/ martes 6 de febrero de 2024

Opinión | Tiempo perdido

Por si quiere saberlo, señor, la fila no avanza desde hace cuarenta y dos minutos. ¡Qué quiere usted! Además, es inútil que se enoje: así no conseguirá nada. En este país, con rabia o sin ella, nadie consigue nada. Salvo algunos, quiero decir…

Pero como veo que nuestra conversación amenaza con tomar un sesgo marcadamente político, permítame contarle una historia. Verdadera. Una vez, un humilde hombre de campo fue a eso de las cinco de la tarde a una oficina como ésta y, al ver cerradas las puertas, preguntó ingenuamente al vigilante:

-Perdone, ¿es que aquí no se trabaja por las tardes?

Respondió el interrogado:

-Mire: cuando aquí no se trabaja es por las mañanas; por las tardes nadie viene.

Estimado señor, concederá usted que hay que darle la razón al vigilante. Mire con qué lentitud sellan esos hombres los papeles, con qué desfachatez abandonan sus puestos y con qué serenidad se enfrascan en conversaciones telefónicas que parecen no tener fin. ¡De cinco ventanillas, cuatro están por el momento fuera de servicio y una se encuentra, por decirlo así, como atascada! Ese individuo que ve usted agitando los brazos ante el único funcionario que está en su puesto lleva allí, en esa misma extraña actitud, la bagatela de treinta y tres minutos. ¿Qué tanto alega? ¿De qué discute? ¿Es que no sabe que es inútil protestar, sobre todo en una dependencia de gobierno?

¡Y pensar que este tiempo se nos cuenta como si fuera vivido! ¿Está usted de acuerdo en que Dios no debería considerarlo? Y, sin embargo, lo hace. ¡Estos minutos que perdemos como si tal cosa son parte de una suma de tiempo que jamás nos será devuelta! A veces pienso que si al final Dios nos regresara los minutos que hemos perdido en esperas como ésta, siempre nos quedarían varios años de repuesto para, ahora sí, hacer lo que nos gusta.

Pero, ¿no lo canso con mi conversación, estimado señor? Puesto que me dice usted que no -¡es usted tan amable!-, permítame entonces recitarle de memoria un texto del que, por más que quiero, no he podido sacar aún todas las consecuencias pertinentes al caso; dicha página dice así: «Condúcete de este modo, mi querido Lucilio: rescátate para ti mismo, y el tiempo que hasta ahora se te quitaba, o se te escapaba, o lo dejabas pasar, recógelo y consérvalo. Persuádete de que esto es así como te escribo: parte del tiempo se nos roba, parte se nos va sin saber cómo y parte se nos escurre. Pero la pérdida más vergonzosa de todas es la debida a la negligencia. Y, si quisieras fijarte en ello, encontrarías que la parte más grande de la vida la pasamos haciendo el mal, otra no pequeña sin hacer nada y toda ella haciendo lo que no ha de hacerse. ¿A quién me citarás que ponga precio al tiempo, que conozca el valor de un día, que se dé cuenta de que cada día muere un poco?».

¿Que de quién es este texto luminoso? ¿De veras no lo sabe, estimado señor, o simplemente bromea? ¡Le creo, le creo! No siempre hay tiempo para dedicarse a lo que uno quisiera. Bien, se trata del fragmento de una carta que Séneca, el filósofo, escribió un día a un amigo suyo llamado Lucilio. ¿A quién, estimado señor, me citará usted que ponga precio a estos cuarenta y dos minutos que han pasado sin que nadie avance en la fila? Pero observe usted a aquella señora que, al fondo y por detrás de las ventanillas, come con voracidad un emparedado de jamón. Vea los lineamientos de su rostro, la acritud del conjunto. ¿No deja entrever una enorme amargura, algo así como una infinita tristeza? Acaso esta señora o señorita querría estar en su casa escribiendo una carta al amado que se fue, o en un orfanato contando cuentos a niños sin amparo. Y, sin embargo, aquí está, ordenando esos papeles que le han de importar un comino y atragantándose con un emparedado al que no se le ve lo bueno desde ninguna parte. Pues bien, también ella pierde el tiempo, estimado señor, y si pudiera acaso diría lo del cajero del cuento. ¿Que a qué cuento me refiero? Escuche usted: una vez, una joven mujer fue a una oficina gubernamental, y como llevaba ya mucho tiempo esperando su turno, gritó impaciente al cajero:

-¡Señor, llevo ya casi una hora aquí!

