/ domingo 12 de enero de 2020

Ética de la confidencia

Decía Sören Kierkegaard (1813-1855), el filósofo danés, que así como debía existir una ética del escritor y una ética del periodista, así debía haber igualmente una ética para la recepción de las confidencias. El que ha sido partícipe de un secreto, lo quiera o no, dice el filósofo, está obligado por lo menos a estas dos cosas: primero, a no divulgarlo; y, segundo, a no olvidarlo.

El primero de estos dos deberes es por demás evidente. ¿A quién no le ha sucedido que, tan pronto como ha abierto la boca, todos se han enterado ya de aquello que tan celosamente guardaba en su interior? ¡No han pasado ni siquiera veinticuatro horas y ya todos lo saben todo! ¿Pues a quién ha tenido la imprudencia de revelarlo? A un indiscreto, es decir, a una persona que no es capaz de guardarse nada. «¡Qué me parta un rayo si vuelvo a hablar con ella!», se queja la víctima de estos accesos comunicativos que tanto mal hacen a las relaciones humanas. El indiscreto ignora que por el solo hecho de haber sido elegido entre muchos otros como custodio de lo que no todos deben saber, contrae serias obligaciones, y, por ignorar esto, ha ocasionado un daño irreparable.

Una vez, según cuenta Diógenes Laercio, un filósofo caminaba por las calles de Atenas con una canasta bajo el brazo; andaba de prisa como si necesitara llegar lo antes posible a algún lugar. En eso lo detuvo alguien (un curioso de esos que nunca faltan) y le preguntó:

-¿Qué llevas en esa canasta?

Respondió el filósofo: -Para que no lo sepas va tapada.

¡Excelente respuesta! Sí, hay quienes querrían saberlo todo de los demás, pero a éstos hay que tener el valor de responderles como lo hizo este ingenioso filósofo griego. ¿Para qué quieren saber lo que llevamos en la canasta? ¿Para que luego se pongan a elucubrar y a sacar conclusiones? ¿Para luego divulgarlo a amigos y enemigos? ¡Pues bien, para que no lo sepan lo que llevamos en ella va tapada nuestra canasta!

Cuánta razón tenía Anselm Grün, el famoso monje benedictino, cuando escribió en uno de sus libros (Su amor sobre nosotros): «Quien no puede guardar nada para sí sino que tiene que decirlo todo, tanto lo bueno como lo malo, da la impresión de que no tiene profundidad. Estas personas no pueden tener ningún secreto. No pueden vivir con secretos, ni pueden soportarlos, pero tampoco pueden penetrar profundamente en un secreto. Lo destruyen desde el momento en que inmediatamente quieren hablar de él».

El segundo de los deberes del hombre que fue escogido como confidente consiste en no olvidar lo que le fue revelado. Porque, cuando lo olvida, es como si hubiera dado poca importancia a las palabras que se le confiaron. «¿Te acuerdas de lo que te dije la otra vez?», pregunta el amigo al amigo, pero éste, francamente, no se acuerda de nada. Lo reconozca o no, el olvidadizo ha traicionado algo, y con su olvido, como el divulgador irresponsable, lo ha echado también él todo a perder.

En Nudo de víboras, esa espléndida novela que sería imperdonable no leer por lo menos una vez en la vida, François Mauriac (1885-1970) narra las vicisitudes de Louis, un viejo que ha sido poco amado por los suyos y que en venganza se ha puesto a cultivar un irrefrenable amor al dinero. Louis es el clásico avaro que no se entera de nada, ocupado como está en contar sus monedas de oro y en apilar, uno tras otro, sus títulos de propiedad. Pues bien, un día, cuando su mujer acababa de morir y él se sentía más solo que nunca, Louis bajó a la cocina... Y esto fue lo que sucedió, es decir, lo que consignó en su diario:

«Nunca he hablado a los criados. No porque fuese un amo difícil o exigente, sino porque no existían a mis ojos, porque no los veía. Pero aquella noche me tranquilizaba su presencia. Y porque mis hijos no llegaban, hubiese querido cenar aquella noche en un rincón de la mesa donde la cocinera trinchaba la carne.

«Me oprimía su silencio. Busqué en vano una palabra. Pero nada conocía de aquellos seres que nos servían devotamente desde hacía veinte años. Por fin recordé que antaño una hija suya, casada, iba a verlos, y que mi esposa no le pagaba el conejo que nos llevaba porque comía varias veces en la casa. Sin volver la cabeza, pregunté un poco rápidamente:

«-Bien, Amelia, ¿y su hija? ¿Siempre en Sauveterre?

«Volvió hacia mí su cara avinagrada, y, mirándome de hito en hito, dijo:

«-El señor ya sabe que murió... Hará diez años el 29, el día de San Miguel. ¿El señor no se acuerda?

«Su marido guardaba silencio, pero me miró duramente. Balbucí:

«-Perdónenme... Esta vieja cabeza mía»...

¡Dios mío, la muchacha había muerto hacía diez años y él apenas se estaba enterando, pese a que ya se lo habían dicho una y otra vez! ¿En qué pensaba este hombre? Ya lo sabemos: en su dinero.

Cuando el otro habla es preciso estar atento con una atención casi devota. Lo que dice –lo que nos dice-, como en un examen, como si fuera un profesor exigente, nos lo volverá a preguntar un día para comprobar si le prestamos atención o no. Si contestamos bien, estaremos salvados; y, si no, habremos perdido definitivamente un amigo, una confianza. ¿Qué quiere? Las cosas son siempre así.