/ domingo 23 de febrero de 2020

El amor desconocido


Les voy a contar ahora, queridos jóvenes, un cuento muy extraño.

Érase una vez un hombre llamado Juan de Lois que por una equivocación del cartero –ustedes ya lo saben: los carteros se equivocan, a veces- recibió una carta dirigida a un tal Juan Morais, desconocido suyo, que vivía en el mismo pueblo. Semejante error tal vez se debe, como ustedes comprenderán, a la similitud de los nombres. Así pues, rasgó el sobre y comenzó a leerla.

Tan distraído era este Juan de Lois que, mientras leía, ni siquiera se había percatado de que la carta no iba dirigida a él. Cuando se dio cuenta del error, pasados unos minutos, “pensó interrumpir de golpe la lectura, pero lo que iba conociendo le parecía tan alentador y hermoso que antes de acometer la segunda cuartilla ya había resuelto que la carta no saldría nunca de su casa, y se tuvo por su receptor natural, pues lo que contaba en ella la remitente, que se llamaba Oliva Leandro, era muy bello y parecía escrito para él, sólo para él”.

Nunca sabremos lo que aquella carta decía, pero a la mañana siguiente Juan de Lois escribió a Oliva Leandro cinco páginas de apretada letra confesándole el error del cartero, disculpándose por su inicial distracción, excusándose por su inoportuna indiscreción, pero suplicándole, al mismo tiempo, que le siguiera escribiendo. ¡Es tan hermoso recibir una carta dirigida sólo a uno! Este placer ya no lo conocerán los jóvenes del e-mail. Pero prosigamos con nuestra historia.

“Cuatro días más tarde, cuando llegó la contestación de Oliva Leandro, Juan de Lois no se atrevía a abrir la carta, pues imaginó que allí dentro podían venir quejas y recriminaciones, e incluso la amenaza de poner aquella confesada violación de correspondencia en manos de algún abogado”. Claro, aquí como en España, y como en todo el mundo, leer las cartas de otros es un delito que se paga caro.

“Una hora más tarde, cuando Juan de Lois ya fue capaz de despegar el sobre, se encontró con un texto todavía más sugerente que el que había leído días atrás, ‘porque tú escribes mejor que Juan Morais’, le decía Oliva Leandro, ‘y además tienes que saber que él y yo no nos conocemos personalmente; pues toda nuestra relación es por carta desde que nos apuntamos a un club de amistades que hay en Salamanca y que por doscientas pesetas de daban una lista de personas solitarias que quieren tratarse’ ”.

Para no alargar demasiado mi relato, queridos jóvenes, les diré que aquella amistad nacida como por azar –aunque, ya lo sabemos, el azar no existe- duró quince años. Como lo oyen: ¡quince años! Y, si pudiéramos hablar así, se trataba de una amistad intensa, aunque nunca Juan de Lois y Oliva Leandro se hubiesen visto las caras. Oliva le escribía los lunes y los miércoles; Juan, los martes y los jueves, en tanto que los días restantes los pasaban cultivando la nostalgia de la espera.

¿Y por qué no se conocieron nunca personalmente?, me preguntarán ustedes. En seguida se lo diré. “En la séptima carta que le envió a Juan, Oliva Leandro le pidió que nunca tendrían que conocerse, ‘porque lo bonito de nuestra amistad es vivir tan cerca, a menos de una hora en tren, y no vernos. Es mucho mejor imaginarnos…’ ”.

Sin embargo, el tiempo pasaba, los amigos envejecían, y un día de 1998 “la carta que envió Oliva Leandro era diferente a todas las demás, pues en ella le participaba a Juan Lois una noticia terrible: le habían detectado un cáncer de páncreas y los médicos no le daban siquiera un mes de vida. ‘Tengo cuarenta y seis años, añadía Oliva Leandro, diez menos que tú y, sin embargo, me voy a morir pronto. Ya no trabajo y me gustaría que por fin nos viéramos. Pero no quiero que vengas ahora. Debes hacerlo cuando me quede muy poco tiempo de vida y eso, sólo será para dentro de unas semanas, de modo que puedes visitarme el próximo 8 de noviembre’…”.

