/ domingo 15 de septiembre de 2019

A puerta cerrada

Al anochecer del día de la resurrección, estando cerradas las puertas de la casa donde se hallaban los discípulos por miedo a los judíos, se presentó Jesús en medio de ellos y les dijo: “La paz esté con ustedes” (Juan 20, 19)Así comienza el fragmento evangélico que la liturgia propone hoy a nuestra meditación

Los apóstoles, tras la muerte del Señor, seguían reuniéndose: esto es lo primero que salta a la vista; después de la muerte del Señor, no se dispersaron, como podría esperarse, pero tenían miedo. ¿Miedo a qué? ¿Miedo a que la furia de los sumos sacerdotes se desencadenara ahora contra ellos? Es posible. ¿Miedo, pues, a una posible persecución? No descartamos esta hipótesis: después de todo, ellos eran los seguidores de un Hombre que había sido acusado de sedicioso y perturbador. Los judíos no mataban crucificando, sino lapidando; esto quiere decir que si finalmente fue el procurador romano quien dictó la sentencia de muerte, algún temor político debía andar de por medio, ya que las disputas teológicas de los judíos les tenían literalmente sin cuidado. Ahora bien, si el líder de aquella banda había sido abatido, ¿qué podía esperarse de sus seguidores?

En todo caso, Juan, el evangelista, nos los presenta “a puerta cerrada”. Nos imaginamos el talante serio de esa pandilla de desanimados. ¡Ah, si por lo menos hubieran estado con el Señor hasta el final! Pero no: habían huido, siempre a causa de este miedo que no se les quitaba con nada.

A puerta cerrada. Así se titula una de las piezas teatrales más famosas de Jean Paul Sartre (1905-1980), el filósofo francés. Transcurre ésta en una sala permanentemente iluminada en la que han sido recluidos varios sujetos de dudosa moral a los que les cortaron los párpados, de manera que no pueden cerrar los ojos ni dejar de verse constantemente unos a otros. Es en este contexto asfixiante en el que uno de estos criminales llega a exclamar: “El infierno son los demás”. Claro, ¿cómo soportar su mirada? ¿Cómo no sentirse escrutado por esos ojos que no pueden cerrarse ni de día ni de noche? Los que conocen la filosofía de Jean Paul Sartre saben el lugar que ocupa en ella la mirada humana y, también, la mirada divina. Mirar al otro –decía Sartre- es objetivarlo, es decir, convertirlo en objeto, en una cosa más entre las demás cosas de este mundo. Como Sartre era bizco fue muy sensible a la mirada burlona de los demás, y en Las palabras, su autobiografía, narra cómo y cuándo fue que se enemistó con Dios: “Aún mantuve, durante varios años –confiesa-, relaciones públicas con el Todopoderoso, pero en privado dejé de visitarle. Sólo una vez tuve el sentimiento de que existía. Había jugado con unos fósforos y quemado una alfombrita. Estaba tratando de arreglar mi destrozo cuando, de pronto, Dios me vio, sentí su mirada en el interior de mi cabeza y en las manos… Me salvó la indignación; me puse furioso contra tan grosera indiscreción y murmuré: ‘Maldito Dios, maldito Dios, maldito Dios’. No me volvió a mirar nunca más”.

Para Sartre, Dios es, ante todo, un ojo permanentemente abierto que no deja de acusar a sus criaturas; un ojo que no se cierra nunca, que espía, que reprocha, que mata y no deja actuar con libertad.Pues bien, el mensaje que hoy nos transmite el evangelio es un mensaje muy distinto. Jesús no reprocha, no culpabiliza, no habla del pasado; no dice a sus discípulos: “¿Por qué me abandonaron cuando más los necesité?”. Por el contrario, les dice: “¡La paz esté con ustedes!”.Les deseó la paz; y, acto seguido, les mostró las manos y el costado. ¿Por qué les muestra las manos y el costado? Porque en esas manos están aún las marcas del precio que tuvo que pagar para que sus discípulos puedan tener esa paz que Él les desea. Sí: en las manos del Señor, y también en el costado, están todavía las huellas de la pasión; la resurrección no las borró, y tampoco quiso Él que desaparecieran; y las conserva aún ahora donde está: “Ahora que está a la derecha del Padre –escribe el P. Rainiero Cantalamessa- el cuerpo de Jesús no conserva ya los signos y las características de su condición mortal. Pero hay algo que sí conserva celosamente y que muestra a toda la corte celestial: los signos de su pasión, sus heridas. De ellas está orgulloso, pues son el signo de su gran amor por los hombres”.

