/ domingo 13 de septiembre de 2020

Cartas a Escritores

-¿Entonces a ti no te escriben tus lectores? –me preguntó mi amigo adoptando una pose levemente irónica y guiñándose un ojo a sí mismo

No –dije-. En realidad, no me escriben.

-¿Y eso no te desanima? –volvió a decir, ahora con más malicia que nunca.

-¿Y por qué va a desanimarme? ¡Mis lectores son gente muy ocupada! Es más, casi podría decir que les agradezco el que no me escriban. Porque, si me escribieran, tendría que contestarles, y entonces ya no dispondría de tiempo más que para escribir cartas, lo cual se me antoja bastante fastidioso.

Mi amigo se me quedó viendo con despecho. Así que, aprovechándome de su aturrullamiento, volví a la carga:

-Escribo, ya lo ves, porque nadie me escribe.

-¿Pero de veras no te importa nada?

-¡Nada! Ahora verás por qué. ¿Podrías ponerte cómodo?

Y entonces, tomando un libro del estante, leí en voz más alta de lo normal:

“Parece que hay escritores a quienes el público aninma, dirigiéndoles, con más o menos frecuencia, cartas de aprobación. Conmigo, sin embargo, se da muy raramente, y si yo me hago la ilusión de ser leído por alguien, es, tan sólo, gracias a ciertas almas piadosas que de vez en cuando me envían misivas insultantes a propósito de mis artículos. Yo enseño estas misivas y consolido con ellas, ante las Empresas, mi posición y mi prestigio.

“-No dirán ustedes –exclamo- que mis trabajos pasan inadvertidos o que no hacen mella. Aquí hay un señor que me llama animal, y otro que me anuncia un garrotazo en la cabeza. Creo que el éxito no admite dudas…

“Pero, recientemente, me ha salido un admirador, un verdadero admirador, en la provincia de Guadalajara. ‘Soy –me viene a decir este hombre magnífico- uno de sus lectores más asiduos y más inteligentes, y me he subscrito al El Sol con el único objeto de ver los artículos de usted’…

“Y desde entonces, yo no puedo escribir, porque la imagen de mi admirador me obsesiona por completo. Se me ocurre un asunto bonito, cojo la pluma e inmediatamente me digo: “¿Le gustará este tema al señor de Guadalajara?”. Yo tengo la sensación de que escribo únicamente para este señor, y no quisiera defraudarle. Este señor vive en un pequeño pueblo de la provincia, donde, por desgracia, yo no he estado nunca. Ignoro en absoluto la ideología local, y esto pone en mi trabajo dificultades enormes. De buena gana me pasaría varias noches en claro leyendo, con unas gafas muy gordas, unos volúmenes grandes, si a esta costa pudiera llegar a conocer las opiniones políticas, estéticas y religiosas que predominan en el distrito. Por desdicha, la cosa es imposible, y yo temo siempre desilusionar a mi admirador. Tal párrafo que acabo de escribir creo que le parecerá vulgar, y lo borro. Pongo en tensión todos mis nervios hasta que se me ocurre una cosa más fina, y entonces me asalta un pensamiento terrible:

“-¿Entenderá esto mi admirador? –me pregunto-. ¿No resultarán estas consideraciones demasiado sutiles para un pueblo de pocos vecinos?

“Verdaderamente, el señor de la provincia de Guadalajara ha tenido una idea bien peregrina cuando se ha decidido a escribirme. Ahora comprendo por qué tantos escritores malos tienen tantos y tan buenos admiradores. Con dos admiradores más, y me volveré completamente idiota”.

-Julio Camba (1882-1962) –dije, dando fin a la lectura-. La rana viajera. ¿Comprendes ahora por qué no necesito cartas? ¿Para luego devaname los sesos pensando en si lo que he escrito será apobado o no por mis supuestos admiradores (que, por lo demás, nadie sabe si de verdad existen)?

