/ domingo 16 de mayo de 2021

Escuela de silencio, 2


Siguió diciendo el predicador:

¿No a la hora del rezo del Rosario llamamos a María vaso espiritual de elección? La llamamos vaso porque es capaz de contener lo que hemos depositado en ella. Si no pudiera contenerlo, la llamaríamos cedazo. ¡Oh, no tomen esto, mis queridos hermanos, por una irreverencia!

Ya en el Antiguo Testamento se quejaba el Señor Dios de que los israelitas lo abandonaran a Él, fuente de agua viva, para construirse cisternas agrietadas que no conservan el agua (Cf. Jeremías 2, 13).

Hay hombres y mujeres en este mundo que se asemejan a estas cisternas, pues se desparraman por todas partes. ¡Sé tú, que me escuchas, vaso que contiene y no colador que desparrama!

Una vez que los magos desaparecen en el horizonte, no volvemos a ver a María sino doce años después, en Jerusalén: “Por las fiestas de Pascua iban los padres de Jesús todos los años a la ciudad santa. Cuando cumplió doce años, subieron a la fiesta, según costumbre. Al terminar ésta, mientras ellos se volvían, el niño Jesús se quedó en Jerusalén, sin que sus padres lo supieran. Pensando que iba en la caravana, hicieron una jornada de camino y se pusieron a buscarlo entre parientes y conocidos. Al no encontrarlo, volvieron en su busca a Jerusalén. Al cabo de tres días lo encontraron en el templo, sentado en medio de los doctores, escuchándolos y haciéndoles preguntas… Su madre le dijo:

“-Hijo, ¿por qué nos has hecho esto? Mira que tu padre y yo te buscábamos angustiados” (Lucas 2, 41-48).

Y eso es todo. María no se enzarza en chillantes discusiones ni en disputas histéricas. No se pone a discutir con su Hijo ni le pide más explicaciones que la que ya escuchamos. María, hermanos, no es una mujer discutidora, y esto es algo que podemos apreciar con nitidez en otro pasaje evangélico. ¿Recuerdan ustedes lo que tuvo lugar en una pequeña e insignificante aldea de Galilea llamada Caná?

“Se celebraba una boda en Caná de Galilea; allí estaba la madre de Jesús. Jesús y sus discípulos también fueron invitados a la boda. Se acabó el vino, y la madre de Jesús le dice:

“-Ya no tienen vino.

“-¿Qué quieres de mí, mujer? Aún no ha llegado mi hora.

“La madre dice a los sirvientes:

“-Hagan lo que él les diga” (Juan 2, 1-5).

Este texto gusta de manera especialísima a nuestros hermanos separados, pues como sienten una gran antipatía por Nuestra Señora, la acusan de fomentar en las fiestas el abuso de bebidas embriagantes. “¿No ve usted con qué desprecio la llama mujer?”, me dijo una vez uno de ellos. Y yo a mi vez le contesté que la palabra mujer, al menos en el vocabulario de Jesús, no era de ningún modo ofensivo, sino más bien cariñoso. “Mujer, no llores” (Marcos 7, 13), dijo en una ocasión a aquella viuda que gemía a causa de la pérdida de su único hijo. ¿O hay en ello algo ofensivo? ¡No me lo parece! Pero prosigamos con las bodas de Caná. ¿Qué es lo que hace María cuando descubre que los novios ya no tienen vino? Ante la respuesta de Jesús, no pierde tiempo en vanas discusiones o indignos regateos. Ella es la madre. Así que, plena de dignidad y sin derrochar palabras, va con los sirvientes y les aconseja: “Hagan lo que él les diga”.

Los padres de familia deberían aprender de Nuestra Señora lo que puede llamarse “el arte del mando”. María no discute, no negocia, sino que va al grano y todo se hace como ella quiere. Pudo, en verdad, haberle dicho a Jesús: “Hijo, te lo suplico, ten compasión de esta gente. ¡Mira cuán apenada esta!”. O, si no: “Anda, hijo mío, soy yo quien te pide este pequeño favor. ¡Hazlo por mí!”. Pero María dice una sola frase (“Hagan lo que él les diga”) y no vuelve a hablar más.

