/ domingo 21 de julio de 2019

Defensa de las citas

Unos amigos míos, severos críticos aunque perezosos escritores, me reprendieron hace unas semanas por lo que ellos llamaron “mi excesiva propensión a las citas”.

¿Es que no tienes nada personal que decir? –me dijo uno de ellos: sus pupilas brillaban en la noche como los de un lobo que ha avistado ya a su presa-. Únicamente los que no pueden caminar por sí mismos se valen de muletas. Pues bien, déjame decírtelo: tu escritura cojea, puesto que no puede tenerse en pie por sí misma.

Y el otro: -Mientras un escritor cite con la frecuencia con que lo haces tú, no puede aún considerarse maduro. Sólo hasta el día en que no cites a nadie, te leeré con gusto. Y el primero, otra vez: -¿No te das cuenta que un niño sólo puede aprender a caminar cuando no se apoya más que en sí mismo? Yo me limitaba sonreír y a bajar la cabeza. ¿Qué otra cosa podía hacer? Una sonrisa cargada de ironía vale más que mil palabras. Además, ¿qué tiene de malo citar? Yo no comprendía por qué ese enojo. -Arriésgate a decir algo personal –volvió a decir el primero-. ¿O es que tienes miedo? -Mucho me temo –dijo el segundo- que si les quitamos las citas a tus escritos, de éstos no quedará más que el esqueleto.

Dios mío. ¿Cómo explicarles a estos señores que la cita es importante; que la cita, al menos para mí, es esencial? Citar significa reconocer una deuda, declarar públicamente que no ha descubierto uno el hilo negro, rendir honor a quien honor merece: en una palabra, es un acto de humildad mucho más que de pedantería. Citar equivale a homenajear a aquellos que se han ocupado de los mismos asuntos mucho antes de que a nosotros se nos ocurriera escribir sobre ellos; equivale a unirse a su voz y formar un coro para que la Idea penetre con mayor eficacia en las conciencias.

“La mediocridad posiblemente consista en estar delante de la grandeza y no darse cuenta”, dijo una vez Gilbert K. Chesterton (1874-1936), el gran polemista inglés. El que cita, reconoce la grandeza de los otros. ¿Qué hay de malo en reconocer la grandeza ajena? Y citar, ya lo dije hace un momento, significa reconocer.

Los autores que no citan nunca me han parecido siempre arrogantes en insípidos. Arrogantes porque sólo se citan a sí mismos, e insípidos porque no te hablan de nadie más. Pareciera que todo lo que dicen brota de su ronco pecho, cuando en realidad lo único que hacen es citar sin comillas. Y, por otro lado, qué aburrido es leer a un autor que no te da a conocer a otros autores para que te hagas tú también amigo de ellos. Pareciera que estos tales quieren monopolizar tu amistad, asfixiarte con su abrazo e impedirte que trates a nadie que no sea él. Un libro sin citas se parece a una casa sin puertas, a una habitación sin ventanas. Una vez, Charles du Bos (1882-1939), acaso el más grande crítico literario que haya dado el siglo XX francés, fue criticado públicamente en un diario de gran tirada a causa de ese tic tan suyo de estar citando siempre libros y autores. Ahora bien, ¿se angustió por eso Charles du Bos? No se angustió nada, sino que se limitó a responder: “Sí, ya se sabe que tengo la manía de la cronología, la manía de las notas, la manía de los paréntesis y de las incidencias (sobre todo estas dos últimas yo mismo me he esforzado en reducirlas), la manía de los guiones, la manía de las citas, aunque de esta última nunca he querido curarme: por el contrario, considero como algo propio de mi oficio difundir todo lo posible las bellas palabras y los pensamientos sutiles que he encontrado y que me han ayudado a vivir”. ¿Cómo, pues, escribir sin citas? El que cita es generoso, o por lo menos quiere serlo. Dice a sus lectores: “Miren, esto es lo que he encontrado en mis frecuentes excursiones por el mundo de los libros. ¿No es maravilloso este pensamiento? ¿No es clara esta idea? Y este aforismo, ¿no podría hacer más llevadera nuestra vida si lo pusiéramos en práctica? Pero como no soy egoísta, compartiré mi hallazgo con ustedes. En una palabra, les haré partícipes del botín”. Cuenta Efraim Szmulewicz (1911-2000) en uno de sus libros (Un niño nació judío) que a su padre también le reprochaban sus amigos el traer a cada paso en la conversación citas de autores célebres: “-Siempre con tus frases famosas –le decían-. Podrías hablar por tu propia boca. Sospechamos que elaboras ideas solamente para tener la oportunidad de sacar a relucir tus conocimientos”. Pero el padre, que no era tonto, sin inmutarse les respondía así: “-No tienen por qué ofenderse. Yo no creo estar en la verdad, y puedo equivocarme. Y como no me creo muy inteligente para asumir la responsabilidad de ciertas ideas, me complazco en poder compartir ideas de hombres que fueron reconocidos como genios en algunas materias. Si ellos están equivocados, yo con mayor razón”.

Y con esto ponía el buen viejo punto final a la cuestión. Punto que en este mismo instante pongo también yo. Hasta la vista.

