/ domingo 28 de noviembre de 2021

Silencio

Leo con atención, lentamente, una vieja novela de Eduardo Mallea (1903-1982), el escritor argentino, titulada Rodeada está de sueño.

Reconozco que no es un buen título –que no es el mejor título- para una novela, y, sin embargo, me atrapa al instante. Cuenta la historia de un hombre solitario -¿se trata de una obra autobiográfica?- que se retira del mundo para estar a solas consigo mismo. Ya ha estado demasiado con los otros; ahora quiere estar con él.

“He venido a este sitio –dice, aunque no precisa a dónde- para desterrarme. Para pensar adecuadamente en las cosas del mundo y hacerme un poco mejor”.

En este lugar él es dueño de su propio tiempo; ni siquiera es necesario llevar un reloj en la muñeca. Leer, escribir, pensar, soñar: he aquí todo lo que quiere. “Con lo que rumio –sigue diciendo-, con lo que escribo y con lo que leo tengo trabajo para todo el día”.

La soledad, como las olas de un mar embravecido, le trae recuerdos que él ya creía olvidados, como restos de un naufragio que nadie esperaba ya en ninguna orilla. Recuerdos de su madre, que murió joven como mueren los pajarillos en sus ramas: serenamente, simplemente dejándose caer; recuerdos de su padre, ese hombre duro por fuera pero blando, muy blando por dentro; recuerdos de mujeres en otro tiempo amadas.

Entre éstas estaba Paula, por ejemplo, la joven que él mismo había abandonado sin que él todavía supiera por qué…

Recuerdos de su hermano menor, Germán, frágil como una copa de cristal, pero apasionado como el fuego…

“La noche fue ayer tan oscura que no se veían los pinos octogenarios. Parecían haberse ido, querer estar ausentes hasta la hora –inevitable- del alba”.

Leer, escribir, pensar, soñar: esto era la vida verdadera, no lo otro. La vida en las ciudades no es aún vida: es un amago, un simulacro, una pasión inútil. En las ciudades sólo se juega a vivir, pues nuestro tiempo pertenece a otro, pertenece a otros.

Y, sin embargo, un día hubo nuestro escritor de volver al lugar donde los hombres no viven: a la ciudad. Una carta recibida le anunció que la esposa de su hermano, de Germán, acababa de morir, y había ido a buscarlo para estar con él; para posar la mano derecha sobre su hombro. Solo, como ahora estaba, se rompería. ¿No hemos dicho ya que su hermano era frágil como una copa de cristal? Con esta muerte, se rompería en pedazos.

Juntos salían los hermanos a caminar por los parques; juntos comían debajo de los árboles, pero Germán callaba siempre. Diríase que desde la muerte de su esposa se había muerto él también, o que se había amortajado a sí mismo con un lienzo de silencio. “Yo lo veía –dice el protagonista de la historia- andar y venir, como si ya nada en el mundo le importara poco ni mucho… Una vez, sólo una vez aludió Germán a sus sentimientos. Fue una frase fugaz, aparentemente insignificante: ‘Lo que me parece más terrible, lo que me parece más terrible, es que nunca pude decirle nada’. Eso fue lo que lamentó; y añadió: ‘Nunca le dije lo que hubiera querido decirle’”.

Y luego, un poco más tarde, tras un silencio largo: “No; nunca pude decirla nada… Y eso será para siempre, para la eternidad. Sólo lo que se dice, sólo lo explícito une; y como yo nunca pude decirle nada, estaremos irremediable, eternamente desunidos”.

Eso fue todo lo que Germán dijo, y se calló para siempre. ¿Para qué hablar, si uno no dice nunca las palabras que harían falta, las palabras esenciales?

El narrador, entonces, lo comprendió todo: los hombres hablan, hablan todo el tiempo, pero para no decir nada, es decir, para callar lo único que importa.

“Ni yo, ni Germán, nos habíamos dicho nada. Lo compartido, lo general, lo accesorio, eso sí, en gran parte, estaba dicho. Pero lo de cada cual, lo último, lo que cada uno venimos a la vida a decir antes de irnos, eso no estaba dicho. ¿Lo habrá dicho alguien a otro alguien? ¿Somos –esto y nada más- un espacio lleno de palabras?”.

La novela –es breve, al fin y al cabo, sin otra trama que ésta- termina con la siguiente meditación:

“¿Será posible –me preguntaba-, será posible que no sepamos de nosotros recíprocamente nada? ¿Será posible que, a la postre y en última instancia, no nos hayamos nunca dicho nada? ¿Será posible que yo, yo mismo, no haya hecho más que encenderme en esas peroraciones que dejan la palabra –la verdadera- intacta? ¿Será posible que yo no haya sabido de quien pasó a mi lado nada; que quien pasó a mi lado no haya sabido de mí nada?

“¡Ah, alégrate, jáctate, multiplicador de palabras! Hombre: son las que no has dicho las que te acompañan. No estás lleno de lo que dirás, sino de lo que no dirás. Jáctate, multiplicador de palabras”.

Tal vez tenga razón nuestro autor; tal vez tenga razón cuando dice que quizá no hayamos venido a este mundo más que a decir a los que amamos unas cuantas palabras; unas pocas, si se quiere, pero esenciales: palabras que nadie puede de decir por nosotros ni pronunciar en lugar nuestro. ¡Sólo nosotros podemos decirlas y nadie más! Estas palabras son la justificación de nuestra vida. Una vez que las hayamos dicho, nos podemos ir en paz. Pero, si no, entonces… ¡Entonces estamos perdidos!