Cuando llegó el día señalado, Juan Lois llamó a la puerta, escuchó a lo lejos el llanto desconsolado de alguien, y cuando le abrieron supo que ya era tarde. Oliva Leandro había muerto una hora antes.

“-Ayer se puso enferma y todos sabíamos que era el final”, le dijo una sobrina de la difunta, que fue quien recibió a Juan de Lois. “Y ahora espere a que terminen de amortajarla, que ya le podrá ver. Tiene el rostro muy vivo, muy alerta, como quien espera a una persona que ama. Que amó, seguramente”… Y colorín colorado, este cuento se ha acabado.

-Pero eso no es amor –gritó uno de los muchachos, mostrándose indignado. El cuento, tal vez, le había parecido demasiado triste.

-¿Que no es amor? –dije yo, sin soltar el libro que traía en la mano y en cuya portada se leía: César Gavela, Cuentos de Amor y del Norte-. ¿Y por qué no? A veces es preferible amar desde la distancia, imaginándonos más que viendo a la persona amada.

-¿Pero por qué? –preguntó otro joven-. ¡Eso es absurdo!

-Están ustedes en toda libertad para sacar todas las conclusiones pertinentes al caso. Y ahora, si me lo permiten, les leeré otro cuento del mismo autor. Si lo escuchan con atención, seguramente encontrarán en él la clave del anterior. Dice así: “No conozco el mar, pero me lo han contado –decía Marta-. Y me ha gustado tanto que prefiero no verlo, por si después me defrauda”.

-¿Y eso es todo?

-Eso es todo. Y ahora medítenlos para que en la próxima clase me entreguen sobre ellos un breve ensayo. Extensión: 2 cuartillas como mínimo, escrito con el tipo New Times Roman de 12 puntos e interlineado sencillo. ¡Hasta la próxima, pues!


Les voy a contar ahora, queridos jóvenes, un cuento muy extraño.

Érase una vez un hombre llamado Juan de Lois que por una equivocación del cartero –ustedes ya lo saben: los carteros se equivocan, a veces- recibió una carta dirigida a un tal Juan Morais, desconocido suyo, que vivía en el mismo pueblo. Semejante error tal vez se debe, como ustedes comprenderán, a la similitud de los nombres. Así pues, rasgó el sobre y comenzó a leerla.

Tan distraído era este Juan de Lois que, mientras leía, ni siquiera se había percatado de que la carta no iba dirigida a él. Cuando se dio cuenta del error, pasados unos minutos, “pensó interrumpir de golpe la lectura, pero lo que iba conociendo le parecía tan alentador y hermoso que antes de acometer la segunda cuartilla ya había resuelto que la carta no saldría nunca de su casa, y se tuvo por su receptor natural, pues lo que contaba en ella la remitente, que se llamaba Oliva Leandro, era muy bello y parecía escrito para él, sólo para él”.

Nunca sabremos lo que aquella carta decía, pero a la mañana siguiente Juan de Lois escribió a Oliva Leandro cinco páginas de apretada letra confesándole el error del cartero, disculpándose por su inicial distracción, excusándose por su inoportuna indiscreción, pero suplicándole, al mismo tiempo, que le siguiera escribiendo. ¡Es tan hermoso recibir una carta dirigida sólo a uno! Este placer ya no lo conocerán los jóvenes del e-mail. Pero prosigamos con nuestra historia.

“Cuatro días más tarde, cuando llegó la contestación de Oliva Leandro, Juan de Lois no se atrevía a abrir la carta, pues imaginó que allí dentro podían venir quejas y recriminaciones, e incluso la amenaza de poner aquella confesada violación de correspondencia en manos de algún abogado”. Claro, aquí como en España, y como en todo el mundo, leer las cartas de otros es un delito que se paga caro.