A lo que respondió éste con voz helada y hasta diríamos que cadavérica:

-¡Pues yo llevo veinte años y no me quejo, señorita!

Pero no nos engañemos: sí se quejaba, y con razón, pues el que en este mundo no hace lo que quiere, lo que querría hacer con toda el alma, está siempre perdiendo el tiempo. Como nosotros ahora, estimado señor, y peor todavía que nosotros. Porque en nuestro caso, ¿qué perdemos, más que una hora? Pero el que no hace lo que quiere pierde la vida entera.

En cierta ocasión un famoso periodista italiano (¿ha escuchado usted alguna vez el nombre de Enzo Biagi?) preguntó a un importante político de cuyo nombre no puedo ni quiero acordarme: «Según usted, ¿quiénes son los hombres más desgraciados?». Respondió aquél: «Los que ejercen en la vida un oficio que no los satisface».

Tal parece ser el caso de la señorita del emparedado. Pero no la juzguemos tan severamente, estimado señor. Ella hace lo que puede, aunque la mediocridad del resultado nos entristezca a todos. Y, además, ¿quién hace en este mundo lo que quiere, o, dicho con otras palabras, lo que querría? ¡Si todos realizáramos aunque sólo fuera por una semana aquello para lo que estamos hechos, habría algo así como un sacudimiento universal! No, no seamos demasiado severos con estos pobres funcionarios públicos que, aunque ganan bien, viven mal. Muchos de ellos ganan lo que quieren, pero haciendo lo que no quieren. Recemos, más bien, para que el primero de la fila deje ya de gimotear y permita que avancemos.

Por si quiere saberlo, señor, la fila no avanza desde hace cuarenta y dos minutos. ¡Qué quiere usted! Además, es inútil que se enoje: así no conseguirá nada. En este país, con rabia o sin ella, nadie consigue nada. Salvo algunos, quiero decir…

Pero como veo que nuestra conversación amenaza con tomar un sesgo marcadamente político, permítame contarle una historia. Verdadera. Una vez, un humilde hombre de campo fue a eso de las cinco de la tarde a una oficina como ésta y, al ver cerradas las puertas, preguntó ingenuamente al vigilante:

-Perdone, ¿es que aquí no se trabaja por las tardes?

Respondió el interrogado:

-Mire: cuando aquí no se trabaja es por las mañanas; por las tardes nadie viene.

Estimado señor, concederá usted que hay que darle la razón al vigilante. Mire con qué lentitud sellan esos hombres los papeles, con qué desfachatez abandonan sus puestos y con qué serenidad se enfrascan en conversaciones telefónicas que parecen no tener fin. ¡De cinco ventanillas, cuatro están por el momento fuera de servicio y una se encuentra, por decirlo así, como atascada! Ese individuo que ve usted agitando los brazos ante el único funcionario que está en su puesto lleva allí, en esa misma extraña actitud, la bagatela de treinta y tres minutos. ¿Qué tanto alega? ¿De qué discute? ¿Es que no sabe que es inútil protestar, sobre todo en una dependencia de gobierno?

¡Y pensar que este tiempo se nos cuenta como si fuera vivido! ¿Está usted de acuerdo en que Dios no debería considerarlo? Y, sin embargo, lo hace. ¡Estos minutos que perdemos como si tal cosa son parte de una suma de tiempo que jamás nos será devuelta! A veces pienso que si al final Dios nos regresara los minutos que hemos perdido en esperas como ésta, siempre nos quedarían varios años de repuesto para, ahora sí, hacer lo que nos gusta.

