Pero es también algo más. Es no estar nunca solo, no pensar en el mañana, concentrarse únicamente en el hoy. El niño tal vez quiera ser ya mayor, pero el joven no quiere ser sino joven: ésta es la única edad de la vida que quisiéramos que fuese eterna. “Es un milagro tan grande tener veinte años que será difícil olvidar la desesperación que se experimenta al cumplir veintiuno”.

Una vez, en una prisión sudamericana, el por entonces joven revolucionario Regis Debray escribió en su diario: “Ser joven es esperar de los otros algo esencial. Uno renuncia al tutelaje, rompe su cáscara de pollito cuando descubre que desde arriba o del exterior no llegará ninguna modificación. Es triste y fortificante… No te pasará nada que te transforme radicalmente, bruscamente, milagrosamente, salvo la muerte…. Has dejado de ser joven desde el momento en que no sueñas más con escapar al ‘conviértete en lo que eres’. Antes tenías confianza, aún creías que podrías transformarte en aquello que te sucediera, y era por eso que atribuías un valor excesivo a una cita, a un viaje en auto, a un libro, a una mujer. Hoy, terminadas las coartadas, incluso el periódico se te caerá de las manos. A partir de ahora todo será igual”.

También tiene razón Debray: se es joven cuando aún se espera algo nuevo de la vida, y dejas de serlo cuando descubres, de pronto, que nada nuevo te espera y que nada cambiará; cuando las puertas, que antes estaban abiertas de par en par, se cierran de golpe y te dan en las narices; cuando descubres que el fututo –aquello en lo que no pensabas- ha llegado y que ya no será lo impredecible, sino un tiempo siempre igual a sí mismo.

Pobre Rubén. Apenas ayer un niño que jugaba a la pelota, y hoy ya un hombre a quien le está prohibido pensar en otra cosa que no sea ese niño que muy pronto le va a nacer. Ahora dejará de estudiar, buscará un trabajo, se olvidará de sus amigos y descubrirá, a su pesar, que no hay manera de hacer que el tiempo retroceda.

No tener juventud, no haber tenido juventud es la peor de las penas que un ser humano puede experimentar; es vivir hoy y mañana y pasado mañana y ya para siempre con la sensación de haber vivido sólo a medias, despojados de la que hubiese sido la mejor parte de nosotros mismos.



La muchacha se atropella, las palabras le faltan, o tal vez le sobran, no lo sé. Habla tan deprisa que no alcanzo a entender lo que me quiere decir.

-Despacio –le digo-. Toma aire. Respira profundo. A ver, ahora sí, dime: ¿qué es lo que sucede?

Me explica entonces como puede que su hermano ha embarazado a una chica y que pronto va a ser papá.

-¿Ya papá? –exclamo más que pregunto-. ¡Pero si apenas…! ¿Qué edad tiene?

Hasta hacía unas semanas yo había visto a este muchacho jugar al fútbol con la pandilla del barrio. Luego, ya no lo vi más. Pero, aun así, no creí que la causa de su repentina desaparición tuviera nada que ver con el embarazo de una chica.

-Quince –me dice la hermana-. Bueno, el mes próximo cumple ya los dieciséis.

-Dieciséis años –repetí, y luego ya no dije nada más. ¿A esta edad iba ya a tener un hijo? No pude evitar que se me estampara en el rostro una mueca de dolor. ¿Y la escuela? ¿Y sus estudios? ¿Y su futuro? La juventud, pues, había acabado, al menos para él. ¡Qué pronto se deja de ser joven!

-Mi papá está muy enojado –dijo la muchacha-, pero mi mamá lo apoya: dice que, después de todo, un hijo es un hijo…

Sí, en efecto: un hijo es un hijo: pero yo no pensaba ahora en el hijo, sino en el padre; quiero decir, en ese muchacho de quince años de edad que ya no sabría nunca lo que es ser joven, pues ser joven es no conocer las preocupaciones, no angustiarse por nada.