“Una hora más tarde, cuando Juan de Lois ya fue capaz de despegar el sobre, se encontró con un texto todavía más sugerente que el que había leído días atrás, ‘porque tú escribes mejor que Juan Morais’, le decía Oliva Leandro, ‘y además tienes que saber que él y yo no nos conocemos personalmente; pues toda nuestra relación es por carta desde que nos apuntamos a un club de amistades que hay en Salamanca y que por doscientas pesetas de daban una lista de personas solitarias que quieren tratarse’ ”.

Para no alargar demasiado mi relato, queridos jóvenes, les diré que aquella amistad nacida como por azar –aunque, ya lo sabemos, el azar no existe- duró quince años. Como lo oyen: ¡quince años! Y, si pudiéramos hablar así, se trataba de una amistad intensa, aunque nunca Juan de Lois y Oliva Leandro se hubiesen visto las caras. Oliva le escribía los lunes y los miércoles; Juan, los martes y los jueves, en tanto que los días restantes los pasaban cultivando la nostalgia de la espera.

¿Y por qué no se conocieron nunca personalmente?, me preguntarán ustedes. En seguida se lo diré. “En la séptima carta que le envió a Juan, Oliva Leandro le pidió que nunca tendrían que conocerse, ‘porque lo bonito de nuestra amistad es vivir tan cerca, a menos de una hora en tren, y no vernos. Es mucho mejor imaginarnos…’ ”.

Sin embargo, el tiempo pasaba, los amigos envejecían, y un día de 1998 “la carta que envió Oliva Leandro era diferente a todas las demás, pues en ella le participaba a Juan Lois una noticia terrible: le habían detectado un cáncer de páncreas y los médicos no le daban siquiera un mes de vida. ‘Tengo cuarenta y seis años, añadía Oliva Leandro, diez menos que tú y, sin embargo, me voy a morir pronto. Ya no trabajo y me gustaría que por fin nos viéramos. Pero no quiero que vengas ahora. Debes hacerlo cuando me quede muy poco tiempo de vida y eso, sólo será para dentro de unas semanas, de modo que puedes visitarme el próximo 8 de noviembre’…”.

Cuando llegó el día señalado, Juan Lois llamó a la puerta, escuchó a lo lejos el llanto desconsolado de alguien, y cuando le abrieron supo que ya era tarde. Oliva Leandro había muerto una hora antes.

“-Ayer se puso enferma y todos sabíamos que era el final”, le dijo una sobrina de la difunta, que fue quien recibió a Juan de Lois. “Y ahora espere a que terminen de amortajarla, que ya le podrá ver. Tiene el rostro muy vivo, muy alerta, como quien espera a una persona que ama. Que amó, seguramente”… Y colorín colorado, este cuento se ha acabado.

-Pero eso no es amor –gritó uno de los muchachos, mostrándose indignado. El cuento, tal vez, le había parecido demasiado triste.

-¿Que no es amor? –dije yo, sin soltar el libro que traía en la mano y en cuya portada se leía: César Gavela, Cuentos de Amor y del Norte-. ¿Y por qué no? A veces es preferible amar desde la distancia, imaginándonos más que viendo a la persona amada.

-¿Pero por qué? –preguntó otro joven-. ¡Eso es absurdo!

-Están ustedes en toda libertad para sacar todas las conclusiones pertinentes al caso. Y ahora, si me lo permiten, les leeré otro cuento del mismo autor. Si lo escuchan con atención, seguramente encontrarán en él la clave del anterior. Dice así: “No conozco el mar, pero me lo han contado –decía Marta-. Y me ha gustado tanto que prefiero no verlo, por si después me defrauda”.

-¿Y eso es todo?

-Eso es todo. Y ahora medítenlos para que en la próxima clase me entreguen sobre ellos un breve ensayo. Extensión: 2 cuartillas como mínimo, escrito con el tipo New Times Roman de 12 puntos e interlineado sencillo. ¡Hasta la próxima, pues!