En el libro de Isaías hay un pasaje hermosísimo en el que los israelitas se quejan de que Dios los tiene muy olvidados, de que casi no se acuerda de ellos. Entonces el Señor les responde así por boca del profeta: “¿Acaso olvida una mujer a su niño de pecho? Pues aunque ella se olvidara, yo nunca me olvidaría de ti. ¡Mira cómo llevo tu nombre tatuado en la palma de mi mano!” (49,15-16). Pues bien, este tatuaje no es todavía nada en comparación a las llagas de Cristo; conservándolas aún después de resucitado, parece decirnos: “¿Cómo quieres que te olvide? ¡Mira mis manos para que te convenzas de mi amor por ti!”.Es esta seguridad, la de ser amados por un Dios que “no se aferró a su condición divina, sino que se anonadó a sí mismo” la que nos quita el miedo y nos devuelve la alegría.

Los discípulos –señala el texto- se alegraron de ver al Señor; nosotros estamos llamados a experimentar el mismo gozo que ellos. ¡Dichosos los que creen sin haber visto! Jesús llamó dichosos a los pobres, a los perseguidos, a los pacíficos, y también a los que, sin haber visto, creen. Nosotros no hemos visto, ni tocado como Tomás: es, pues, a nosotros a quienes Jesús llama dichosos. Hermanos: hoy también, como los primeros discípulos, tenemos miedo, y vivimos como a puerta cerrada. No tengamos miedo. Seamos dichosos. Puesto que no has visto y, sin embargo, crees, Jesús te llama dichoso. ¿Por qué, entonces, se te ve tan triste? Estás en la iglesia; has venido hoy, a reunirte con los demás creyentes. ¡No se te ha tenido que aparecer el Señor para que creas! Dichoso tú. El Señor elogia tu fe. Sé, pues, dichoso. Y que nadie te quite tu alegría. Amén.

Al anochecer del día de la resurrección, estando cerradas las puertas de la casa donde se hallaban los discípulos por miedo a los judíos, se presentó Jesús en medio de ellos y les dijo: “La paz esté con ustedes” (Juan 20, 19)Así comienza el fragmento evangélico que la liturgia propone hoy a nuestra meditación

Los apóstoles, tras la muerte del Señor, seguían reuniéndose: esto es lo primero que salta a la vista; después de la muerte del Señor, no se dispersaron, como podría esperarse, pero tenían miedo. ¿Miedo a qué? ¿Miedo a que la furia de los sumos sacerdotes se desencadenara ahora contra ellos? Es posible. ¿Miedo, pues, a una posible persecución? No descartamos esta hipótesis: después de todo, ellos eran los seguidores de un Hombre que había sido acusado de sedicioso y perturbador. Los judíos no mataban crucificando, sino lapidando; esto quiere decir que si finalmente fue el procurador romano quien dictó la sentencia de muerte, algún temor político debía andar de por medio, ya que las disputas teológicas de los judíos les tenían literalmente sin cuidado. Ahora bien, si el líder de aquella banda había sido abatido, ¿qué podía esperarse de sus seguidores?

En todo caso, Juan, el evangelista, nos los presenta “a puerta cerrada”. Nos imaginamos el talante serio de esa pandilla de desanimados. ¡Ah, si por lo menos hubieran estado con el Señor hasta el final! Pero no: habían huido, siempre a causa de este miedo que no se les quitaba con nada.

