/ domingo 16 de junio de 2024

Opinión | El éxito de los malvados

¿Por qué triunfan los malos? ¿Por qué a los buenos, a menudo, les va mal? En todas las páginas de la Biblia, o en casi todas, aparece esta pregunta, formulada en los tonos más diversos.

Y hay que reconocer que se trata, por decirlo así, de un problema teológico verdaderamente serio. No siempre a los buenos les va bien, y no siempre a los malos les va mal. En realidad, uno esperaría que… Y, sin embargo…

Para responder a esta pregunta eterna, que a veces adquiere visos de verdadera desconfianza hacia la providencia divina, me valdré de una sugestiva meditación de San Roberto Belarmino (1542-1621) que, pese a haber sido escrita en pleno siglo XVI, no ha perdido nada de actualidad.

“Brilla la profundidad de la sabiduría divina en la providencia –escribió el santo cardenal-, en la predestinación y en los juicios de Dios. Y, ante todo, que la providencia de Dios es absolutamente admirable, se colige por el hecho de que Dios gobierna inmediatamente a todas las criaturas y las conduce a su fin. ‘Él cuida igualmente de todo’ (Sabiduría 6, 8), dice el Sabio. Es decir, sin excluir nada, Dios se preocupa de todo de tal modo que ni un pajarito cae en tierra sin la providencia de Dios, como el Salvador afirma (Cf. Mateo 10, 29)… Nada es para Dios nuevo, imprevisto o inopinado. Ciertamente, ‘los pensamientos de los mortales son tímidos y nuestros cálculos inseguros’ (Sabiduría 8, 1), como dice el Sabio, puesto que no tenemos de las cosas futuras nada más que conjeturas falaces; Dios, en cambio, conoce todo lo futuro con no menor certeza que lo pretérito y lo presente”…

Tómese esto como un mero preámbulo. ¡Lo que sigue es lo bueno! Atención, pues:

“Pero porque el plan de la divina providencia es misteriosa ‘y sus juicios son insondables’ (Salmo 35, 7), de aquí que muchos, viendo tan extendidos e impunes los males entre los hombres, caigan en el precipicio de creer que los acontecimientos humanos no están regidos por la providencia de Dios o, al menos, de que se cometen todos los males por voluntad divina; impías son ambas cosas. Caen en los abismos de estos errores los que ven una parte de la providencia divina y no ven la otra, y, antes de esperar el desenlace final, que quedará manifiesto a todos en el juicio último, se atreven a juzgar temeraria y prematuramente, y caen en gravísimos errores”.

En efecto, nosotros sólo vemos lo inmediato, pero el final de la representación nos está oculto, y tal vez siempre nos lo estará, por lo menos en esta vida. Yo veo, por ejemplo, que mi vecino prospera, que le va bien en todo y se compra cada año un auto nuevo, sumándose éste a los muchos que ya tiene; se da la gran vida –esto yo lo veo, pues es mi vecino y los ruidos de su casa llegan sin pudor hasta la mía- y es, también, un hombre influyente, además de un malvado. Ahora bien, ¿por qué el Señor permite semejante injusticia? Al verme a lo lejos, mi vecino sonríe con aires de suficiencia y parece decirme: “¿Lo ves? ¡A mí, por lo menos, me va muy bien! ¡La vida es deliciosa!”. Y yo, al leer sus pensamientos, me pongo fuera de mí y agacho la cabeza.

Pero si yo expresara mis angustias a San Roberto Belarmino, él me diría al instante: “¡Espera! ¡Ten paciencia! Tú juzgas la representación únicamente por el primer acto. Aguarda el final y verás. Un día el telón caerá y entonces…”.

