/ domingo 14 de febrero de 2021

El hijo descontento

Seguramente conoce usted, señor, la parábola del hijo pródigo. ¡Cómo no va a conocerla! Es, si me permite decirlo así, una de las más bellas historias jamás contada. No obstante, muy raramente han podido captar los estudiosos todos sus sentidos ocultos, los innumerables matices y los mensajes sutiles que se hallan expresados como entre líneas… ¿Quiere usted saber a qué mensajes me refiero? Por lo pronto, a uno del que ahora le hablaré.

Llora usted por no ser comprendido; por vivir, como me lo ha dicho hace un momento, con gente –tal fue la expresión que utilizó- “alarmantemente susceptible”. ¡Ya se le enoja alguien por una cosa, ya alguien más por otra! Pero, ¿qué podría hacer usted para evitarlo? Así es el ser humano: se ofende por cualquier nimiedad.

Acaba usted de tomar una decisión que, aunque alegró a varios de sus allegados, no satisfizo a todos, y hasta ofendió a dos o tres, quienes, a partir de ese momento fatídico, hasta le niegan la palabra. Ya lo sé; ni siquiera es necesario que me lo diga: usted no quiso o ofender a nadie. Y, no obstante eso…

Pero hablábamos, amigo, de la parábola de Jesús. Muchas veces se ha dicho que el protagonista de ella no es el hijo menor, como se creyó en otros tiempos, sino el Padre. De hecho, ¿no se la conoce hasta el día de hoy como la parábola del hijo pródigo? Todo parecía indicar, pues, que aquí el héroe era este muchacho precoz y libertino. Pero, si puedo llevar mi atrevimiento hasta estos extremos, yo abogaría porque se le cambiara el nombre y se llamase, a partir de ahora, la parábola del hijo descontento, ya que fue por ese otro hijo, el mayor, por quien el Señor contó la historia. En todo caso, la figura central es él.

“Los fariseos murmuraban: ‘Éste recibe a los pecadores y come con ellos’. Él, entonces, les contó la siguiente parábola” (Lucas 15, 2)…

¿Lo ve usted, señor? Es porque los fariseos critican a Jesús, que se junta con los pecadores y se sienta con ellos a la mesa, que hizo entrar en escena a un hijo que también criticó a su padre por haber recibido nuevamente en casa al otro hijo, el menor: el que se había perdido. Es como si Jesús, al contarles esta parábola, les dijera: “Ustedes, con su actitud reprobadora, se parecen a este hermano envidioso y descontentadizo”. Pero escuche usted la historia entera:

“Un hombre tenía dos hijos; y el menor de ellos dijo al padre: ‘Padre, dame la parte de la hacienda que me corresponde’. Y él les repartió la hacienda. Pocos días después el hijo menor lo reunió todo y se marchó a un país lejano donde malgastó su hacienda viviendo como un libertino. Cuando hubo gastado todo, sobrevino un hambre extrema en aquel país, y comenzó a pasar necesidad. Entonces, fue y se ajustó con uno de los ciudadanos de aquel país, que le envió a sus fincas a cuidar puercos. Y deseaba llenar su vientre con las algarrobas que comían los puercos, pero nadie se las daba. Y entrando en sí mismo, dijo:

“-¡Cuántos jornaleros de mi padre tienen pan en abundancia, mientras que yo aquí me muero de hambre! Me levantaré, iré a mi padre y le diré: Padre, pequé contra el cielo y ante ti. Ya no merezco ser llamado hijo tuyo, trátame como a un jornalero.

“Y, levantándose, partió hacia su padre. Estando él todavía lejos, le vio su padre y, conmovido, corrió, se echó a su cuello y le besó efusivamente. El hijo le dijo: ‘Padre, pequé contra el cielo y ante ti; ya no merezco ser llamado hijo tuyo’.

“Pero el padre dijo a sus siervos:

“-Traed aprisa el mejor vestido y vestidle, ponedle un anillo en su mano y unas sandalias en los pies. Traed el novillo cebado, matadlo, y comamos y celebremos una fiesta, porque este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida; estaba perdido y ha sido hallado. Y comenzaron la fiesta” (Lucas 25, 11-24).

