/ domingo 7 de agosto de 2022

Opinión | Ni aunque resucite un muerto

En aquel tiempo, Jesús dijo a los fariseos: “Había un hombre rico que se vestía de púrpura y lino finísimo y cada día hacía espléndidos banquetes. A su puerta, cubierto de llagas, yacía un pobre llamado Lázaro, que ansiaba saciarse con lo que caía de la mesa del rico; y hasta los perros iban a lamer sus llagas. El pobre murió y fue llevado por los ángeles al seno de Abraham. El rico también murió y fue sepultado. En la morada de los muertos, en medio de los tormentos, levantó los ojos y vio de lejos a Abraham, y a Lázaro junto a él. Entonces exclamó: “Padre Abraham, ten piedad de mí y envía a Lázaro para que moje la punta de su dedo en el agua y refresque mi lengua, porque estas llamas me atormentan. “Hijo mío —respondió Abraham—, recuerda que has recibido tus bienes en vida y Lázaro, en cambio, males; por eso, ahora él encuentra aquí su consuelo, y tú, el tormento. Además, entre vosotros y nosotros se abre un gran abismo De manera que los que quieren pasar de aquí hasta allí no pueden hacerlo, y tampoco se puede pasar de allí hasta aquí”. El rico contestó: “Entonces, te ruego, padre, que envíes a Lázaro a la casa de mi padre, porque tengo cinco hermanos que el los prevenga, no sea que ellos también caigan en este lugar de tormento”. Abraham respondió: “Tienen a Moisés y a los profetas; que los escuchen”. “-No, padre Abraham —dijo el rico—. Si un muerto va a verlos, se arrepentirán”. Pero Abraham respondió: “Si no escuchan a Moisés y a los profetas, no creerán ni aunque resucite un muerto” (Lucas 16, 19-31).

El filósofo francés Paul Virilio hablaba hace poco en uno de sus libros de la muerte de la mirada para referirse a los hábitos de ver del hombre posmoderno. La mirada ha muerto, decía. Pero no porque de pronto nos hayamos vuelto ciegos, sino porque nada que no aparezca en una pantalla, sea ésta la de la televisión, de la computadora o del teléfono, carece de interés para él. Los diálogos cara a cara han sido suprimidos para privilegiar todo tipo de encuentros mediáticos, y nuestro interlocutor desaparece en cuanto nuestro teléfono nos avisa que una llamada está entrando o que acabamos de recibir un mensaje.

Sin embargo, eso que el filósofo llama la muerte de la mirada no es algo nuevo, como veremos. Ya Jesús habló de esta muerte al contar la parábola de Lázaro y el rico distraído…

“Había un hombre rico que se vestía de púrpura y lino finísimo y cada día hacía espléndidos banquetes”… Así comienza la parábola. ¿Por qué banqueteaba así este hombre? ¿Festejaba algo? En la parábola del hijo pródigo, por ejemplo, se habla de un banquete; pero, a lo que se ve, éste nada tiene que ver con los que se celebran todos los días en la casa del rico. Allá, un padre hacía fiesta por el hijo perdido y luego recuperado; aquí, banquetear es ya una costumbre, un hábito, un modo de vida. Y, sin embargo, justo a las puertas de su casa había siempre apostado un limosnero, un mendigo cubierto de llagas llamado Lázaro que ansiaba llenarse con las sobras que caían de la mesa. En tiempos de Jesús no había aún servilletas desechables, y la gente se limpiaba la grasa de los dedos con el migajón del pan, que luego tiraba al suelo: éste era el alimento de Lázaro. Nadie lo veía; nadie le limpiaba las llagas, ni lo cuidaba. Resulta curioso que lo que nadie en aquella casa hacía por él, lo hicieran precisamente los perros: “Y hasta los perros –dice el evangelio- iban a lamerle las llagas.

Y un día Lázaro murió. ¡Claro, los pobres siempre se mueren antes! Para ellos no hay seguro social, para ellos no hay nunca nada, y los ángeles lo llevaron al seno de Abraham, es decir, al cielo. Más tarde murió también el rico –los ricos también mueren- y fue a dar al lugar de castigo, es decir, al infierno. Y lo que sigue es la mar de interesante: cuando el rico levantó los ojos, vio a lo lejos a Abraham y a Lázaro junto a él. ¿Cómo era eso? ¿Lázaro el pobre, Lázaro el insignificante, en el cielo? Eso no le gustó nada, y gritó: “Padre Abraham, ten piedad de mí y envía a Lázaro para que moje la punta de su dedo en el agua y refresque mi lengua, porque estas llamas me atormentan”. El rico sigue pensando como pensaba en la tierra: “¡Manda a Lázaro!”. Pues bien, no. ¡Petición denegada! “Hijo –le recuerda el santo patriarca-: recuerda que en tu vida recibiste bienes y Lázaro, en cambio, males. Por eso goza él ahora de consuelos, mientras que tú sufres tormentos”. En otras palabras: él ya sufrió, y ahora le toca gozar; tú ya gozaste, y ahora te toca sufrir.