Dejé el libro en el estante y tomé otro; ahora se trataba de El viento ligero en Parma, de Enrique Vila-Matas; lo abrí a la altura de un separador que había dejado puesto en la página 58, y volví a leer, aunque ahora en un tono más ligero:

“Y ahí no acabó todo porque, poco después de terminar la lactura de ese libro y unos minutos antes de que me llamaran de la radio para que eligiera un texto literario, abrí una carta que me había enviado desde Colonia mi amigo Ricardo Bada, una carta en la que me documentaba ampliamente sobre el caso del periodista Lorenzo Garza, un hombre que llegó a la Huelva de los años sesenta destinado a la plantilla del único diario de esa ciudad. ‘En el panorama –me escribe Bada- ceniciento de nuestra ciudad, Garza era un ave del paraíso. Escribía muy bien y era un agudo comentarista de política internacional… En 1961 me marché para cumplir el servicio militar en Madrid, y, un día, en una librería de viejo, descubrí un ejemplar de La marcha humana, novela de Lorenzo Garza. Muy contento con este descubrimiento, le comenté al volver a Huelva lo mucho que me extrañaba que nunca me hubiera dicho que también era escritor. ¡Para qué dse lo dije! Me exigió que le entregase mi ejemplar (cosa que no hice, faltaría más), porque quería destruirlo, y después de un largo periodo de medio enfado, cuando se enteró de que pensaba irme de España, él mismo buscó de nuevo la relación conmigo y me explicó que aquélla era la única novela que había escrito. Pero es muy buena, le dije yo, ¿por qué no siguió escribiendo? Pues porque apenas se publicó en 1946 –me dijo- recibí una carta muy bonita y muy entusiasta de don Pío Baroja, alabándola mucho: y eso me frenó por completo; estaba absolutamente seguro de que nunca más iba a lograr escribir otra vez algo que mereciese una carta como ésa de don Pío”.

-¿Ves ahora por qué las cartas no son nunca recomendables para un escritor? Si son desdeñosas, lo hieren; si son encomiásticas, lo paralizan. Mejor es escribir, amigo mío, como los pájaros cantan en las ramas, es decir, limitándose a cantar lo mejor que puedeny bien despreocuados de si alguien, en la lejanía, escucha su concierto.

-¿Entonces a ti no te escriben tus lectores? –me preguntó mi amigo adoptando una pose levemente irónica y guiñándose un ojo a sí mismo

No –dije-. En realidad, no me escriben.

-¿Y eso no te desanima? –volvió a decir, ahora con más malicia que nunca.

-¿Y por qué va a desanimarme? ¡Mis lectores son gente muy ocupada! Es más, casi podría decir que les agradezco el que no me escriban. Porque, si me escribieran, tendría que contestarles, y entonces ya no dispondría de tiempo más que para escribir cartas, lo cual se me antoja bastante fastidioso.

Mi amigo se me quedó viendo con despecho. Así que, aprovechándome de su aturrullamiento, volví a la carga:

-Escribo, ya lo ves, porque nadie me escribe.

-¿Pero de veras no te importa nada?

-¡Nada! Ahora verás por qué. ¿Podrías ponerte cómodo?

Y entonces, tomando un libro del estante, leí en voz más alta de lo normal:

“Parece que hay escritores a quienes el público aninma, dirigiéndoles, con más o menos frecuencia, cartas de aprobación. Conmigo, sin embargo, se da muy raramente, y si yo me hago la ilusión de ser leído por alguien, es, tan sólo, gracias a ciertas almas piadosas que de vez en cuando me envían misivas insultantes a propósito de mis artículos. Yo enseño estas misivas y consolido con ellas, ante las Empresas, mi posición y mi prestigio.

