/ domingo 12 de mayo de 2024

Hoy no me puedo levantar

¿Qué me dice usted, amigo mío? ¿Que me levante, pues se me espera en una importante reunión? ¿Que soy el único al que esperan? ¡Pues bien, no lo haré! ¡Me siento tan mal, estimado señor! ¿Para qué quiere que ande yo escurriendo mi mal humor por todas partes? Sí, ya sé que se me espera; y, sin embargo, hoy pienso que hemos de dar lugar en nuestra vida a esos acontecimientos que llamamos, con toda razón, inesperados. ¡Es lo imponderable que irrumpe!

La semana pasada, si no recuerdo mal, usted estuvo malo, señor. ¿O fue hace dos? No obstante eso, usted se presentó en su oficina como si tal cosa. ¡Pues bien, hizo usted mal! ¿No notó cómo sus más cercanos colaboradores huían de su impaciencia? Yo mismo…

Pero pasemos a otra cosa. ¿No es verdad que en una sociedad centrada en el dinero, como es la nuestra, constituye un lujo el enfermarse? Enfermarse significa dejar de producir; es echar tiempo y dinero al vacío, por decirlo así; y, por consiguiente, enfermarse está mal visto. ¡Es una acción políticamente incorrecta!

¿Me sigue leyendo aún? ¡Pues bien, hoy haré lo políticamente incorrecto: no me levantaré! ¿Escuchó usted en su juventud una canción que decía:

Hoy no me puedo levantar:

el fin de semana me dejó fatal;

toda la noche sin dormir;

bebiendo, fumando y sin parar de reír?

Casualmente, ayer por la noche, a la hora de la nostalgia, me puse a escucharla por enésima vez. ¿Quién iba a decir que hoy la cantaría apropiándome la letra? En mi caso, se lo puedo a usted jurar, no hubo bebidas, licores, risas ni cigarrillos. Y, por lo demás, no es que no quiera levantarme: es que sencillamente no puedo. Creo que a Atlas no le pesó tanto cargar el mundo tanto como a mí me cuesta hoy ponerme a caminarlo, aunque sólo se trate de esa pequeña parte de mundo que discurre entre la casa y la oficina.

Mi cuerpo no me responde como debiera, y mi temperatura corporal ha alcanzado niveles que si bien no son alarmantes, sí son por lo menos preocupantes. ¡Ya, ya he tomado todas las medidas pertinentes! Pero el problema es que en mi caso, y al menos por ahora, no hay necesidad de medicinas. Hace algunos años, experimentando los mismos síntomas de hoy, fui a ver a un médico experimentado y viejo que, al acabar de reconocerme, se sentó a su escritorio y me dijo con mucha gravedad:

-¿Puedo ser sincero con usted?

-Le suplico que lo sea –le respondí.

-Mire, amigo… –siguió diciendo el facultativo, cuyos lentes casi me encandilan a causa de la infiltración en su oficia de un rayo de sol.

-¿Sí?

-Lo que usted tiene puede curarse de dos maneras. Quiero decir: con pastillas o sin ellas…

Carraspeó.

-Con pastillas, usted se pondrá bueno en cinco días.

-¿Y sin pastillas?

-¡También en cinco días!

Me miró poniendo cara de esfinge y se inclinó hacia mi oído, cual si quisiese revelarme un importante secreto:

-Lo suyo es un problema viral, como decimos en nuestro argot médico; de manera que, aunque no tome usted nada, igual se curará con descanso y cuidados. Todo virus sigue un ciclo vital que…

-¿Y si tomo algo? –pregunté.

-Será lo mismo. ¡Cinco días!

Aquello me parecía más difícil de entender que la teoría cuántica del universo.

-¡Oh! –exclamé, desesperado-. ¡No comprendo!

-En realidad, es muy sencillo, amigo mío: en su caso, si toma usted algo, un antigripal, por ejemplo, será únicamente para relajarse y dormir. ¡No tienen otra razón de ser los medicamentos antigripales!

Soltó una risita de misterio. Parecía estar revelándome un secreto profesional.

-¡Así es! ¡Así es! Puede usted reírse, si quiere. Lo que hará un medicamento antigripal será amodorrarlo, adormecerlo, con el fin de que descanse usted y duerma a gusto. ¿Me comprende?

Lo comprendía, pero no pude evitar el sentirme defraudado. Y, sin embargo, sí: al quinto día estaba yo como nuevo. ¡Parecía otro!

¡Oh, no se espante usted, querido jefe! No estaré en cama los cinco días que me pidió aquel médico sabio, sino sólo este día. Es que hoy no me puedo levantar. Y tampoco quiero hacerlo, para ser sincero. Tampoco quiero recurrir a ninguna sustancia rara que me permita mantenerme a flote. Nunca lo he hecho, y jamás lo haré.