Pero, ¿no lo canso con mi conversación, estimado señor? Puesto que me dice usted que no -¡es usted tan amable!-, permítame entonces recitarle de memoria un texto del que, por más que quiero, no he podido sacar aún todas las consecuencias pertinentes al caso; dicha página dice así: «Condúcete de este modo, mi querido Lucilio: rescátate para ti mismo, y el tiempo que hasta ahora se te quitaba, o se te escapaba, o lo dejabas pasar, recógelo y consérvalo. Persuádete de que esto es así como te escribo: parte del tiempo se nos roba, parte se nos va sin saber cómo y parte se nos escurre. Pero la pérdida más vergonzosa de todas es la debida a la negligencia. Y, si quisieras fijarte en ello, encontrarías que la parte más grande de la vida la pasamos haciendo el mal, otra no pequeña sin hacer nada y toda ella haciendo lo que no ha de hacerse. ¿A quién me citarás que ponga precio al tiempo, que conozca el valor de un día, que se dé cuenta de que cada día muere un poco?».

¿Que de quién es este texto luminoso? ¿De veras no lo sabe, estimado señor, o simplemente bromea? ¡Le creo, le creo! No siempre hay tiempo para dedicarse a lo que uno quisiera. Bien, se trata del fragmento de una carta que Séneca, el filósofo, escribió un día a un amigo suyo llamado Lucilio. ¿A quién, estimado señor, me citará usted que ponga precio a estos cuarenta y dos minutos que han pasado sin que nadie avance en la fila? Pero observe usted a aquella señora que, al fondo y por detrás de las ventanillas, come con voracidad un emparedado de jamón. Vea los lineamientos de su rostro, la acritud del conjunto. ¿No deja entrever una enorme amargura, algo así como una infinita tristeza? Acaso esta señora o señorita querría estar en su casa escribiendo una carta al amado que se fue, o en un orfanato contando cuentos a niños sin amparo. Y, sin embargo, aquí está, ordenando esos papeles que le han de importar un comino y atragantándose con un emparedado al que no se le ve lo bueno desde ninguna parte. Pues bien, también ella pierde el tiempo, estimado señor, y si pudiera acaso diría lo del cajero del cuento. ¿Que a qué cuento me refiero? Escuche usted: una vez, una joven mujer fue a una oficina gubernamental, y como llevaba ya mucho tiempo esperando su turno, gritó impaciente al cajero:

-¡Señor, llevo ya casi una hora aquí!

A lo que respondió éste con voz helada y hasta diríamos que cadavérica:

-¡Pues yo llevo veinte años y no me quejo, señorita!

Pero no nos engañemos: sí se quejaba, y con razón, pues el que en este mundo no hace lo que quiere, lo que querría hacer con toda el alma, está siempre perdiendo el tiempo. Como nosotros ahora, estimado señor, y peor todavía que nosotros. Porque en nuestro caso, ¿qué perdemos, más que una hora? Pero el que no hace lo que quiere pierde la vida entera.

En cierta ocasión un famoso periodista italiano (¿ha escuchado usted alguna vez el nombre de Enzo Biagi?) preguntó a un importante político de cuyo nombre no puedo ni quiero acordarme: «Según usted, ¿quiénes son los hombres más desgraciados?». Respondió aquél: «Los que ejercen en la vida un oficio que no los satisface».

Tal parece ser el caso de la señorita del emparedado. Pero no la juzguemos tan severamente, estimado señor. Ella hace lo que puede, aunque la mediocridad del resultado nos entristezca a todos. Y, además, ¿quién hace en este mundo lo que quiere, o, dicho con otras palabras, lo que querría? ¡Si todos realizáramos aunque sólo fuera por una semana aquello para lo que estamos hechos, habría algo así como un sacudimiento universal! No, no seamos demasiado severos con estos pobres funcionarios públicos que, aunque ganan bien, viven mal. Muchos de ellos ganan lo que quieren, pero haciendo lo que no quieren. Recemos, más bien, para que el primero de la fila deje ya de gimotear y permita que avancemos.