Y si yo siguiera protestando que no es justo que a los malos les vaya tan bien y le preguntara por qué Dios permite semejante injusticia, él me respondería con las mismas palabras que dejó escritas en su Elevación sobre los misterios, la obra que hemos citado más arriba:

“No podemos investigar exactamente por qué Dios llena de bienes temporales a muchos impíos y deja sin castigo sus pecados en esta vida y, al contrario, permite que muchos inocentes permanezcan oprimidos por la pobreza, vejados injustamente, flagelados y muertos; con todo, podemos, en general, vislumbrar con probabilidad alguna causa. Dios hace muchas veces que los impíos abunden en bienes temporales para remunerar alguna obra buena de sus prácticas morales, ya que no les ha de dar la vida eterna; o bien, para llevarlos, mediante estos beneficios temporales, a la conversión de sus pecados y a la esperanza y deseo de los beneficios eternos; finalmente, no castiga a veces sus pecados en esta vida porque lo hará cumplidamente en el infierno.

“Por otra parte –seguiría diciéndome San Roberto-, Dios permite que los justos sean afligidos con pobreza, baldones y pruebas varias, ya para purgar en esta vida sus leves pecados, ya para coronar más gloriosa y espléndidamente su paciencia, humildad y demás méritos en la vida eterna”.

Si San Roberto, ante mi angustia por la prosperidad de los malos, me hablara así, yo ya no tendría nada que objetar. Sólo exclamaría: “¡Ah!”, como hacen los que han comprendido, por fin, un insoportable misterio. Y, acto seguido, me pondría a alabar a la providencia divina, que nunca se equivoca y es infinitamente justa.

Cundo Jesús contó la parábola de Lázaro y el rico insensato, puso en boca del bienaventurado Abraham estas palabras, dirigidas al rico que gemía de dolor en el infierno:

“-Recuerda, hijo, que ya recibiste tus bienes durante la vida y Lázaro, en cambio, males. Ahora él está aquí consolado, mientras que tú estás atormentado” (Lucas 16, 25).

Al escribir su Elevación, ¿pensaba San Roberto en estas palabras de Jesús puestas en boca del patriarca? Es muy probable. En todo caso, si la impunidad policíaca nos pone siempre los pelos de punta, ¿cómo nos los pondría la impunidad divina?

¿Por qué triunfan los malos? ¿Por qué a los buenos, a menudo, les va mal? En todas las páginas de la Biblia, o en casi todas, aparece esta pregunta, formulada en los tonos más diversos.

Y hay que reconocer que se trata, por decirlo así, de un problema teológico verdaderamente serio. No siempre a los buenos les va bien, y no siempre a los malos les va mal. En realidad, uno esperaría que… Y, sin embargo…

Para responder a esta pregunta eterna, que a veces adquiere visos de verdadera desconfianza hacia la providencia divina, me valdré de una sugestiva meditación de San Roberto Belarmino (1542-1621) que, pese a haber sido escrita en pleno siglo XVI, no ha perdido nada de actualidad.

“Brilla la profundidad de la sabiduría divina en la providencia –escribió el santo cardenal-, en la predestinación y en los juicios de Dios. Y, ante todo, que la providencia de Dios es absolutamente admirable, se colige por el hecho de que Dios gobierna inmediatamente a todas las criaturas y las conduce a su fin. ‘Él cuida igualmente de todo’ (Sabiduría 6, 8), dice el Sabio. Es decir, sin excluir nada, Dios se preocupa de todo de tal modo que ni un pajarito cae en tierra sin la providencia de Dios, como el Salvador afirma (Cf. Mateo 10, 29)… Nada es para Dios nuevo, imprevisto o inopinado. Ciertamente, ‘los pensamientos de los mortales son tímidos y nuestros cálculos inseguros’ (Sabiduría 8, 1), como dice el Sabio, puesto que no tenemos de las cosas futuras nada más que conjeturas falaces; Dios, en cambio, conoce todo lo futuro con no menor certeza que lo pretérito y lo presente”…

Tómese esto como un mero preámbulo. ¡Lo que sigue es lo bueno! Atención, pues:

“Pero porque el plan de la divina providencia es misteriosa ‘y sus juicios son insondables’ (Salmo 35, 7), de aquí que muchos, viendo tan extendidos e impunes los males entre los hombres, caigan en el precipicio de creer que los acontecimientos humanos no están regidos por la providencia de Dios o, al menos, de que se cometen todos los males por voluntad divina; impías son ambas cosas. Caen en los abismos de estos errores los que ven una parte de la providencia divina y no ven la otra, y, antes de esperar el desenlace final, que quedará manifiesto a todos en el juicio último, se atreven a juzgar temeraria y prematuramente, y caen en gravísimos errores”.