¿No es bello que el padre acogiera a su hijo con ese amor que le hizo perder el sentido de las proporciones y hasta su misma dignidad? ¡Vea cómo corre y cómo se le echa al cuello a su hijo para cubrirlo de besos! No se finge enojado, ni le hace reproches… Y, sin embargo, no todo es fiesta en aquel hogar:

“Su hijo mayor estaba en el campo y, al volver, cuando se acercó a la casa, oyó la música y las danzas; y llamando a uno de los criados, le preguntó qué era aquello. Él le dijo:

“-Ha vuelto tu hermano y tu padre ha matado el novillo cebado, porque le ha recobrado sano.

“Él se irritó y no quería entrar. Salió su padre, y le suplicaba. Pero él replicó a su padre:

“-Hace tantos años que te sirvo, y jamás dejé de cumplir una orden tuya, pero nunca me has dado un cabrito para tener una fiesta con mis amigos; y ¡ahora que ha venido ese hijo tuyo, que ha devorado tu hacienda con prostitutas, has matado para él el novillo gordo!

Pero él le dijo:

“-Hijo, tú siempre estás conmigo, y todo lo mío es tuyo; pero convenía celebrar una fiesta y alegrarse, porque este hermano tuyo estaba muerto, y ha vuelto a la vida; estaba perdido, y ha sido hallado” (Lucas 15, 25-32).

¿Entró el hijo mayor a la casa de su padre o se quedó fuera? ¿Participó, finalmente, del banquete? ¡Nunca lo sabremos! En todo caso, el padre pierde ahora al otro hijo: al mayor. Recupera al que se había perdido, pero pierde al que le quedaba.

¡Tampoco él, el Padre, ha podido darle gusto a todos! Por lo tanto, consuélese usted, amigo, y obre como le dicte su conciencia, que de todas formas habrá disgustos. ¡Claro que los habrá, faltaría más! Tratándose de seres humanos, que no le quepa a usted ninguna duda.

Seguramente conoce usted, señor, la parábola del hijo pródigo. ¡Cómo no va a conocerla! Es, si me permite decirlo así, una de las más bellas historias jamás contada. No obstante, muy raramente han podido captar los estudiosos todos sus sentidos ocultos, los innumerables matices y los mensajes sutiles que se hallan expresados como entre líneas… ¿Quiere usted saber a qué mensajes me refiero? Por lo pronto, a uno del que ahora le hablaré.

Llora usted por no ser comprendido; por vivir, como me lo ha dicho hace un momento, con gente –tal fue la expresión que utilizó- “alarmantemente susceptible”. ¡Ya se le enoja alguien por una cosa, ya alguien más por otra! Pero, ¿qué podría hacer usted para evitarlo? Así es el ser humano: se ofende por cualquier nimiedad.

Acaba usted de tomar una decisión que, aunque alegró a varios de sus allegados, no satisfizo a todos, y hasta ofendió a dos o tres, quienes, a partir de ese momento fatídico, hasta le niegan la palabra. Ya lo sé; ni siquiera es necesario que me lo diga: usted no quiso o ofender a nadie. Y, no obstante eso…

Pero hablábamos, amigo, de la parábola de Jesús. Muchas veces se ha dicho que el protagonista de ella no es el hijo menor, como se creyó en otros tiempos, sino el Padre. De hecho, ¿no se la conoce hasta el día de hoy como la parábola del hijo pródigo? Todo parecía indicar, pues, que aquí el héroe era este muchacho precoz y libertino. Pero, si puedo llevar mi atrevimiento hasta estos extremos, yo abogaría porque se le cambiara el nombre y se llamase, a partir de ahora, la parábola del hijo descontento, ya que fue por ese otro hijo, el mayor, por quien el Señor contó la historia. En todo caso, la figura central es él.

