/ domingo 6 de marzo de 2022

El progreso según Arthur Ellis


No se preocupen mis lectores si no saben quién es Arthur Ellis: para ser sinceros, ayer mismo por la noche yo tampoco lo sabía. Bueno, se trata de un periodista que aparece en Un banquete moderno, el libro del escritor inglés Goldsworthy Lowes Dickinson (1862-1932), para, tras un breve discurso, desaparecer. Los personajes de este libro, por lo demás, no hacen otra cosa que ponerse en pie, dar su opinión sobre algún asunto del cielo o de la tierra y sentarse otra vez, internándose, como dijo uno de ellos, en las “silenciosas profundidades del olvido”. Dos discursos, en especial, me hicieron tomar la pluma para hacerles anotaciones, y uno de éstos fue el del periodista Arthur Ellis, que ahora reproduciré en fragmentos tal vez demasiado extensos. Tengan presentes los lectores, sin embargo, que la primera edición de Un banquete moderno (en inglés: A Modern Symposium) apareció en el lejanísimo año de 1905.


Una vez que míster Charles Wilson, científico de tiempo completo, dijo lo suyo en aquella tertulia insólita, míster Arthur Ellis, periodista, tomó la palabra y dijo a su vez:


“Al tratar de determinar en qué consiste el progreso, no puede hacerse nada mejor que describir la civilización de los Estados Unidos. En efecto, al describirla, estaremos describiendo toda la civilización del futuro, pues lo que es América podemos nosotros llegar a serlo… América nunca ha tenido miedo y, por ende, nunca experimentó sentimientos de humilde reverencia. Por lo tanto, nunca sintió lo religioso. Parece paradójico afirmar esto sobre los descendientes de los Padres puritanos; y tampoco olvido el hecho de que Norteamérica sea un vivero de sectas, desde los partidarios de Joseph Smith hasta los de la señora Eddy. Pero éstos son precisamente los fenómenos que ilustran mi aserto. Una nación que supiera en qué consiste la religión en el sentido europeo, cuyas raíces se hubieran plantado en pleno conflicto espiritual, entre tentaciones y visiones en bosques embrujados o en las desiertas arenas cercanas al Nilo, entre mortificaciones de la carne, funerales en catedrales inmensas, presenciando el milagro de la Hostia velada solamente con luz multicolor…, una nación así no habría aceptado jamás como religión la Christian Science. ¡No! La religión en América es un parásito sin raíces. Los problemas que han ocupado la atención de Europa desde el alba de su historia y por los cuales han luchado más ferozmente que por el imperio o la libertad, los problemas para resolver los cuales ha ayunado en los desiertos, agonizado en las prisiones, perecido en la cruz y en la hoguera, las ideas por las que Europa ha sacrificado riqueza, salud, comodidades, inteligencia y vida, esas cuestiones del significado del mundo, el origen y el destino del alma, la vida eterna, la existencia de Dios y Su relación con el universo, todo ello no existe en absoluto para los norteamericanos. Le son tan inaccesibles como lo es la esfera para el País de las Dos Dimensiones. Es una dimensión desconocida para ellos. Su inteligencia saludable y robusta se limita a las cosas de este mundo. Su religión, si la tienen, es lo que ellos llaman ‘mentalidad sana’. Ésta consiste en ignorar cuanto pueda implicar duda sobre el valor de la existencia y paralizar, por tanto, la actividad. ‘Comamos y bebamos’, dicen los norteamericanos, con robusta y cordial buena fe, omitiendo, por considerarlo falto de interés y morboso, el desalentador apéndice ‘pues mañana moriremos’. ¡Naturalmente! ¿Qué tiene la muerte que ver con la edificación de veinticuatro pisos, con los trenes ultraveloces, con las ciudades más ruidosas y las muchedumbres más atareadas del mundo, y en términos generales, con lo mayor, lo mejor y lo más rápido de cuanto existe? Los Estados Unidos han tirado por la borda la religión… Ha repudiado severamente toda función intelectual desinteresada… Y por este motivo, aunque calculen, nunca piensan; aunque inventen, nunca descubren; y, aunque hablen, nunca conversan. En efecto, el pensamiento supone especulación; el descubrimiento, reflexión; la conversación, ocio; y todo esto por igual implica un desinterés para el que no hay sitio en el sistema norteamericano…