Calla, por ejemplo, cuando un día, acompañada de unos parientes, va en busca de Jesús a algún lugar de la ancha Galilea:

“Aún estaba Jesús hablando a la gente, cuando llegaron su madre y sus parientes. Se habían quedado fuera y trataban de hablar con él. Alguien le dijo:

“-¡Oye! Ahí fuera están tu madre y tus hermanos que quieren hablar contigo.

“Respondió Jesús:

“-¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos? –Y señalando con la mano a sus discípulos continuó-: Estos son mi madre y mis hermanos” (Mateo 12, 46-49).

Ahora bien, ¿se sintió ofendida María por estas palabras? Si se ofendió, nunca lo sabremos, pues no dijo una sola palabra. Como tampoco dijo nada en el Calvario, al pie de la cruz –donde pudo haber hablado y dicho las peores cosas a los verdugos-, ni el día de Pentecostés.

Aprendamos de ella, hermanos míos. No discutamos. No peleemos. Antes bien, aprendamos de este Vaso Espiritual a contener y a no derramar. ¡Ya sé que preferirías desahogarte! ¿Y de qué sirve? A nadie le duele nuestro dolor.

Mira lo que en el siglo IV dijo una vez San Juan Crisóstomo, y con estas palabras doy por terminada mi conferencia de hoy; guárdalas en tu corazón y no permitas que los pájaros del olvido se lleven en sus picos esta buena semilla:

“Por todos lados el demonio nos coloca trampas; principalmente arma contra nosotros nuestra lengua y nuestra boca. Una lengua siempre en movimiento, una boca que jamás está cerrada, es el órgano que el demonio utiliza más a menudo para engañarnos y perdernos. ¡Qué fácil es pecar por medio de la lengua!... Dios la ha rodeado de una doble barrera, los dientes y los labios, por miedo a que, actuando con ligereza, seáis llevado demasiado fácilmente a decir lo que no conviene” (Primera instrucción a los catecúmenos, 4).


Siguió diciendo el predicador:

¿No a la hora del rezo del Rosario llamamos a María vaso espiritual de elección? La llamamos vaso porque es capaz de contener lo que hemos depositado en ella. Si no pudiera contenerlo, la llamaríamos cedazo. ¡Oh, no tomen esto, mis queridos hermanos, por una irreverencia!

Ya en el Antiguo Testamento se quejaba el Señor Dios de que los israelitas lo abandonaran a Él, fuente de agua viva, para construirse cisternas agrietadas que no conservan el agua (Cf. Jeremías 2, 13).

Hay hombres y mujeres en este mundo que se asemejan a estas cisternas, pues se desparraman por todas partes. ¡Sé tú, que me escuchas, vaso que contiene y no colador que desparrama!

Una vez que los magos desaparecen en el horizonte, no volvemos a ver a María sino doce años después, en Jerusalén: “Por las fiestas de Pascua iban los padres de Jesús todos los años a la ciudad santa. Cuando cumplió doce años, subieron a la fiesta, según costumbre. Al terminar ésta, mientras ellos se volvían, el niño Jesús se quedó en Jerusalén, sin que sus padres lo supieran. Pensando que iba en la caravana, hicieron una jornada de camino y se pusieron a buscarlo entre parientes y conocidos. Al no encontrarlo, volvieron en su busca a Jerusalén. Al cabo de tres días lo encontraron en el templo, sentado en medio de los doctores, escuchándolos y haciéndoles preguntas… Su madre le dijo:

“-Hijo, ¿por qué nos has hecho esto? Mira que tu padre y yo te buscábamos angustiados” (Lucas 2, 41-48).

Y eso es todo. María no se enzarza en chillantes discusiones ni en disputas histéricas. No se pone a discutir con su Hijo ni le pide más explicaciones que la que ya escuchamos. María, hermanos, no es una mujer discutidora, y esto es algo que podemos apreciar con nitidez en otro pasaje evangélico. ¿Recuerdan ustedes lo que tuvo lugar en una pequeña e insignificante aldea de Galilea llamada Caná?