Unos amigos míos, severos críticos aunque perezosos escritores, me reprendieron hace unas semanas por lo que ellos llamaron “mi excesiva propensión a las citas”.

¿Es que no tienes nada personal que decir? –me dijo uno de ellos: sus pupilas brillaban en la noche como los de un lobo que ha avistado ya a su presa-. Únicamente los que no pueden caminar por sí mismos se valen de muletas. Pues bien, déjame decírtelo: tu escritura cojea, puesto que no puede tenerse en pie por sí misma.

Y el otro: -Mientras un escritor cite con la frecuencia con que lo haces tú, no puede aún considerarse maduro. Sólo hasta el día en que no cites a nadie, te leeré con gusto. Y el primero, otra vez: -¿No te das cuenta que un niño sólo puede aprender a caminar cuando no se apoya más que en sí mismo? Yo me limitaba sonreír y a bajar la cabeza. ¿Qué otra cosa podía hacer? Una sonrisa cargada de ironía vale más que mil palabras. Además, ¿qué tiene de malo citar? Yo no comprendía por qué ese enojo. -Arriésgate a decir algo personal –volvió a decir el primero-. ¿O es que tienes miedo? -Mucho me temo –dijo el segundo- que si les quitamos las citas a tus escritos, de éstos no quedará más que el esqueleto.

Dios mío. ¿Cómo explicarles a estos señores que la cita es importante; que la cita, al menos para mí, es esencial? Citar significa reconocer una deuda, declarar públicamente que no ha descubierto uno el hilo negro, rendir honor a quien honor merece: en una palabra, es un acto de humildad mucho más que de pedantería. Citar equivale a homenajear a aquellos que se han ocupado de los mismos asuntos mucho antes de que a nosotros se nos ocurriera escribir sobre ellos; equivale a unirse a su voz y formar un coro para que la Idea penetre con mayor eficacia en las conciencias.

“La mediocridad posiblemente consista en estar delante de la grandeza y no darse cuenta”, dijo una vez Gilbert K. Chesterton (1874-1936), el gran polemista inglés. El que cita, reconoce la grandeza de los otros. ¿Qué hay de malo en reconocer la grandeza ajena? Y citar, ya lo dije hace un momento, significa reconocer.

Los autores que no citan nunca me han parecido siempre arrogantes en insípidos. Arrogantes porque sólo se citan a sí mismos, e insípidos porque no te hablan de nadie más. Pareciera que todo lo que dicen brota de su ronco pecho, cuando en realidad lo único que hacen es citar sin comillas. Y, por otro lado, qué aburrido es leer a un autor que no te da a conocer a otros autores para que te hagas tú también amigo de ellos. Pareciera que estos tales quieren monopolizar tu amistad, asfixiarte con su abrazo e impedirte que trates a nadie que no sea él. Un libro sin citas se parece a una casa sin puertas, a una habitación sin ventanas. Una vez, Charles du Bos (1882-1939), acaso el más grande crítico literario que haya dado el siglo XX francés, fue criticado públicamente en un diario de gran tirada a causa de ese tic tan suyo de estar citando siempre libros y autores. Ahora bien, ¿se angustió por eso Charles du Bos? No se angustió nada, sino que se limitó a responder: “Sí, ya se sabe que tengo la manía de la cronología, la manía de las notas, la manía de los paréntesis y de las incidencias (sobre todo estas dos últimas yo mismo me he esforzado en reducirlas), la manía de los guiones, la manía de las citas, aunque de esta última nunca he querido curarme: por el contrario, considero como algo propio de mi oficio difundir todo lo posible las bellas palabras y los pensamientos sutiles que he encontrado y que me han ayudado a vivir”. ¿Cómo, pues, escribir sin citas? El que cita es generoso, o por lo menos quiere serlo. Dice a sus lectores: “Miren, esto es lo que he encontrado en mis frecuentes excursiones por el mundo de los libros. ¿No es maravilloso este pensamiento? ¿No es clara esta idea? Y este aforismo, ¿no podría hacer más llevadera nuestra vida si lo pusiéramos en práctica? Pero como no soy egoísta, compartiré mi hallazgo con ustedes. En una palabra, les haré partícipes del botín”. Cuenta Efraim Szmulewicz (1911-2000) en uno de sus libros (Un niño nació judío) que a su padre también le reprochaban sus amigos el traer a cada paso en la conversación citas de autores célebres: “-Siempre con tus frases famosas –le decían-. Podrías hablar por tu propia boca. Sospechamos que elaboras ideas solamente para tener la oportunidad de sacar a relucir tus conocimientos”. Pero el padre, que no era tonto, sin inmutarse les respondía así: “-No tienen por qué ofenderse. Yo no creo estar en la verdad, y puedo equivocarme. Y como no me creo muy inteligente para asumir la responsabilidad de ciertas ideas, me complazco en poder compartir ideas de hombres que fueron reconocidos como genios en algunas materias. Si ellos están equivocados, yo con mayor razón”.

Y con esto ponía el buen viejo punto final a la cuestión. Punto que en este mismo instante pongo también yo. Hasta la vista.