“-No dirán ustedes –exclamo- que mis trabajos pasan inadvertidos o que no hacen mella. Aquí hay un señor que me llama animal, y otro que me anuncia un garrotazo en la cabeza. Creo que el éxito no admite dudas…

“Pero, recientemente, me ha salido un admirador, un verdadero admirador, en la provincia de Guadalajara. ‘Soy –me viene a decir este hombre magnífico- uno de sus lectores más asiduos y más inteligentes, y me he subscrito al El Sol con el único objeto de ver los artículos de usted’…

“Y desde entonces, yo no puedo escribir, porque la imagen de mi admirador me obsesiona por completo. Se me ocurre un asunto bonito, cojo la pluma e inmediatamente me digo: “¿Le gustará este tema al señor de Guadalajara?”. Yo tengo la sensación de que escribo únicamente para este señor, y no quisiera defraudarle. Este señor vive en un pequeño pueblo de la provincia, donde, por desgracia, yo no he estado nunca. Ignoro en absoluto la ideología local, y esto pone en mi trabajo dificultades enormes. De buena gana me pasaría varias noches en claro leyendo, con unas gafas muy gordas, unos volúmenes grandes, si a esta costa pudiera llegar a conocer las opiniones políticas, estéticas y religiosas que predominan en el distrito. Por desdicha, la cosa es imposible, y yo temo siempre desilusionar a mi admirador. Tal párrafo que acabo de escribir creo que le parecerá vulgar, y lo borro. Pongo en tensión todos mis nervios hasta que se me ocurre una cosa más fina, y entonces me asalta un pensamiento terrible:

“-¿Entenderá esto mi admirador? –me pregunto-. ¿No resultarán estas consideraciones demasiado sutiles para un pueblo de pocos vecinos?

“Verdaderamente, el señor de la provincia de Guadalajara ha tenido una idea bien peregrina cuando se ha decidido a escribirme. Ahora comprendo por qué tantos escritores malos tienen tantos y tan buenos admiradores. Con dos admiradores más, y me volveré completamente idiota”.

-Julio Camba (1882-1962) –dije, dando fin a la lectura-. La rana viajera. ¿Comprendes ahora por qué no necesito cartas? ¿Para luego devaname los sesos pensando en si lo que he escrito será apobado o no por mis supuestos admiradores (que, por lo demás, nadie sabe si de verdad existen)?

Dejé el libro en el estante y tomé otro; ahora se trataba de El viento ligero en Parma, de Enrique Vila-Matas; lo abrí a la altura de un separador que había dejado puesto en la página 58, y volví a leer, aunque ahora en un tono más ligero:

“Y ahí no acabó todo porque, poco después de terminar la lactura de ese libro y unos minutos antes de que me llamaran de la radio para que eligiera un texto literario, abrí una carta que me había enviado desde Colonia mi amigo Ricardo Bada, una carta en la que me documentaba ampliamente sobre el caso del periodista Lorenzo Garza, un hombre que llegó a la Huelva de los años sesenta destinado a la plantilla del único diario de esa ciudad. ‘En el panorama –me escribe Bada- ceniciento de nuestra ciudad, Garza era un ave del paraíso. Escribía muy bien y era un agudo comentarista de política internacional… En 1961 me marché para cumplir el servicio militar en Madrid, y, un día, en una librería de viejo, descubrí un ejemplar de La marcha humana, novela de Lorenzo Garza. Muy contento con este descubrimiento, le comenté al volver a Huelva lo mucho que me extrañaba que nunca me hubiera dicho que también era escritor. ¡Para qué dse lo dije! Me exigió que le entregase mi ejemplar (cosa que no hice, faltaría más), porque quería destruirlo, y después de un largo periodo de medio enfado, cuando se enteró de que pensaba irme de España, él mismo buscó de nuevo la relación conmigo y me explicó que aquélla era la única novela que había escrito. Pero es muy buena, le dije yo, ¿por qué no siguió escribiendo? Pues porque apenas se publicó en 1946 –me dijo- recibí una carta muy bonita y muy entusiasta de don Pío Baroja, alabándola mucho: y eso me frenó por completo; estaba absolutamente seguro de que nunca más iba a lograr escribir otra vez algo que mereciese una carta como ésa de don Pío”.

-¿Ves ahora por qué las cartas no son nunca recomendables para un escritor? Si son desdeñosas, lo hieren; si son encomiásticas, lo paralizan. Mejor es escribir, amigo mío, como los pájaros cantan en las ramas, es decir, limitándose a cantar lo mejor que puedeny bien despreocuados de si alguien, en la lejanía, escucha su concierto.