“Se celebraba una boda en Caná de Galilea; allí estaba la madre de Jesús. Jesús y sus discípulos también fueron invitados a la boda. Se acabó el vino, y la madre de Jesús le dice:

“-Ya no tienen vino.

“-¿Qué quieres de mí, mujer? Aún no ha llegado mi hora.

“La madre dice a los sirvientes:

“-Hagan lo que él les diga” (Juan 2, 1-5).

Este texto gusta de manera especialísima a nuestros hermanos separados, pues como sienten una gran antipatía por Nuestra Señora, la acusan de fomentar en las fiestas el abuso de bebidas embriagantes. “¿No ve usted con qué desprecio la llama mujer?”, me dijo una vez uno de ellos. Y yo a mi vez le contesté que la palabra mujer, al menos en el vocabulario de Jesús, no era de ningún modo ofensivo, sino más bien cariñoso. “Mujer, no llores” (Marcos 7, 13), dijo en una ocasión a aquella viuda que gemía a causa de la pérdida de su único hijo. ¿O hay en ello algo ofensivo? ¡No me lo parece! Pero prosigamos con las bodas de Caná. ¿Qué es lo que hace María cuando descubre que los novios ya no tienen vino? Ante la respuesta de Jesús, no pierde tiempo en vanas discusiones o indignos regateos. Ella es la madre. Así que, plena de dignidad y sin derrochar palabras, va con los sirvientes y les aconseja: “Hagan lo que él les diga”.

Los padres de familia deberían aprender de Nuestra Señora lo que puede llamarse “el arte del mando”. María no discute, no negocia, sino que va al grano y todo se hace como ella quiere. Pudo, en verdad, haberle dicho a Jesús: “Hijo, te lo suplico, ten compasión de esta gente. ¡Mira cuán apenada esta!”. O, si no: “Anda, hijo mío, soy yo quien te pide este pequeño favor. ¡Hazlo por mí!”. Pero María dice una sola frase (“Hagan lo que él les diga”) y no vuelve a hablar más.

Calla, por ejemplo, cuando un día, acompañada de unos parientes, va en busca de Jesús a algún lugar de la ancha Galilea:

“Aún estaba Jesús hablando a la gente, cuando llegaron su madre y sus parientes. Se habían quedado fuera y trataban de hablar con él. Alguien le dijo:

“-¡Oye! Ahí fuera están tu madre y tus hermanos que quieren hablar contigo.

“Respondió Jesús:

“-¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos? –Y señalando con la mano a sus discípulos continuó-: Estos son mi madre y mis hermanos” (Mateo 12, 46-49).

Ahora bien, ¿se sintió ofendida María por estas palabras? Si se ofendió, nunca lo sabremos, pues no dijo una sola palabra. Como tampoco dijo nada en el Calvario, al pie de la cruz –donde pudo haber hablado y dicho las peores cosas a los verdugos-, ni el día de Pentecostés.

Aprendamos de ella, hermanos míos. No discutamos. No peleemos. Antes bien, aprendamos de este Vaso Espiritual a contener y a no derramar. ¡Ya sé que preferirías desahogarte! ¿Y de qué sirve? A nadie le duele nuestro dolor.

Mira lo que en el siglo IV dijo una vez San Juan Crisóstomo, y con estas palabras doy por terminada mi conferencia de hoy; guárdalas en tu corazón y no permitas que los pájaros del olvido se lleven en sus picos esta buena semilla:

“Por todos lados el demonio nos coloca trampas; principalmente arma contra nosotros nuestra lengua y nuestra boca. Una lengua siempre en movimiento, una boca que jamás está cerrada, es el órgano que el demonio utiliza más a menudo para engañarnos y perdernos. ¡Qué fácil es pecar por medio de la lengua!... Dios la ha rodeado de una doble barrera, los dientes y los labios, por miedo a que, actuando con ligereza, seáis llevado demasiado fácilmente a decir lo que no conviene” (Primera instrucción a los catecúmenos, 4).