/ domingo 12 de mayo de 2019

El gran milagro


“En aquel tiempo, había una boda en Caná de Galilea y la madre de Jesús estaba allí; Jesús y sus discípulos fueron también invitados a la boda.

Faltó el vino y la madre de Jesús le dijo: ‘No les queda vino’. Jesús le contestó: ‘Mujer, déjame: todavía no ha llegado mi hora’. Su madre dijo entonces a los sirvientes: ‘Hagan lo que él les diga’. Había allí colocadas seis tinajas de piedra, para las purificaciones de los judíos, de unos cien litros cada una. Jesús les dijo: ‘Llenen de agua las tinajas’.

Y ellos las llenaron hasta arriba. Entonces les ordenó: ‘Ahora sáquenlo y lleven al mayordomo’. Ellos se lo llevaron. El mayordomo probó el agua convertida en vino, sin saber de dónde venía (los sirvientes sí lo sabían, pues habían sacado el agua), y entonces llamó al novio y le dijo: ‘Todo el mundo pone primero el vino bueno, y cuando ya están bebidos el malo; tú, en cambio, has guardado el vivo bueno hasta ahora’. Así, en Caná de Galilea, Jesús comenzó sus signos, manifestó su gloria y creció la fe de sus discípulos en él” (Juan 2, 1-11).

¿Qué les parece este milagro, hermanos míos? –atronó el predicador mientras se secaba la frente con un pañuelo blanco, o tal vez gris-. En aquellos tiempos que yo no dudaría un instante en llamar gloriosos, las fiestas de boda podían durar hasta quince días, aunque lo más común era que durasen una semana entera. Y, claro, a veces llegaba a faltar el vino. ¡Cómo no iba a acabarse con tanto brindis y tanta algarabía! Sin embargo, nada diré, al menos el día de hoy, acerca de la angustia que debió sentir la pareja de recién casados cuando vieron que las ánforas se estaban ya vaciando, pues esto es algo que ya podrán ustedes imaginarse. Tampoco diré nada, para no dar pábulo a los abusos y las malas interpretaciones, acerca de la cantidad de vino que, poco después del milagro, empezó a circular por entre las mesas y las sillas.

Hace tres años, cuando prediqué acerca de este mismo pasaje evangélico, dije: “¿Lo ven ustedes, hermanos queridos? ¡María, la Virgen Santísima, está preocupada porque ya no hay vino! ¿Quién iba a imaginarlo? Pero es que a Nuestra Señora, hermanos, le gustan las fiestas de sus hijos; disfruta viéndolos reír y solazarse después de largos meses de dura fatiga”. Pero entonces, apenas terminada la Misa, se me acercó una mujer para cubrirme de amargos reproches. “¿Por qué le da usted alas a mi marido?”, me dijo entre otras cosas que por prudencia no les puedo contar. “¡Usted sabe –siguió diciéndome- cómo le gusta a mi esposo empinar el codo, y ahora que viene a la iglesia escucha que a María le preocupó la falta de vino! ¡Para decirlo ya, esto es el colmo! Además, ya sabe usted la manera en que los protestantes se expresan de la Virgen. ¿Qué dirían de ella si hubiesen tenido la oportunidad de escuchar su malhadado sermón?”.

Como no quiero que mi homilía se preste a vanas discusiones –aunque yo sigo en mis trece y nadie hará que cambie de opinión a este respecto-, hoy les hablaré, mejor, del gran milagro operado por Jesús en aquel patio al aire libre situado en Caná de Galilea. ¡Cambió el agua en vino! Y lo que dice el mayordomo al novio al final del pasaje también merece nuestra consideración. “Tú has guardado el vino mejor hasta ahora”. Podríamos nosotros pedirle prestadas sus palabras y, parafraseándolas, hablarle a Dios de la siguiente manera: “Antes hablaste a tu pueblo por medio de los profetas; a través de ellos diste a conocer a tu pueblo, durante milenios, tu santa voluntad. Ellos eran vino, y no un vino malo. ¡Pero has sacado el vino mejor hasta ahora! Jesús, hermanos míos, es ese vino bueno que hoy nos es servido para que la fiesta de la vida, que ya se había acabado sin que nadie se diera cuenta, pudiese recomenzar. ¡Con Jesús la vida es una fiesta!

