/ domingo 14 de junio de 2020

El supremo fracaso

EL SUPREMO FRACASO

Al ver sus caras apenadas, alargadas y tristes, no pude dejar de recordar aquel pasaje evangélico en el que, un día, “los apóstoles se reunieron con Jesús y le contaron todo lo que habían hecho y enseñado” (Marcos 6, 30). Estaban felices y ahora le pasaban el reporte. Habían curado enfermos, expulsado demonios y hecho muchos prosélitos anunciando por todos los caminos de Israel la buena nueva del reino de Dios. Están cansados, pero felices: su siembra ha dado, a lo que parece, mucho fruto. De tal manera se ven cansados, que Jesús les dice:

“-Vengan ustedes solos a un lugar deshabitado para descansar un poco”.

Y añade el evangelio: “Porque eran tantos los que iban y venían que no tenían tiempo ni para comer” (Marcos 6, 31).

¡Bien merecida que se tenían la modesta vacación! Claro, el trabajador no sólo tiene derecho a su salario, como dice la Escritura, sino también a su descanso.

Los misioneros de mi parroquia, en cambio, además de cansados se ven deprimidos.

-De diez casas que visitamos el día de hoy –me informó uno-, nueve estuvieron siempre cerradas, y la única que nos abrió sus puertas fue para luego cerrárnoslas ante nuestras narices.

-Nadie tiene tiempo –dijo otro-. Había que hablar como tarabillas para que nos escucharan. Nos decían mientras echaban a andar el motor: “Sí, dígame, ¿qué se le ofrece? ¿En qué le puedo ayudar?”. ¡Pero así no es posible anunciar nada!

-Y con el calor que hacía –exclamó un tercero-… Nadie nos ofreció siquiera un vaso de agua.

Yo movía la cabeza hacia arriba y hacia abajo haciéndoles ver que los comprendía. En efecto, nuestros tiempos no son ya los tiempos de Jesús. Antes podías llamar a una puerta y te abrían, aunque no fuera más que para cumplir con el sacrosanto deber de la hospitalidad. Pero ahora, ¿quién se atrevería a abrir la puerta? Temerán que se trate de un asaltante, de un migrante, de un secuestrador o de un vendedor de enciclopedias. En el mejor de los casos, una voz lejana como una estrella te preguntará a través del interfono:

-¿Quién es? ¿Qué desea? –y lo dirá en el tono de quien regaña más que pregunta. No nos mirará a la cara y, por lo tanto, le será fácil despacharnos en seguida, tal vez dejándonos con la palabra en la boca. Dirá, fingiendo la voz presionándose la nariz con los dedos pulgar e índice o poniéndose por un momento en el lugar de la sirvienta (es decir, trocando provisionalmente su identidad):

-Los señores no están en casa, y yo no tengo permiso para abrir.

Y nos invitarán a marcharnos, rechazando así con más o menos amabilidad, más o menos civilizadamente, el mensaje que quizá tendrían necesidad de escuchar para librarse de la culpa o incluso de la desesperación.

Sí, hoy es más difícil que antes anunciar el evangelio. Sociológicamente más difícil, y así se lo expliqué a los misioneros, que ensayaban todo tipo de muecas para expresar su pesar.

¿Cómo explicarles que, pese a todo, deben alegrarse? ¿Cómo decirles que, al final, Cristo no nos juzgará por nuestros éxitos, sino más bien por nuestros fracasos, cuando fracasamos por amor suyo? Dichosos los que lloran. En la lógica del evangelio –extraña lógica, por cierto-, el que pierde, gana. Cristo, si pudiéramos decirlo así, fue un gran perdedor a los ojos del mundo y, sin embargo…

Escribió el gran teólogo, filósofo y sacerdote francés Yves de Montcheuil (1900-1944) poco antes de morir en un combate de la Resistencia:

“Disposición para aceptar el fracaso: no solamente el fracaso material, sino también el fracaso en la acción por el Reino. No hay que considerar el fracaso de lo que se ha emprendido por el Reino de Dios como un criterio válido. El fracaso es normal, ya que aquel que quiere entrar en el Reino de los cielos se prohíbe a sí mismo toda una serie de medios que el adversario emplea, y contra los cuales él se encuentra indefenso. En este sentido, la obra de Cristo es como un fracaso, y sin embargo la Iglesia nace de este fracaso supremo que es la cruz. El misterio de la cruz de Cristo se reproduce en la vida de muchos cristianos: he aquí por qué es necesario considerar el fracaso como algo normal; lo mismo la contradicción, porque el hecho de no encontrar obstáculos es la señal de una acción no fecunda para el Reino, de una acción destinada a ser superficial. Cuando las fuerzas del mal se sienten verdaderamente amenazadas, desencadenan todos sus asaltos. Es imposible gozar de la simpatía general si se tiene el valor de atacar el mal desde la raíz: por eso es raro, cuando se quiere que dé un paso hacia el Reino, que no piense en seguida a chocar contra alguna cosa a la que aprecia bastante todavía.

“Hay, pues, que considerar el fracaso como algo normal. Lo que importa para la difusión del Reino no es el fracaso, sino la fuente de ese fracaso. Si el fracaso es debido al hecho de no haber querido emplear medios no conformes al Reino, no debe ser considerado un fracaso real, mientras que un éxito debido al empleo de las fuerzas del mal, no es un éxito según Dios, sino una derrota. El Reino de Dios se puede perseguir únicamente con medios conformes al Reino de Dios”.

Dicho de otra manera: al final, no me preguntarán: “¿Te escucharon cuando hablaste? ¿Y cuántos conversos conseguiste? ¿Llenabas plazas? ¿Congregabas multitudes?”, sino: “¿No te quedaste callado?”. Nos preguntarán no si tuvimos éxito, sino únicamente si hicimos aquellos que considerábamos el mayor de nuestros deberes. En la difusión del evangelio y en todo lo demás.

EL SUPREMO FRACASO

Al ver sus caras apenadas, alargadas y tristes, no pude dejar de recordar aquel pasaje evangélico en el que, un día, “los apóstoles se reunieron con Jesús y le contaron todo lo que habían hecho y enseñado” (Marcos 6, 30). Estaban felices y ahora le pasaban el reporte. Habían curado enfermos, expulsado demonios y hecho muchos prosélitos anunciando por todos los caminos de Israel la buena nueva del reino de Dios. Están cansados, pero felices: su siembra ha dado, a lo que parece, mucho fruto. De tal manera se ven cansados, que Jesús les dice:

“-Vengan ustedes solos a un lugar deshabitado para descansar un poco”.

Y añade el evangelio: “Porque eran tantos los que iban y venían que no tenían tiempo ni para comer” (Marcos 6, 31).

¡Bien merecida que se tenían la modesta vacación! Claro, el trabajador no sólo tiene derecho a su salario, como dice la Escritura, sino también a su descanso.

Los misioneros de mi parroquia, en cambio, además de cansados se ven deprimidos.

-De diez casas que visitamos el día de hoy –me informó uno-, nueve estuvieron siempre cerradas, y la única que nos abrió sus puertas fue para luego cerrárnoslas ante nuestras narices.

-Nadie tiene tiempo –dijo otro-. Había que hablar como tarabillas para que nos escucharan. Nos decían mientras echaban a andar el motor: “Sí, dígame, ¿qué se le ofrece? ¿En qué le puedo ayudar?”. ¡Pero así no es posible anunciar nada!

-Y con el calor que hacía –exclamó un tercero-… Nadie nos ofreció siquiera un vaso de agua.