Leo con atención, lentamente, una vieja novela de Eduardo Mallea (1903-1982), el escritor argentino, titulada Rodeada está de sueño.

Reconozco que no es un buen título –que no es el mejor título- para una novela, y, sin embargo, me atrapa al instante. Cuenta la historia de un hombre solitario -¿se trata de una obra autobiográfica?- que se retira del mundo para estar a solas consigo mismo. Ya ha estado demasiado con los otros; ahora quiere estar con él.

“He venido a este sitio –dice, aunque no precisa a dónde- para desterrarme. Para pensar adecuadamente en las cosas del mundo y hacerme un poco mejor”.

En este lugar él es dueño de su propio tiempo; ni siquiera es necesario llevar un reloj en la muñeca. Leer, escribir, pensar, soñar: he aquí todo lo que quiere. “Con lo que rumio –sigue diciendo-, con lo que escribo y con lo que leo tengo trabajo para todo el día”.

La soledad, como las olas de un mar embravecido, le trae recuerdos que él ya creía olvidados, como restos de un naufragio que nadie esperaba ya en ninguna orilla. Recuerdos de su madre, que murió joven como mueren los pajarillos en sus ramas: serenamente, simplemente dejándose caer; recuerdos de su padre, ese hombre duro por fuera pero blando, muy blando por dentro; recuerdos de mujeres en otro tiempo amadas.

Entre éstas estaba Paula, por ejemplo, la joven que él mismo había abandonado sin que él todavía supiera por qué…

Recuerdos de su hermano menor, Germán, frágil como una copa de cristal, pero apasionado como el fuego…

“La noche fue ayer tan oscura que no se veían los pinos octogenarios. Parecían haberse ido, querer estar ausentes hasta la hora –inevitable- del alba”.

Leer, escribir, pensar, soñar: esto era la vida verdadera, no lo otro. La vida en las ciudades no es aún vida: es un amago, un simulacro, una pasión inútil. En las ciudades sólo se juega a vivir, pues nuestro tiempo pertenece a otro, pertenece a otros.

Y, sin embargo, un día hubo nuestro escritor de volver al lugar donde los hombres no viven: a la ciudad. Una carta recibida le anunció que la esposa de su hermano, de Germán, acababa de morir, y había ido a buscarlo para estar con él; para posar la mano derecha sobre su hombro. Solo, como ahora estaba, se rompería. ¿No hemos dicho ya que su hermano era frágil como una copa de cristal? Con esta muerte, se rompería en pedazos.

Juntos salían los hermanos a caminar por los parques; juntos comían debajo de los árboles, pero Germán callaba siempre. Diríase que desde la muerte de su esposa se había muerto él también, o que se había amortajado a sí mismo con un lienzo de silencio. “Yo lo veía –dice el protagonista de la historia- andar y venir, como si ya nada en el mundo le importara poco ni mucho… Una vez, sólo una vez aludió Germán a sus sentimientos. Fue una frase fugaz, aparentemente insignificante: ‘Lo que me parece más terrible, lo que me parece más terrible, es que nunca pude decirle nada’. Eso fue lo que lamentó; y añadió: ‘Nunca le dije lo que hubiera querido decirle’”.

Y luego, un poco más tarde, tras un silencio largo: “No; nunca pude decirla nada… Y eso será para siempre, para la eternidad. Sólo lo que se dice, sólo lo explícito une; y como yo nunca pude decirle nada, estaremos irremediable, eternamente desunidos”.

Eso fue todo lo que Germán dijo, y se calló para siempre. ¿Para qué hablar, si uno no dice nunca las palabras que harían falta, las palabras esenciales?

El narrador, entonces, lo comprendió todo: los hombres hablan, hablan todo el tiempo, pero para no decir nada, es decir, para callar lo único que importa.

“Ni yo, ni Germán, nos habíamos dicho nada. Lo compartido, lo general, lo accesorio, eso sí, en gran parte, estaba dicho. Pero lo de cada cual, lo último, lo que cada uno venimos a la vida a decir antes de irnos, eso no estaba dicho. ¿Lo habrá dicho alguien a otro alguien? ¿Somos –esto y nada más- un espacio lleno de palabras?”.

La novela –es breve, al fin y al cabo, sin otra trama que ésta- termina con la siguiente meditación:

“¿Será posible –me preguntaba-, será posible que no sepamos de nosotros recíprocamente nada? ¿Será posible que, a la postre y en última instancia, no nos hayamos nunca dicho nada? ¿Será posible que yo, yo mismo, no haya hecho más que encenderme en esas peroraciones que dejan la palabra –la verdadera- intacta? ¿Será posible que yo no haya sabido de quien pasó a mi lado nada; que quien pasó a mi lado no haya sabido de mí nada?

“¡Ah, alégrate, jáctate, multiplicador de palabras! Hombre: son las que no has dicho las que te acompañan. No estás lleno de lo que dirás, sino de lo que no dirás. Jáctate, multiplicador de palabras”.

Tal vez tenga razón nuestro autor; tal vez tenga razón cuando dice que quizá no hayamos venido a este mundo más que a decir a los que amamos unas cuantas palabras; unas pocas, si se quiere, pero esenciales: palabras que nadie puede de decir por nosotros ni pronunciar en lugar nuestro. ¡Sólo nosotros podemos decirlas y nadie más! Estas palabras son la justificación de nuestra vida. Una vez que las hayamos dicho, nos podemos ir en paz. Pero, si no, entonces… ¡Entonces estamos perdidos!