/ domingo 9 de junio de 2024

El amor perfecto

Qué fácil, qué sencillo es amar a Dios cuando todo va bien en nuestra vida; qué difícil y qué complicado, en cambio, es amarlo cuando en todo nos va mal.

-¡Odio a Dios! –me decía un hombre ya entrado en años hace poco-. ¡Cuánto lo odio!

-¿Y por qué lo odia? –le pregunté. Claro, si puede saberse…

-¡Porque me maltrata! Desde niño he sido presa de sus furores.

Pero entonces –pensé yo-, ¿tendría siempre que irnos bien para que lo amemos? ¿Hay que amarlo únicamente por lo que nos da? Y si solamente lo amamos por sus beneficios, ¿no es el nuestro un amor interesado?

El libro de Job es el testimonio más crudo de que se puede amar a Dios en la desdicha, y que es posible seguir amándolo aun cuando todo los lo quita.

Un maestro de Israel contaba la siguiente historia:

“-Mi rabino me ha contado a menudo la historia de un judío que huía con su mujer y su hijo de la Inquisición española. Había llegado en una pequeña embarcación golpeada por las aguas a una isla pedregosa; pero un rayo mató a su mujer y una ola engulló al niño. Solo, desnudo, flagelado por la tempestad, espantado por los rayos y los truenos, con los cabellos al viento y las manos elevadas a Dios, se puso a errar por las rocas de la isla desierta, diciendo:

“-¡Dios de Israel, no puedo más! ¡Estoy acabado! Pues bien, en tales condiciones no te puedo servir más que libremente. Quiero cumplir tus mandamientos y santificar tu nombre porque no tengo ya nada más que hacer. Pero tú, pero tú has hecho de todo para que ya no crea en ti. ¿Crees que podías conseguirlo? ¡Pues bien, te lo digo, Dios mío y Dios de mis padres: no lo conseguirás! Puedes golpearme, puedes quitarme todo lo que tengo, hasta lo que más quiero en la vida; puedes, incluso torturarme hasta matarme: yo creeré siempre en ti , y te amaré siempre, a pesar de ti y a pesar de todo”.

¡Éste es el amor en su absoluta, total y desnuda perfección!

-Pero entonces –proseguí diciendo a mi interlocutor-, si Dios lo tratara siempre bien, si lo colmara de éxito y de riqueza, de honores, salud y prestigio, ¿lo amaría usted?

Hice una pausa. Cavilé durante unos instantes, guardando silencio: quería medir mis propias palabras y aceptar de antemano sus consecuencias. ¡No eran palabras inocentes, no! Dios las escuchaba, y era probable que alguna vez me obligase a vivirlas. Luego proseguí, a pesar de todo:

-Sólo en la desdicha nuestro amor a Dios es perfecto y desinteresado. ¿Qué mérito tendría amarlo si fuésemos, por ejemplo, los hombres más ricos del mundo? Si nadie nos odiara y todos nos sonrieran, ¿no sería natural, diríamos, amar a Dios con todo el corazón y con todas nuestras fuerzas? Las palabras más terribles de la Biblia son aquellas que pronuncia Satanás en el libro de Job, acusando ante el Altísimo a su fiel servidor:

“-¿Crees que Job teme a Dios desinteresadamente? ¿Acaso no lo rodeas con tu protección, a él, a su familia y a sus propiedades? Bendices todo cuanto hace y sus rebaños llenan el país. Pero extiende tu mano y quítale todo lo que tiene. Verás cómo te maldice en tu propia cara” (1, 9-11).

Sí, es preciso amar en la aflicción para que, llegado el caso, no desconfiemos de la sinceridad de nuestro amor en medio de la prosperidad y la riqueza.

