/ miércoles 25 de julio de 2018

José Carlos… Rayo de sol

A primera vista su cama parece un capullo abandonado, delgadas y múltiples mangueras, como telarañas, hacen presencia, y, como si las sábanas estuvieran sucias, se tiñe de un color terroso esa cama de hospital en donde el reducido cuerpo de José Carlos agranda las dimensiones de su lecho... Solo aquellos gritos de dolorosa agonía dejan ver el tamaño real de este ser que muere día con día. Y que sueña, siempre sueña, como si fuera su oficio… José Carlos es un enfermo canceroso en fase terminal.

José Carlos se encuentra en los intestinos de estas instalaciones de salud en donde consabido es el pésimo servicio de consulta externa. Ahí mismo, en donde un buen número del personal dedica el tiempo a las más variadas operaciones de compra-venta, pasillos y escaleras te acercan a la sala de terapia intensiva, en donde, entre otras muchas cosas, los sueños de José toman vida. Llegar, verlo tendido encogiéndose día a día por todas las partes de su cuerpo menos por los ojos, que minuto sumado a minuto parecen cada instante más grandes y más tristes. Seguramente para médicos y enfermeras sea poco notorio. Pero para quienes le aman, los ojos grandemente asustados, su propio empequeñecimiento, aunados a los quejidos de muerto, son de llamar la atención ―así lo visites diariamente―.

La tarde va pasando. Los dolores se calman en ese cuerpo que hizo deporte, caminó y bailó como cualquier otro. Hoy durmió un poco en la mañana y, después de mucho insistir, comió una cucharada de gelatina. Dice que prefiere platicar y no el estar vomitando después de algunos bocados.

En la charla sostenida antes de la última crisis, comentó Carlos el que ya no le molestaba el ruidazo infernal que hacen charolas y charoleros que sirven los alimentos… En verdad que se esmeran en levantar la voz y aventar todo ―peor que en una comida servida en el mismísimo penal―. Dijo que “…si acaso, un poco le distraía de sus sueños el infernal sonido de los cómodos cuando, al lavarlos, lo hacen buscando el ritmo de maraqueros y tamborileros. Ruidosos son los médicos, las enfermeras y personal entero”. Palabras mencionadas por quien, si no estaba en un grito de dolor, es que se había fugado en un sueño.

Evadir el dolor, en lo posible, soñando, viéndose caminar desde el inicio de la tarde hasta el obscurecer, para tener el gusto de ver cómo es que se teje la noche… Recién platicó que ya no reniega cuando alguna enfermera lastima en sus quemaduras, producto de las radiaciones aplicadas en su cuerpo que le han inundado de dolor y miedo hasta la mismísima alma. Dice estar agradecido con toda esta gente de blanco, y que hasta un pedazo de pastel le dieron cuando algo festejaron. Me dijo que sus risas lo contagiaron de felicidad y, dormido, le hicieron soñar.

Mi buen amigo siente a su familia y, si de algo se lamenta, es el de no haber reído más con ellos.

Hoy estuvimos platicando más tiempo del acostumbrado. Al principio solo recordaba un poco de su último sueño, pero, al influjo de las palabras, el recuerdo volvió por sus fueros ―o tal vez solo narraba lo que hubiera querido soñar―. Esta fue la plática de José, un ser cuyos gritos de dolor, con el tiempo, se han empezado a empequeñecer al igual que su cuerpo. Dijo:

―Estaba en un jardín grande y húmedo. Las copas de los árboles se juntaban y no dejaban pasar los rayos del sol. Pensé subir por alguna rama para poder alcanzar la parte alta, y así romper el filtro formado por miles de hojas que impedían el paso de la luz y el calor. Intenté subir por varios árboles, pero resbalaba en la humedad de sus troncos..., así que decidí caminar para salir de esa sombra y recibir los rayos del sol directamente.

>>El jardín parecía no tener fin. Mi angustia crecía al ver como el tiempo pasaba y aquellos árboles seguían extendiendo la misma penumbra. Por fin, en un espacio, ese techo de sombras había dejado un espacio suficiente como para que un gran rayo de sol bajara de las alturas. Verlo, correr hacia él y entrar al círculo dibujado en el suelo, fue una sola cosa.

>>Sentí un calor dulce, acompañado de palabras que no entendí. Cerré los ojos dejándome llevar por algo extraño, extraño a mí en estos meses de dolor. Recuerdo que me irradiaba un calor muy diferente al de las radiaciones ―concluyó.

Al terminar de platicar su sueño, se quedó dormido… Tres días después fue cremado.