El rico no se resigna y hace ahora una segunda petición: “Entonces, te ruego, padre, que envíes a Lázaro a la casa de mi padre, porque tengo cinco hermanos que el los prevenga, no sea que ellos también caigan en este lugar de tormento”. ¡Petición igualmente denegada! “Tienen a Moisés y a los profetas; que los escuchen”. Traducida a nuestro lenguaje, la respuesta de Abraham sonaría de la siguiente manera: “Tienen la Biblia: que la lean”. “¡Ay, querido padre Abraham! –respondió el condenado-, si ni siquiera leen el Memín Pinguín, ¿cómo quieres que lean la Biblia? No, padre Abraham, si un muerto va a decírselo entonces sí se arrepentirán”. Y he aquí, por fin, la frase clave de toda la parábola: “Si no escuchan a Moisés y a los profetas, no harán caso ni aunque resucite un muerto”.

Estas palabras de Jesús, aunque puestas en boca de Abraham, llevan cola, como se dice. ¿De quién habla, en realidad? De él mismo. Él es Lázaro, el pobre, que ha venido del seno de Abraham –del seno del Padre- para advertir a sus hermanos qué es lo que hay después de esta vida; a avisarles qué es lo que sucederá si viven banqueteando espléndidamente y olvidándose de los que están a la puerta de su casa. Jesús es el muerto resucitado que ha venido a prevenirnos. ¡Ah, no es que el rico fuera malo! Es que su mirada no iba más allá de sí mismo. Su mirada estaba muerta. ¡Pues bien, estamos ya prevenidos! No tenemos que esperar más revelación que ésta. El rico no era malo –de hecho, aun en el infierno piensa en sus hermanos-; no es malo, pero es indiferente. Y es esta indiferencia la que lo ha perdido. Nosotros somos los hermanos de los que aquí se habla. Y ha resucitado un muerto para que creamos que esta advertencia es real, tan real como que un día vamos a morirnos.

En aquel tiempo, Jesús dijo a los fariseos: “Había un hombre rico que se vestía de púrpura y lino finísimo y cada día hacía espléndidos banquetes. A su puerta, cubierto de llagas, yacía un pobre llamado Lázaro, que ansiaba saciarse con lo que caía de la mesa del rico; y hasta los perros iban a lamer sus llagas. El pobre murió y fue llevado por los ángeles al seno de Abraham. El rico también murió y fue sepultado. En la morada de los muertos, en medio de los tormentos, levantó los ojos y vio de lejos a Abraham, y a Lázaro junto a él. Entonces exclamó: “Padre Abraham, ten piedad de mí y envía a Lázaro para que moje la punta de su dedo en el agua y refresque mi lengua, porque estas llamas me atormentan. “Hijo mío —respondió Abraham—, recuerda que has recibido tus bienes en vida y Lázaro, en cambio, males; por eso, ahora él encuentra aquí su consuelo, y tú, el tormento. Además, entre vosotros y nosotros se abre un gran abismo De manera que los que quieren pasar de aquí hasta allí no pueden hacerlo, y tampoco se puede pasar de allí hasta aquí”. El rico contestó: “Entonces, te ruego, padre, que envíes a Lázaro a la casa de mi padre, porque tengo cinco hermanos que el los prevenga, no sea que ellos también caigan en este lugar de tormento”. Abraham respondió: “Tienen a Moisés y a los profetas; que los escuchen”. “-No, padre Abraham —dijo el rico—. Si un muerto va a verlos, se arrepentirán”. Pero Abraham respondió: “Si no escuchan a Moisés y a los profetas, no creerán ni aunque resucite un muerto” (Lucas 16, 19-31).

El filósofo francés Paul Virilio hablaba hace poco en uno de sus libros de la muerte de la mirada para referirse a los hábitos de ver del hombre posmoderno. La mirada ha muerto, decía. Pero no porque de pronto nos hayamos vuelto ciegos, sino porque nada que no aparezca en una pantalla, sea ésta la de la televisión, de la computadora o del teléfono, carece de interés para él. Los diálogos cara a cara han sido suprimidos para privilegiar todo tipo de encuentros mediáticos, y nuestro interlocutor desaparece en cuanto nuestro teléfono nos avisa que una llamada está entrando o que acabamos de recibir un mensaje.