Yo movía la cabeza hacia arriba y hacia abajo haciéndoles ver que los comprendía. En efecto, nuestros tiempos no son ya los tiempos de Jesús. Antes podías llamar a una puerta y te abrían, aunque no fuera más que para cumplir con el sacrosanto deber de la hospitalidad. Pero ahora, ¿quién se atrevería a abrir la puerta? Temerán que se trate de un asaltante, de un migrante, de un secuestrador o de un vendedor de enciclopedias. En el mejor de los casos, una voz lejana como una estrella te preguntará a través del interfono:

-¿Quién es? ¿Qué desea? –y lo dirá en el tono de quien regaña más que pregunta. No nos mirará a la cara y, por lo tanto, le será fácil despacharnos en seguida, tal vez dejándonos con la palabra en la boca. Dirá, fingiendo la voz presionándose la nariz con los dedos pulgar e índice o poniéndose por un momento en el lugar de la sirvienta (es decir, trocando provisionalmente su identidad):

-Los señores no están en casa, y yo no tengo permiso para abrir.

Y nos invitarán a marcharnos, rechazando así con más o menos amabilidad, más o menos civilizadamente, el mensaje que quizá tendrían necesidad de escuchar para librarse de la culpa o incluso de la desesperación.

Sí, hoy es más difícil que antes anunciar el evangelio. Sociológicamente más difícil, y así se lo expliqué a los misioneros, que ensayaban todo tipo de muecas para expresar su pesar.

¿Cómo explicarles que, pese a todo, deben alegrarse? ¿Cómo decirles que, al final, Cristo no nos juzgará por nuestros éxitos, sino más bien por nuestros fracasos, cuando fracasamos por amor suyo? Dichosos los que lloran. En la lógica del evangelio –extraña lógica, por cierto-, el que pierde, gana. Cristo, si pudiéramos decirlo así, fue un gran perdedor a los ojos del mundo y, sin embargo…

Escribió el gran teólogo, filósofo y sacerdote francés Yves de Montcheuil (1900-1944) poco antes de morir en un combate de la Resistencia:

“Disposición para aceptar el fracaso: no solamente el fracaso material, sino también el fracaso en la acción por el Reino. No hay que considerar el fracaso de lo que se ha emprendido por el Reino de Dios como un criterio válido. El fracaso es normal, ya que aquel que quiere entrar en el Reino de los cielos se prohíbe a sí mismo toda una serie de medios que el adversario emplea, y contra los cuales él se encuentra indefenso. En este sentido, la obra de Cristo es como un fracaso, y sin embargo la Iglesia nace de este fracaso supremo que es la cruz. El misterio de la cruz de Cristo se reproduce en la vida de muchos cristianos: he aquí por qué es necesario considerar el fracaso como algo normal; lo mismo la contradicción, porque el hecho de no encontrar obstáculos es la señal de una acción no fecunda para el Reino, de una acción destinada a ser superficial. Cuando las fuerzas del mal se sienten verdaderamente amenazadas, desencadenan todos sus asaltos. Es imposible gozar de la simpatía general si se tiene el valor de atacar el mal desde la raíz: por eso es raro, cuando se quiere que dé un paso hacia el Reino, que no piense en seguida a chocar contra alguna cosa a la que aprecia bastante todavía.

“Hay, pues, que considerar el fracaso como algo normal. Lo que importa para la difusión del Reino no es el fracaso, sino la fuente de ese fracaso. Si el fracaso es debido al hecho de no haber querido emplear medios no conformes al Reino, no debe ser considerado un fracaso real, mientras que un éxito debido al empleo de las fuerzas del mal, no es un éxito según Dios, sino una derrota. El Reino de Dios se puede perseguir únicamente con medios conformes al Reino de Dios”.

Dicho de otra manera: al final, no me preguntarán: “¿Te escucharon cuando hablaste? ¿Y cuántos conversos conseguiste? ¿Llenabas plazas? ¿Congregabas multitudes?”, sino: “¿No te quedaste callado?”. Nos preguntarán no si tuvimos éxito, sino únicamente si hicimos aquellos que considerábamos el mayor de nuestros deberes. En la difusión del evangelio y en todo lo demás.