En el transcurso de una entrevista, Elie Wiesel (1928-2016), judío, gran escritor y Premio Nobel de la Paz, respondía así a la pregunta de por qué existe el mal en un mundo gobernado por un Dios bueno:

“-Hasta el día de hoy se me presenta este problema. Escribí hace poco una obra de teatro titulada El juicio de Dios, en la que describo una historia que ocurrió en Auschwitz.

“Yo estaba trabajando con un hombre a quien no le había visto el rostro porque siempre estaba oculto por las piedras que cargaba. Solamente se le veía la nuca. Él era un Rosh Yeshiva, un maestro que había dirigido una academia de estudios del Talmud en Polonia. Estudiábamos juntos el Talmud de memoria. Una noche me llamó y me dijo:

“-Eres joven, el más joven de esta barraca. Espero que sobrevivas y, por tanto, te necesito como testigo.

“Él y otros dos de sus compañeros eruditos establecieron una corte para llevar a Dios ante la justicia; yo estaba presente para atestiguar. Hubo un juicio, un juicio real, con testigos a favor y en contra, con argumentos en pro y en contra. Al fin el veredicto fue:

“-Culpable.

Después de eso, dijeron:

“-Ahora vamos todos a rezar”.

¡Sí, éste, éste es el hombre de fe, ni más ni menos! Se podrá quejar por lo mal que lo pasa; podrá enojarse con el Todopoderoso por ser tan brusco con él, y tan áspero; podrá incluso decirle que, en lo sucesivo, ya no quiere tener con él ningún tipo de trato, pero, una vez pasados el coraje y el disgusto, ahí estará otra vez en busca de su rostro.

-Pero entonces –me dijo mi interlocutor…

-Entonces la única manera de saber si amamos realmente Dios es ver cómo nos portamos con en él en las horas de desgracia. Y si soportamos, como Job, todos los embates del destino con una fe intacta, no lo dudemos: nuestro amor es sincero y, como a Job, todo nos será devuelto en el momento oportuno.

Ignoro si convencí a mi sufriente interlocutor; pero, en todo caso, esbozó una tímida sonrisa que lo hacía parecer más tranquilo. Yo también lo estaba.

Qué fácil, qué sencillo es amar a Dios cuando todo va bien en nuestra vida; qué difícil y qué complicado, en cambio, es amarlo cuando en todo nos va mal.

-¡Odio a Dios! –me decía un hombre ya entrado en años hace poco-. ¡Cuánto lo odio!

-¿Y por qué lo odia? –le pregunté. Claro, si puede saberse…

-¡Porque me maltrata! Desde niño he sido presa de sus furores.

Pero entonces –pensé yo-, ¿tendría siempre que irnos bien para que lo amemos? ¿Hay que amarlo únicamente por lo que nos da? Y si solamente lo amamos por sus beneficios, ¿no es el nuestro un amor interesado?

El libro de Job es el testimonio más crudo de que se puede amar a Dios en la desdicha, y que es posible seguir amándolo aun cuando todo los lo quita.

Un maestro de Israel contaba la siguiente historia:

“-Mi rabino me ha contado a menudo la historia de un judío que huía con su mujer y su hijo de la Inquisición española. Había llegado en una pequeña embarcación golpeada por las aguas a una isla pedregosa; pero un rayo mató a su mujer y una ola engulló al niño. Solo, desnudo, flagelado por la tempestad, espantado por los rayos y los truenos, con los cabellos al viento y las manos elevadas a Dios, se puso a errar por las rocas de la isla desierta, diciendo:

“-¡Dios de Israel, no puedo más! ¡Estoy acabado! Pues bien, en tales condiciones no te puedo servir más que libremente. Quiero cumplir tus mandamientos y santificar tu nombre porque no tengo ya nada más que hacer. Pero tú, pero tú has hecho de todo para que ya no crea en ti. ¿Crees que podías conseguirlo? ¡Pues bien, te lo digo, Dios mío y Dios de mis padres: no lo conseguirás! Puedes golpearme, puedes quitarme todo lo que tengo, hasta lo que más quiero en la vida; puedes, incluso torturarme hasta matarme: yo creeré siempre en ti , y te amaré siempre, a pesar de ti y a pesar de todo”.