Pero aún falta que les diga algo, y se lo diré a ustedes por boca de un gran predicador francés, A. M. Carré, que además de pertenecer a la Orden de Santo Domingo era miembro de la Academia Francesa, lo que ya es decir algo. Pues bien, este insigne varón, una vez que predicaba en la Catedral de Notre-Dame, en París, acerca de este mismo texto, dijo así a su auditorio, que lo miraba subir y bajar las manos con ojos arrobados:

“Si nos ceñimos a la letra del diálogo entre Jesús y María en las bodas de Caná, sin tener en cuenta el sentido que en aquella época tenían algunos términos, es fácil interpretarlos torcidamente. Se habla entonces de la dureza de Jesús… Pero uno de los fundadores de la exégesis contemporánea, el padre Lagrange, ha escrito: ‘Todo transcurre en una atmósfera de sentimientos delicados; entenderlo así es desentrañar el verdadero sentido del texto. La palabra mujer era empleada por los judíos en circunstancias solemnes e incluía un matiz de profundo cariño”.

Esto lo transcribo a la letra, hermanos míos, para que nadie llegue a pensar que Jesús era grosero con su madre, o que la quería mal, como piensan los que no entienden cómo hablaban los hombres de aquella cultura y de aquella edad. Una vez hecha esta aclaración, sigue diciendo el padre Carré:

“Jesús ha cambiado el agua en vino; más tarde, el Jueves Santo, convertirá el vino en su propia sangre. Pero que cambie la vida de los bautizados como cambiaron el agua y el vino, ése será el testimonio decisivo, éste el signo esperado por Cristo Jesús.

“Acudamos, pues, a la Virgen y digámosle: ‘Tú que inspiraste a tu Hijo en las bodas de Caná el gesto portador de alegría, háblanos también a nosotros y convéncenos. Haznos querer el milagro, ese milagro que depende de nosotros”. Que así sea.

Cuando el predicador acabó de hablar se produjo en la asamblea un silencio profundo. Creo que todos se habían quedado pensativos. Y cuando salí del templo me prometí a mí mismo que transcribiría el sermón entero en uno de mis artículos. ¡Misión cumplida!


“En aquel tiempo, había una boda en Caná de Galilea y la madre de Jesús estaba allí; Jesús y sus discípulos fueron también invitados a la boda.

Faltó el vino y la madre de Jesús le dijo: ‘No les queda vino’. Jesús le contestó: ‘Mujer, déjame: todavía no ha llegado mi hora’. Su madre dijo entonces a los sirvientes: ‘Hagan lo que él les diga’. Había allí colocadas seis tinajas de piedra, para las purificaciones de los judíos, de unos cien litros cada una. Jesús les dijo: ‘Llenen de agua las tinajas’.

Y ellos las llenaron hasta arriba. Entonces les ordenó: ‘Ahora sáquenlo y lleven al mayordomo’. Ellos se lo llevaron. El mayordomo probó el agua convertida en vino, sin saber de dónde venía (los sirvientes sí lo sabían, pues habían sacado el agua), y entonces llamó al novio y le dijo: ‘Todo el mundo pone primero el vino bueno, y cuando ya están bebidos el malo; tú, en cambio, has guardado el vivo bueno hasta ahora’. Así, en Caná de Galilea, Jesús comenzó sus signos, manifestó su gloria y creció la fe de sus discípulos en él” (Juan 2, 1-11).

¿Qué les parece este milagro, hermanos míos? –atronó el predicador mientras se secaba la frente con un pañuelo blanco, o tal vez gris-. En aquellos tiempos que yo no dudaría un instante en llamar gloriosos, las fiestas de boda podían durar hasta quince días, aunque lo más común era que durasen una semana entera. Y, claro, a veces llegaba a faltar el vino. ¡Cómo no iba a acabarse con tanto brindis y tanta algarabía! Sin embargo, nada diré, al menos el día de hoy, acerca de la angustia que debió sentir la pareja de recién casados cuando vieron que las ánforas se estaban ya vaciando, pues esto es algo que ya podrán ustedes imaginarse. Tampoco diré nada, para no dar pábulo a los abusos y las malas interpretaciones, acerca de la cantidad de vino que, poco después del milagro, empezó a circular por entre las mesas y las sillas.