Sin embargo, eso que el filósofo llama la muerte de la mirada no es algo nuevo, como veremos. Ya Jesús habló de esta muerte al contar la parábola de Lázaro y el rico distraído…

“Había un hombre rico que se vestía de púrpura y lino finísimo y cada día hacía espléndidos banquetes”… Así comienza la parábola. ¿Por qué banqueteaba así este hombre? ¿Festejaba algo? En la parábola del hijo pródigo, por ejemplo, se habla de un banquete; pero, a lo que se ve, éste nada tiene que ver con los que se celebran todos los días en la casa del rico. Allá, un padre hacía fiesta por el hijo perdido y luego recuperado; aquí, banquetear es ya una costumbre, un hábito, un modo de vida. Y, sin embargo, justo a las puertas de su casa había siempre apostado un limosnero, un mendigo cubierto de llagas llamado Lázaro que ansiaba llenarse con las sobras que caían de la mesa. En tiempos de Jesús no había aún servilletas desechables, y la gente se limpiaba la grasa de los dedos con el migajón del pan, que luego tiraba al suelo: éste era el alimento de Lázaro. Nadie lo veía; nadie le limpiaba las llagas, ni lo cuidaba. Resulta curioso que lo que nadie en aquella casa hacía por él, lo hicieran precisamente los perros: “Y hasta los perros –dice el evangelio- iban a lamerle las llagas.

Y un día Lázaro murió. ¡Claro, los pobres siempre se mueren antes! Para ellos no hay seguro social, para ellos no hay nunca nada, y los ángeles lo llevaron al seno de Abraham, es decir, al cielo. Más tarde murió también el rico –los ricos también mueren- y fue a dar al lugar de castigo, es decir, al infierno. Y lo que sigue es la mar de interesante: cuando el rico levantó los ojos, vio a lo lejos a Abraham y a Lázaro junto a él. ¿Cómo era eso? ¿Lázaro el pobre, Lázaro el insignificante, en el cielo? Eso no le gustó nada, y gritó: “Padre Abraham, ten piedad de mí y envía a Lázaro para que moje la punta de su dedo en el agua y refresque mi lengua, porque estas llamas me atormentan”. El rico sigue pensando como pensaba en la tierra: “¡Manda a Lázaro!”. Pues bien, no. ¡Petición denegada! “Hijo –le recuerda el santo patriarca-: recuerda que en tu vida recibiste bienes y Lázaro, en cambio, males. Por eso goza él ahora de consuelos, mientras que tú sufres tormentos”. En otras palabras: él ya sufrió, y ahora le toca gozar; tú ya gozaste, y ahora te toca sufrir.

El rico no se resigna y hace ahora una segunda petición: “Entonces, te ruego, padre, que envíes a Lázaro a la casa de mi padre, porque tengo cinco hermanos que el los prevenga, no sea que ellos también caigan en este lugar de tormento”. ¡Petición igualmente denegada! “Tienen a Moisés y a los profetas; que los escuchen”. Traducida a nuestro lenguaje, la respuesta de Abraham sonaría de la siguiente manera: “Tienen la Biblia: que la lean”. “¡Ay, querido padre Abraham! –respondió el condenado-, si ni siquiera leen el Memín Pinguín, ¿cómo quieres que lean la Biblia? No, padre Abraham, si un muerto va a decírselo entonces sí se arrepentirán”. Y he aquí, por fin, la frase clave de toda la parábola: “Si no escuchan a Moisés y a los profetas, no harán caso ni aunque resucite un muerto”.

Estas palabras de Jesús, aunque puestas en boca de Abraham, llevan cola, como se dice. ¿De quién habla, en realidad? De él mismo. Él es Lázaro, el pobre, que ha venido del seno de Abraham –del seno del Padre- para advertir a sus hermanos qué es lo que hay después de esta vida; a avisarles qué es lo que sucederá si viven banqueteando espléndidamente y olvidándose de los que están a la puerta de su casa. Jesús es el muerto resucitado que ha venido a prevenirnos. ¡Ah, no es que el rico fuera malo! Es que su mirada no iba más allá de sí mismo. Su mirada estaba muerta. ¡Pues bien, estamos ya prevenidos! No tenemos que esperar más revelación que ésta. El rico no era malo –de hecho, aun en el infierno piensa en sus hermanos-; no es malo, pero es indiferente. Y es esta indiferencia la que lo ha perdido. Nosotros somos los hermanos de los que aquí se habla. Y ha resucitado un muerto para que creamos que esta advertencia es real, tan real como que un día vamos a morirnos.