“Los fariseos murmuraban: ‘Éste recibe a los pecadores y come con ellos’. Él, entonces, les contó la siguiente parábola” (Lucas 15, 2)…

¿Lo ve usted, señor? Es porque los fariseos critican a Jesús, que se junta con los pecadores y se sienta con ellos a la mesa, que hizo entrar en escena a un hijo que también criticó a su padre por haber recibido nuevamente en casa al otro hijo, el menor: el que se había perdido. Es como si Jesús, al contarles esta parábola, les dijera: “Ustedes, con su actitud reprobadora, se parecen a este hermano envidioso y descontentadizo”. Pero escuche usted la historia entera:

“Un hombre tenía dos hijos; y el menor de ellos dijo al padre: ‘Padre, dame la parte de la hacienda que me corresponde’. Y él les repartió la hacienda. Pocos días después el hijo menor lo reunió todo y se marchó a un país lejano donde malgastó su hacienda viviendo como un libertino. Cuando hubo gastado todo, sobrevino un hambre extrema en aquel país, y comenzó a pasar necesidad. Entonces, fue y se ajustó con uno de los ciudadanos de aquel país, que le envió a sus fincas a cuidar puercos. Y deseaba llenar su vientre con las algarrobas que comían los puercos, pero nadie se las daba. Y entrando en sí mismo, dijo:

“-¡Cuántos jornaleros de mi padre tienen pan en abundancia, mientras que yo aquí me muero de hambre! Me levantaré, iré a mi padre y le diré: Padre, pequé contra el cielo y ante ti. Ya no merezco ser llamado hijo tuyo, trátame como a un jornalero.

“Y, levantándose, partió hacia su padre. Estando él todavía lejos, le vio su padre y, conmovido, corrió, se echó a su cuello y le besó efusivamente. El hijo le dijo: ‘Padre, pequé contra el cielo y ante ti; ya no merezco ser llamado hijo tuyo’.

“Pero el padre dijo a sus siervos:

“-Traed aprisa el mejor vestido y vestidle, ponedle un anillo en su mano y unas sandalias en los pies. Traed el novillo cebado, matadlo, y comamos y celebremos una fiesta, porque este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida; estaba perdido y ha sido hallado. Y comenzaron la fiesta” (Lucas 25, 11-24).

¿No es bello que el padre acogiera a su hijo con ese amor que le hizo perder el sentido de las proporciones y hasta su misma dignidad? ¡Vea cómo corre y cómo se le echa al cuello a su hijo para cubrirlo de besos! No se finge enojado, ni le hace reproches… Y, sin embargo, no todo es fiesta en aquel hogar:

“Su hijo mayor estaba en el campo y, al volver, cuando se acercó a la casa, oyó la música y las danzas; y llamando a uno de los criados, le preguntó qué era aquello. Él le dijo:

“-Ha vuelto tu hermano y tu padre ha matado el novillo cebado, porque le ha recobrado sano.

“Él se irritó y no quería entrar. Salió su padre, y le suplicaba. Pero él replicó a su padre:

“-Hace tantos años que te sirvo, y jamás dejé de cumplir una orden tuya, pero nunca me has dado un cabrito para tener una fiesta con mis amigos; y ¡ahora que ha venido ese hijo tuyo, que ha devorado tu hacienda con prostitutas, has matado para él el novillo gordo!

Pero él le dijo:

“-Hijo, tú siempre estás conmigo, y todo lo mío es tuyo; pero convenía celebrar una fiesta y alegrarse, porque este hermano tuyo estaba muerto, y ha vuelto a la vida; estaba perdido, y ha sido hallado” (Lucas 15, 25-32).

¿Entró el hijo mayor a la casa de su padre o se quedó fuera? ¿Participó, finalmente, del banquete? ¡Nunca lo sabremos! En todo caso, el padre pierde ahora al otro hijo: al mayor. Recupera al que se había perdido, pero pierde al que le quedaba.

¡Tampoco él, el Padre, ha podido darle gusto a todos! Por lo tanto, consuélese usted, amigo, y obre como le dicte su conciencia, que de todas formas habrá disgustos. ¡Claro que los habrá, faltaría más! Tratándose de seres humanos, que no le quepa a usted ninguna duda.