A puerta cerrada. Así se titula una de las piezas teatrales más famosas de Jean Paul Sartre (1905-1980), el filósofo francés. Transcurre ésta en una sala permanentemente iluminada en la que han sido recluidos varios sujetos de dudosa moral a los que les cortaron los párpados, de manera que no pueden cerrar los ojos ni dejar de verse constantemente unos a otros. Es en este contexto asfixiante en el que uno de estos criminales llega a exclamar: “El infierno son los demás”. Claro, ¿cómo soportar su mirada? ¿Cómo no sentirse escrutado por esos ojos que no pueden cerrarse ni de día ni de noche? Los que conocen la filosofía de Jean Paul Sartre saben el lugar que ocupa en ella la mirada humana y, también, la mirada divina. Mirar al otro –decía Sartre- es objetivarlo, es decir, convertirlo en objeto, en una cosa más entre las demás cosas de este mundo. Como Sartre era bizco fue muy sensible a la mirada burlona de los demás, y en Las palabras, su autobiografía, narra cómo y cuándo fue que se enemistó con Dios: “Aún mantuve, durante varios años –confiesa-, relaciones públicas con el Todopoderoso, pero en privado dejé de visitarle. Sólo una vez tuve el sentimiento de que existía. Había jugado con unos fósforos y quemado una alfombrita. Estaba tratando de arreglar mi destrozo cuando, de pronto, Dios me vio, sentí su mirada en el interior de mi cabeza y en las manos… Me salvó la indignación; me puse furioso contra tan grosera indiscreción y murmuré: ‘Maldito Dios, maldito Dios, maldito Dios’. No me volvió a mirar nunca más”.

Para Sartre, Dios es, ante todo, un ojo permanentemente abierto que no deja de acusar a sus criaturas; un ojo que no se cierra nunca, que espía, que reprocha, que mata y no deja actuar con libertad.Pues bien, el mensaje que hoy nos transmite el evangelio es un mensaje muy distinto. Jesús no reprocha, no culpabiliza, no habla del pasado; no dice a sus discípulos: “¿Por qué me abandonaron cuando más los necesité?”. Por el contrario, les dice: “¡La paz esté con ustedes!”.Les deseó la paz; y, acto seguido, les mostró las manos y el costado. ¿Por qué les muestra las manos y el costado? Porque en esas manos están aún las marcas del precio que tuvo que pagar para que sus discípulos puedan tener esa paz que Él les desea. Sí: en las manos del Señor, y también en el costado, están todavía las huellas de la pasión; la resurrección no las borró, y tampoco quiso Él que desaparecieran; y las conserva aún ahora donde está: “Ahora que está a la derecha del Padre –escribe el P. Rainiero Cantalamessa- el cuerpo de Jesús no conserva ya los signos y las características de su condición mortal. Pero hay algo que sí conserva celosamente y que muestra a toda la corte celestial: los signos de su pasión, sus heridas. De ellas está orgulloso, pues son el signo de su gran amor por los hombres”.

En el libro de Isaías hay un pasaje hermosísimo en el que los israelitas se quejan de que Dios los tiene muy olvidados, de que casi no se acuerda de ellos. Entonces el Señor les responde así por boca del profeta: “¿Acaso olvida una mujer a su niño de pecho? Pues aunque ella se olvidara, yo nunca me olvidaría de ti. ¡Mira cómo llevo tu nombre tatuado en la palma de mi mano!” (49,15-16). Pues bien, este tatuaje no es todavía nada en comparación a las llagas de Cristo; conservándolas aún después de resucitado, parece decirnos: “¿Cómo quieres que te olvide? ¡Mira mis manos para que te convenzas de mi amor por ti!”.Es esta seguridad, la de ser amados por un Dios que “no se aferró a su condición divina, sino que se anonadó a sí mismo” la que nos quita el miedo y nos devuelve la alegría.

Los discípulos –señala el texto- se alegraron de ver al Señor; nosotros estamos llamados a experimentar el mismo gozo que ellos. ¡Dichosos los que creen sin haber visto! Jesús llamó dichosos a los pobres, a los perseguidos, a los pacíficos, y también a los que, sin haber visto, creen. Nosotros no hemos visto, ni tocado como Tomás: es, pues, a nosotros a quienes Jesús llama dichosos. Hermanos: hoy también, como los primeros discípulos, tenemos miedo, y vivimos como a puerta cerrada. No tengamos miedo. Seamos dichosos. Puesto que no has visto y, sin embargo, crees, Jesús te llama dichoso. ¿Por qué, entonces, se te ve tan triste? Estás en la iglesia; has venido hoy, a reunirte con los demás creyentes. ¡No se te ha tenido que aparecer el Señor para que creas! Dichoso tú. El Señor elogia tu fe. Sé, pues, dichoso. Y que nadie te quite tu alegría. Amén.