Hace tres años, cuando prediqué acerca de este mismo pasaje evangélico, dije: “¿Lo ven ustedes, hermanos queridos? ¡María, la Virgen Santísima, está preocupada porque ya no hay vino! ¿Quién iba a imaginarlo? Pero es que a Nuestra Señora, hermanos, le gustan las fiestas de sus hijos; disfruta viéndolos reír y solazarse después de largos meses de dura fatiga”. Pero entonces, apenas terminada la Misa, se me acercó una mujer para cubrirme de amargos reproches. “¿Por qué le da usted alas a mi marido?”, me dijo entre otras cosas que por prudencia no les puedo contar. “¡Usted sabe –siguió diciéndome- cómo le gusta a mi esposo empinar el codo, y ahora que viene a la iglesia escucha que a María le preocupó la falta de vino! ¡Para decirlo ya, esto es el colmo! Además, ya sabe usted la manera en que los protestantes se expresan de la Virgen. ¿Qué dirían de ella si hubiesen tenido la oportunidad de escuchar su malhadado sermón?”.

Como no quiero que mi homilía se preste a vanas discusiones –aunque yo sigo en mis trece y nadie hará que cambie de opinión a este respecto-, hoy les hablaré, mejor, del gran milagro operado por Jesús en aquel patio al aire libre situado en Caná de Galilea. ¡Cambió el agua en vino! Y lo que dice el mayordomo al novio al final del pasaje también merece nuestra consideración. “Tú has guardado el vino mejor hasta ahora”. Podríamos nosotros pedirle prestadas sus palabras y, parafraseándolas, hablarle a Dios de la siguiente manera: “Antes hablaste a tu pueblo por medio de los profetas; a través de ellos diste a conocer a tu pueblo, durante milenios, tu santa voluntad. Ellos eran vino, y no un vino malo. ¡Pero has sacado el vino mejor hasta ahora! Jesús, hermanos míos, es ese vino bueno que hoy nos es servido para que la fiesta de la vida, que ya se había acabado sin que nadie se diera cuenta, pudiese recomenzar. ¡Con Jesús la vida es una fiesta!

Pero aún falta que les diga algo, y se lo diré a ustedes por boca de un gran predicador francés, A. M. Carré, que además de pertenecer a la Orden de Santo Domingo era miembro de la Academia Francesa, lo que ya es decir algo. Pues bien, este insigne varón, una vez que predicaba en la Catedral de Notre-Dame, en París, acerca de este mismo texto, dijo así a su auditorio, que lo miraba subir y bajar las manos con ojos arrobados:

“Si nos ceñimos a la letra del diálogo entre Jesús y María en las bodas de Caná, sin tener en cuenta el sentido que en aquella época tenían algunos términos, es fácil interpretarlos torcidamente. Se habla entonces de la dureza de Jesús… Pero uno de los fundadores de la exégesis contemporánea, el padre Lagrange, ha escrito: ‘Todo transcurre en una atmósfera de sentimientos delicados; entenderlo así es desentrañar el verdadero sentido del texto. La palabra mujer era empleada por los judíos en circunstancias solemnes e incluía un matiz de profundo cariño”.

Esto lo transcribo a la letra, hermanos míos, para que nadie llegue a pensar que Jesús era grosero con su madre, o que la quería mal, como piensan los que no entienden cómo hablaban los hombres de aquella cultura y de aquella edad. Una vez hecha esta aclaración, sigue diciendo el padre Carré:

“Jesús ha cambiado el agua en vino; más tarde, el Jueves Santo, convertirá el vino en su propia sangre. Pero que cambie la vida de los bautizados como cambiaron el agua y el vino, ése será el testimonio decisivo, éste el signo esperado por Cristo Jesús.

“Acudamos, pues, a la Virgen y digámosle: ‘Tú que inspiraste a tu Hijo en las bodas de Caná el gesto portador de alegría, háblanos también a nosotros y convéncenos. Haznos querer el milagro, ese milagro que depende de nosotros”. Que así sea.

Cuando el predicador acabó de hablar se produjo en la asamblea un silencio profundo. Creo que todos se habían quedado pensativos. Y cuando salí del templo me prometí a mí mismo que transcribiría el sermón entero en uno de mis artículos. ¡Misión cumplida!