A primera vista su cama parece un capullo abandonado, delgadas y múltiples mangueras, como telarañas, hacen presencia, y, como si las sábanas estuvieran sucias, se tiñe de un color terroso esa cama de hospital en donde el reducido cuerpo de José Carlos agranda las dimensiones de su lecho... Solo aquellos gritos de dolorosa agonía dejan ver el tamaño real de este ser que muere día con día. Y que sueña, siempre sueña, como si fuera su oficio… José Carlos es un enfermo canceroso en fase terminal.

José Carlos se encuentra en los intestinos de estas instalaciones de salud en donde consabido es el pésimo servicio de consulta externa. Ahí mismo, en donde un buen número del personal dedica el tiempo a las más variadas operaciones de compra-venta, pasillos y escaleras te acercan a la sala de terapia intensiva, en donde, entre otras muchas cosas, los sueños de José toman vida. Llegar, verlo tendido encogiéndose día a día por todas las partes de su cuerpo menos por los ojos, que minuto sumado a minuto parecen cada instante más grandes y más tristes. Seguramente para médicos y enfermeras sea poco notorio. Pero para quienes le aman, los ojos grandemente asustados, su propio empequeñecimiento, aunados a los quejidos de muerto, son de llamar la atención ―así lo visites diariamente―.

La tarde va pasando. Los dolores se calman en ese cuerpo que hizo deporte, caminó y bailó como cualquier otro. Hoy durmió un poco en la mañana y, después de mucho insistir, comió una cucharada de gelatina. Dice que prefiere platicar y no el estar vomitando después de algunos bocados.

En la charla sostenida antes de la última crisis, comentó Carlos el que ya no le molestaba el ruidazo infernal que hacen charolas y charoleros que sirven los alimentos… En verdad que se esmeran en levantar la voz y aventar todo ―peor que en una comida servida en el mismísimo penal―. Dijo que “…si acaso, un poco le distraía de sus sueños el infernal sonido de los cómodos cuando, al lavarlos, lo hacen buscando el ritmo de maraqueros y tamborileros. Ruidosos son los médicos, las enfermeras y personal entero”. Palabras mencionadas por quien, si no estaba en un grito de dolor, es que se había fugado en un sueño.

Evadir el dolor, en lo posible, soñando, viéndose caminar desde el inicio de la tarde hasta el obscurecer, para tener el gusto de ver cómo es que se teje la noche… Recién platicó que ya no reniega cuando alguna enfermera lastima en sus quemaduras, producto de las radiaciones aplicadas en su cuerpo que le han inundado de dolor y miedo hasta la mismísima alma. Dice estar agradecido con toda esta gente de blanco, y que hasta un pedazo de pastel le dieron cuando algo festejaron. Me dijo que sus risas lo contagiaron de felicidad y, dormido, le hicieron soñar.

Mi buen amigo siente a su familia y, si de algo se lamenta, es el de no haber reído más con ellos.

Hoy estuvimos platicando más tiempo del acostumbrado. Al principio solo recordaba un poco de su último sueño, pero, al influjo de las palabras, el recuerdo volvió por sus fueros ―o tal vez solo narraba lo que hubiera querido soñar―. Esta fue la plática de José, un ser cuyos gritos de dolor, con el tiempo, se han empezado a empequeñecer al igual que su cuerpo. Dijo:

―Estaba en un jardín grande y húmedo. Las copas de los árboles se juntaban y no dejaban pasar los rayos del sol. Pensé subir por alguna rama para poder alcanzar la parte alta, y así romper el filtro formado por miles de hojas que impedían el paso de la luz y el calor. Intenté subir por varios árboles, pero resbalaba en la humedad de sus troncos..., así que decidí caminar para salir de esa sombra y recibir los rayos del sol directamente.

>>El jardín parecía no tener fin. Mi angustia crecía al ver como el tiempo pasaba y aquellos árboles seguían extendiendo la misma penumbra. Por fin, en un espacio, ese techo de sombras había dejado un espacio suficiente como para que un gran rayo de sol bajara de las alturas. Verlo, correr hacia él y entrar al círculo dibujado en el suelo, fue una sola cosa.

>>Sentí un calor dulce, acompañado de palabras que no entendí. Cerré los ojos dejándome llevar por algo extraño, extraño a mí en estos meses de dolor. Recuerdo que me irradiaba un calor muy diferente al de las radiaciones ―concluyó.

Al terminar de platicar su sueño, se quedó dormido… Tres días después fue cremado.

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