¡Éste es el amor en su absoluta, total y desnuda perfección!

-Pero entonces –proseguí diciendo a mi interlocutor-, si Dios lo tratara siempre bien, si lo colmara de éxito y de riqueza, de honores, salud y prestigio, ¿lo amaría usted?

Hice una pausa. Cavilé durante unos instantes, guardando silencio: quería medir mis propias palabras y aceptar de antemano sus consecuencias. ¡No eran palabras inocentes, no! Dios las escuchaba, y era probable que alguna vez me obligase a vivirlas. Luego proseguí, a pesar de todo:

-Sólo en la desdicha nuestro amor a Dios es perfecto y desinteresado. ¿Qué mérito tendría amarlo si fuésemos, por ejemplo, los hombres más ricos del mundo? Si nadie nos odiara y todos nos sonrieran, ¿no sería natural, diríamos, amar a Dios con todo el corazón y con todas nuestras fuerzas? Las palabras más terribles de la Biblia son aquellas que pronuncia Satanás en el libro de Job, acusando ante el Altísimo a su fiel servidor:

“-¿Crees que Job teme a Dios desinteresadamente? ¿Acaso no lo rodeas con tu protección, a él, a su familia y a sus propiedades? Bendices todo cuanto hace y sus rebaños llenan el país. Pero extiende tu mano y quítale todo lo que tiene. Verás cómo te maldice en tu propia cara” (1, 9-11).

Sí, es preciso amar en la aflicción para que, llegado el caso, no desconfiemos de la sinceridad de nuestro amor en medio de la prosperidad y la riqueza.

En el transcurso de una entrevista, Elie Wiesel (1928-2016), judío, gran escritor y Premio Nobel de la Paz, respondía así a la pregunta de por qué existe el mal en un mundo gobernado por un Dios bueno:

“-Hasta el día de hoy se me presenta este problema. Escribí hace poco una obra de teatro titulada El juicio de Dios, en la que describo una historia que ocurrió en Auschwitz.

“Yo estaba trabajando con un hombre a quien no le había visto el rostro porque siempre estaba oculto por las piedras que cargaba. Solamente se le veía la nuca. Él era un Rosh Yeshiva, un maestro que había dirigido una academia de estudios del Talmud en Polonia. Estudiábamos juntos el Talmud de memoria. Una noche me llamó y me dijo:

“-Eres joven, el más joven de esta barraca. Espero que sobrevivas y, por tanto, te necesito como testigo.

“Él y otros dos de sus compañeros eruditos establecieron una corte para llevar a Dios ante la justicia; yo estaba presente para atestiguar. Hubo un juicio, un juicio real, con testigos a favor y en contra, con argumentos en pro y en contra. Al fin el veredicto fue:

“-Culpable.

Después de eso, dijeron:

“-Ahora vamos todos a rezar”.

¡Sí, éste, éste es el hombre de fe, ni más ni menos! Se podrá quejar por lo mal que lo pasa; podrá enojarse con el Todopoderoso por ser tan brusco con él, y tan áspero; podrá incluso decirle que, en lo sucesivo, ya no quiere tener con él ningún tipo de trato, pero, una vez pasados el coraje y el disgusto, ahí estará otra vez en busca de su rostro.

-Pero entonces –me dijo mi interlocutor…

-Entonces la única manera de saber si amamos realmente Dios es ver cómo nos portamos con en él en las horas de desgracia. Y si soportamos, como Job, todos los embates del destino con una fe intacta, no lo dudemos: nuestro amor es sincero y, como a Job, todo nos será devuelto en el momento oportuno.

Ignoro si convencí a mi sufriente interlocutor; pero, en todo caso, esbozó una tímida sonrisa que lo hacía parecer más tranquilo. Yo también lo estaba.