En efecto, nosotros sólo vemos lo inmediato, pero el final de la representación nos está oculto, y tal vez siempre nos lo estará, por lo menos en esta vida. Yo veo, por ejemplo, que mi vecino prospera, que le va bien en todo y se compra cada año un auto nuevo, sumándose éste a los muchos que ya tiene; se da la gran vida –esto yo lo veo, pues es mi vecino y los ruidos de su casa llegan sin pudor hasta la mía- y es, también, un hombre influyente, además de un malvado. Ahora bien, ¿por qué el Señor permite semejante injusticia? Al verme a lo lejos, mi vecino sonríe con aires de suficiencia y parece decirme: “¿Lo ves? ¡A mí, por lo menos, me va muy bien! ¡La vida es deliciosa!”. Y yo, al leer sus pensamientos, me pongo fuera de mí y agacho la cabeza.

Pero si yo expresara mis angustias a San Roberto Belarmino, él me diría al instante: “¡Espera! ¡Ten paciencia! Tú juzgas la representación únicamente por el primer acto. Aguarda el final y verás. Un día el telón caerá y entonces…”.

Y si yo siguiera protestando que no es justo que a los malos les vaya tan bien y le preguntara por qué Dios permite semejante injusticia, él me respondería con las mismas palabras que dejó escritas en su Elevación sobre los misterios, la obra que hemos citado más arriba:

“No podemos investigar exactamente por qué Dios llena de bienes temporales a muchos impíos y deja sin castigo sus pecados en esta vida y, al contrario, permite que muchos inocentes permanezcan oprimidos por la pobreza, vejados injustamente, flagelados y muertos; con todo, podemos, en general, vislumbrar con probabilidad alguna causa. Dios hace muchas veces que los impíos abunden en bienes temporales para remunerar alguna obra buena de sus prácticas morales, ya que no les ha de dar la vida eterna; o bien, para llevarlos, mediante estos beneficios temporales, a la conversión de sus pecados y a la esperanza y deseo de los beneficios eternos; finalmente, no castiga a veces sus pecados en esta vida porque lo hará cumplidamente en el infierno.

“Por otra parte –seguiría diciéndome San Roberto-, Dios permite que los justos sean afligidos con pobreza, baldones y pruebas varias, ya para purgar en esta vida sus leves pecados, ya para coronar más gloriosa y espléndidamente su paciencia, humildad y demás méritos en la vida eterna”.

Si San Roberto, ante mi angustia por la prosperidad de los malos, me hablara así, yo ya no tendría nada que objetar. Sólo exclamaría: “¡Ah!”, como hacen los que han comprendido, por fin, un insoportable misterio. Y, acto seguido, me pondría a alabar a la providencia divina, que nunca se equivoca y es infinitamente justa.

Cundo Jesús contó la parábola de Lázaro y el rico insensato, puso en boca del bienaventurado Abraham estas palabras, dirigidas al rico que gemía de dolor en el infierno:

“-Recuerda, hijo, que ya recibiste tus bienes durante la vida y Lázaro, en cambio, males. Ahora él está aquí consolado, mientras que tú estás atormentado” (Lucas 16, 25).

Al escribir su Elevación, ¿pensaba San Roberto en estas palabras de Jesús puestas en boca del patriarca? Es muy probable. En todo caso, si la impunidad policíaca nos pone siempre los pelos de punta, ¿cómo nos los pondría la impunidad divina?