“La verdadera finalidad que se proponen conseguir los norteamericanos es la Aceleración. Para ellos, la vida beatífica consiste en moverse continuamente y cada vez con más rapidez. Ahora bien, como no les quitan el sueño las especulaciones filosóficas, no les preocupa la pregunta: ‘¿Hacia dónde?’… Para ellos el ocio supone estarse quieto, es decir, un pecado imperdonable. De ahí también el odio que sienten por el juego, por la conversación y por cuanto no sea trabajo… Sin embargo, amigos, lo que hoy es Norteamérica mañana empezará a serlo el hombre del futuro. ‘Es cierto –dice el hombre del porvenir-, no tenemos religión, literatura ni arte; no sabemos de dónde venimos ni a dónde vamos, pero no nos importa, y esto es lo fundamental. Lo que sabemos es que nos movemos con mayor rapidez que nadie se haya movido hasta ahora y que, según todas las probabilidades, iremos adquiriendo cada vez más velocidad. Preguntar ‘a dónde vamos’ es la única blasfemia que reconocemos. El principio esencial del Universo es la Aceleración, y nosotros somos sus exponentes; lo que no sea acelerado se extinguirá”…


Míster Arthur Ellis se secó el sudor. Y concluyó su perorata con estas aladas y proféticas palabras: “Ésta es la actitud del Futuro, a mi juicio, tanto en el Oriente como en el Occidente… Creo haberles ofrecido a ustedes una visión clara y objetiva de lo que constituye realmente el progreso”.


¡Ah, míster Ellis! ¡Cuánta razón tenía usted! Ya en 1905 sabía cómo iban a estar las cosas. Y así están, efectivamente. Nuestra religión consiste en correr, y lo que no corre a nuestra velocidad es dejado atrás sin demasiadas complicaciones. Ser religiosos, en el sentido ultramoderno –progresista- de la palabra, consiste en no tener nunca tiempo para lo que importa y andar siempre con la lengua de fuera.



No se preocupen mis lectores si no saben quién es Arthur Ellis: para ser sinceros, ayer mismo por la noche yo tampoco lo sabía. Bueno, se trata de un periodista que aparece en Un banquete moderno, el libro del escritor inglés Goldsworthy Lowes Dickinson (1862-1932), para, tras un breve discurso, desaparecer. Los personajes de este libro, por lo demás, no hacen otra cosa que ponerse en pie, dar su opinión sobre algún asunto del cielo o de la tierra y sentarse otra vez, internándose, como dijo uno de ellos, en las “silenciosas profundidades del olvido”. Dos discursos, en especial, me hicieron tomar la pluma para hacerles anotaciones, y uno de éstos fue el del periodista Arthur Ellis, que ahora reproduciré en fragmentos tal vez demasiado extensos. Tengan presentes los lectores, sin embargo, que la primera edición de Un banquete moderno (en inglés: A Modern Symposium) apareció en el lejanísimo año de 1905.


Una vez que míster Charles Wilson, científico de tiempo completo, dijo lo suyo en aquella tertulia insólita, míster Arthur Ellis, periodista, tomó la palabra y dijo a su vez:


“Al tratar de determinar en qué consiste el progreso, no puede hacerse nada mejor que describir la civilización de los Estados Unidos. En efecto, al describirla, estaremos describiendo toda la civilización del futuro, pues lo que es América podemos nosotros llegar a serlo… América nunca ha tenido miedo y, por ende, nunca experimentó sentimientos de humilde reverencia. Por lo tanto, nunca sintió lo religioso. Parece paradójico afirmar esto sobre los descendientes de los Padres puritanos; y tampoco olvido el hecho de que Norteamérica sea un vivero de sectas, desde los partidarios de Joseph Smith hasta los de la señora Eddy. Pero éstos son precisamente los fenómenos que ilustran mi aserto. Una nación que supiera en qué consiste la religión en el sentido europeo, cuyas raíces se hubieran plantado en pleno conflicto espiritual, entre tentaciones y visiones en bosques embrujados o en las desiertas arenas cercanas al Nilo, entre mortificaciones de la carne, funerales en catedrales inmensas, presenciando el milagro de la Hostia velada solamente con luz multicolor…, una nación así no habría aceptado jamás como religión la Christian Science. ¡No! La religión en América es un parásito sin raíces. Los problemas que han ocupado la atención de Europa desde el alba de su historia y por los cuales han luchado más ferozmente que por el imperio o la libertad, los problemas para resolver los cuales ha ayunado en los desiertos, agonizado en las prisiones, perecido en la cruz y en la hoguera, las ideas por las que Europa ha sacrificado riqueza, salud, comodidades, inteligencia y vida, esas cuestiones del significado del mundo, el origen y el destino del alma, la vida eterna, la existencia de Dios y Su relación con el universo, todo ello no existe en absoluto para los norteamericanos. Le son tan inaccesibles como lo es la esfera para el País de las Dos Dimensiones. Es una dimensión desconocida para ellos. Su inteligencia saludable y robusta se limita a las cosas de este mundo. Su religión, si la tienen, es lo que ellos llaman ‘mentalidad sana’. Ésta consiste en ignorar cuanto pueda implicar duda sobre el valor de la existencia y paralizar, por tanto, la actividad. ‘Comamos y bebamos’, dicen los norteamericanos, con robusta y cordial buena fe, omitiendo, por considerarlo falto de interés y morboso, el desalentador apéndice ‘pues mañana moriremos’. ¡Naturalmente! ¿Qué tiene la muerte que ver con la edificación de veinticuatro pisos, con los trenes ultraveloces, con las ciudades más ruidosas y las muchedumbres más atareadas del mundo, y en términos generales, con lo mayor, lo mejor y lo más rápido de cuanto existe? Los Estados Unidos han tirado por la borda la religión… Ha repudiado severamente toda función intelectual desinteresada… Y por este motivo, aunque calculen, nunca piensan; aunque inventen, nunca descubren; y, aunque hablen, nunca conversan. En efecto, el pensamiento supone especulación; el descubrimiento, reflexión; la conversación, ocio; y todo esto por igual implica un desinterés para el que no hay sitio en el sistema norteamericano…


“La verdadera finalidad que se proponen conseguir los norteamericanos es la Aceleración. Para ellos, la vida beatífica consiste en moverse continuamente y cada vez con más rapidez. Ahora bien, como no les quitan el sueño las especulaciones filosóficas, no les preocupa la pregunta: ‘¿Hacia dónde?’… Para ellos el ocio supone estarse quieto, es decir, un pecado imperdonable. De ahí también el odio que sienten por el juego, por la conversación y por cuanto no sea trabajo… Sin embargo, amigos, lo que hoy es Norteamérica mañana empezará a serlo el hombre del futuro. ‘Es cierto –dice el hombre del porvenir-, no tenemos religión, literatura ni arte; no sabemos de dónde venimos ni a dónde vamos, pero no nos importa, y esto es lo fundamental. Lo que sabemos es que nos movemos con mayor rapidez que nadie se haya movido hasta ahora y que, según todas las probabilidades, iremos adquiriendo cada vez más velocidad. Preguntar ‘a dónde vamos’ es la única blasfemia que reconocemos. El principio esencial del Universo es la Aceleración, y nosotros somos sus exponentes; lo que no sea acelerado se extinguirá”…


Míster Arthur Ellis se secó el sudor. Y concluyó su perorata con estas aladas y proféticas palabras: “Ésta es la actitud del Futuro, a mi juicio, tanto en el Oriente como en el Occidente… Creo haberles ofrecido a ustedes una visión clara y objetiva de lo que constituye realmente el progreso”.


¡Ah, míster Ellis! ¡Cuánta razón tenía usted! Ya en 1905 sabía cómo iban a estar las cosas. Y así están, efectivamente. Nuestra religión consiste en correr, y lo que no corre a nuestra velocidad es dejado atrás sin demasiadas complicaciones. Ser religiosos, en el sentido ultramoderno –progresista- de la palabra, consiste en no tener nunca tiempo para lo que importa y andar siempre con la lengua de fuera.