Recordé a François Mauriac (1885-1970); mejor dicho, lo que escribió él en cierta ocasión en uno de sus libros: “No fue dado a todo hombre haber nacido joven. Cuidémonos, en efecto, de creer que la juventud es una gracia que los dioses reparten por parejo… Entre estos jóvenes seres los hay que mueren apenas nacidos. El mundo, si son burgueses; la lucha por la vida, si son obreros, los transforma demasiado pronto en hombres”.

Hay, es verdad, quienes nunca fueron jóvenes: de niños pasaron a ser adultos sin saborear siquiera las dulzuras del tránsito; tal era el caso de mi conocido. ¿Cómo había sido posible que sucediera semejante cosa? “La juventud –sigue diciendo Mauriac- es la época del libertinaje y de la santidad, de la alegría y de la tristeza, de la burla y de la admiración, de la ambición y del sacrificio, de la codicia y del renunciamiento”. Para el hermano de mi angustiada interlocutora no había habido juventud. La había perdido pronto, muy pronto, gracias a que no supo contener su ternura, poner un dique a su deseo, que a esa edad es casi siempre arrollador.

-Cuando mi papá se enteró, quiso matarlo, pero mi madre se mostró enérgica. Sea como fuere, dijo, había que apoyarlo.

Creo que esto fue lo que siguió diciéndome la muchacha, aunque no estoy muy seguro. Yo pensaba en la juventud perdida de un adolescente al que yo conocía y al que no podía recordar, mientras pateaba el balón en el atrio de la iglesia, sino como a un niño.

La juventud… ¿Qué es la juventud? Un lugar de paso, diría Mauriac. Pero es también algo más. Es no estar nunca solo, no pensar en el mañana, concentrarse únicamente en el hoy. El niño tal vez quiera ser ya mayor, pero el joven no quiere ser sino joven: ésta es la única edad de la vida que quisiéramos que fuese eterna. “Es un milagro tan grande tener veinte años que será difícil olvidar la desesperación que se experimenta al cumplir veintiuno”.

Una vez, en una prisión sudamericana, el por entonces joven revolucionario Regis Debray escribió en su diario: “Ser joven es esperar de los otros algo esencial. Uno renuncia al tutelaje, rompe su cáscara de pollito cuando descubre que desde arriba o del exterior no llegará ninguna modificación. Es triste y fortificante… No te pasará nada que te transforme radicalmente, bruscamente, milagrosamente, salvo la muerte…. Has dejado de ser joven desde el momento en que no sueñas más con escapar al ‘conviértete en lo que eres’. Antes tenías confianza, aún creías que podrías transformarte en aquello que te sucediera, y era por eso que atribuías un valor excesivo a una cita, a un viaje en auto, a un libro, a una mujer. Hoy, terminadas las coartadas, incluso el periódico se te caerá de las manos. A partir de ahora todo será igual”.

También tiene razón Debray: se es joven cuando aún se espera algo nuevo de la vida, y dejas de serlo cuando descubres, de pronto, que nada nuevo te espera y que nada cambiará; cuando las puertas, que antes estaban abiertas de par en par, se cierran de golpe y te dan en las narices; cuando descubres que el fututo –aquello en lo que no pensabas- ha llegado y que ya no será lo impredecible, sino un tiempo siempre igual a sí mismo.

Pobre Rubén. Apenas ayer un niño que jugaba a la pelota, y hoy ya un hombre a quien le está prohibido pensar en otra cosa que no sea ese niño que muy pronto le va a nacer. Ahora dejará de estudiar, buscará un trabajo, se olvidará de sus amigos y descubrirá, a su pesar, que no hay manera de hacer que el tiempo retroceda.

No tener juventud, no haber tenido juventud es la peor de las penas que un ser humano puede experimentar; es vivir hoy y mañana y pasado mañana y ya para siempre con la sensación de haber vivido sólo a medias, despojados de la que hubiese sido la mejor parte de nosotros mismos.