¿Comprende usted por qué nuestra sociedad no ha podido ganar la batalla contra el tráfico de estupefacientes? Porque el mundo los necesita; porque se quieren ignorar los reclamos legítimos del cuerpo.

Hoy, pues, me daré un pequeño lujo, un lujo modesto: el de estar enfermo.

¿Qué me dice usted, amigo mío? ¿Que me levante, pues se me espera en una importante reunión? ¿Que soy el único al que esperan? ¡Pues bien, no lo haré! ¡Me siento tan mal, estimado señor! ¿Para qué quiere que ande yo escurriendo mi mal humor por todas partes? Sí, ya sé que se me espera; y, sin embargo, hoy pienso que hemos de dar lugar en nuestra vida a esos acontecimientos que llamamos, con toda razón, inesperados. ¡Es lo imponderable que irrumpe!

La semana pasada, si no recuerdo mal, usted estuvo malo, señor. ¿O fue hace dos? No obstante eso, usted se presentó en su oficina como si tal cosa. ¡Pues bien, hizo usted mal! ¿No notó cómo sus más cercanos colaboradores huían de su impaciencia? Yo mismo…

Pero pasemos a otra cosa. ¿No es verdad que en una sociedad centrada en el dinero, como es la nuestra, constituye un lujo el enfermarse? Enfermarse significa dejar de producir; es echar tiempo y dinero al vacío, por decirlo así; y, por consiguiente, enfermarse está mal visto. ¡Es una acción políticamente incorrecta!

¿Me sigue leyendo aún? ¡Pues bien, hoy haré lo políticamente incorrecto: no me levantaré! ¿Escuchó usted en su juventud una canción que decía:

Hoy no me puedo levantar:

el fin de semana me dejó fatal;

toda la noche sin dormir;

bebiendo, fumando y sin parar de reír?

Casualmente, ayer por la noche, a la hora de la nostalgia, me puse a escucharla por enésima vez. ¿Quién iba a decir que hoy la cantaría apropiándome la letra? En mi caso, se lo puedo a usted jurar, no hubo bebidas, licores, risas ni cigarrillos. Y, por lo demás, no es que no quiera levantarme: es que sencillamente no puedo. Creo que a Atlas no le pesó tanto cargar el mundo tanto como a mí me cuesta hoy ponerme a caminarlo, aunque sólo se trate de esa pequeña parte de mundo que discurre entre la casa y la oficina.

Mi cuerpo no me responde como debiera, y mi temperatura corporal ha alcanzado niveles que si bien no son alarmantes, sí son por lo menos preocupantes. ¡Ya, ya he tomado todas las medidas pertinentes! Pero el problema es que en mi caso, y al menos por ahora, no hay necesidad de medicinas. Hace algunos años, experimentando los mismos síntomas de hoy, fui a ver a un médico experimentado y viejo que, al acabar de reconocerme, se sentó a su escritorio y me dijo con mucha gravedad:

-¿Puedo ser sincero con usted?

-Le suplico que lo sea –le respondí.

-Mire, amigo… –siguió diciendo el facultativo, cuyos lentes casi me encandilan a causa de la infiltración en su oficia de un rayo de sol.

-¿Sí?

-Lo que usted tiene puede curarse de dos maneras. Quiero decir: con pastillas o sin ellas…

Carraspeó.

-Con pastillas, usted se pondrá bueno en cinco días.

-¿Y sin pastillas?

-¡También en cinco días!

Me miró poniendo cara de esfinge y se inclinó hacia mi oído, cual si quisiese revelarme un importante secreto:

-Lo suyo es un problema viral, como decimos en nuestro argot médico; de manera que, aunque no tome usted nada, igual se curará con descanso y cuidados. Todo virus sigue un ciclo vital que…

-¿Y si tomo algo? –pregunté.

-Será lo mismo. ¡Cinco días!

Aquello me parecía más difícil de entender que la teoría cuántica del universo.

-¡Oh! –exclamé, desesperado-. ¡No comprendo!

-En realidad, es muy sencillo, amigo mío: en su caso, si toma usted algo, un antigripal, por ejemplo, será únicamente para relajarse y dormir. ¡No tienen otra razón de ser los medicamentos antigripales!

Soltó una risita de misterio. Parecía estar revelándome un secreto profesional.

-¡Así es! ¡Así es! Puede usted reírse, si quiere. Lo que hará un medicamento antigripal será amodorrarlo, adormecerlo, con el fin de que descanse usted y duerma a gusto. ¿Me comprende?

Lo comprendía, pero no pude evitar el sentirme defraudado. Y, sin embargo, sí: al quinto día estaba yo como nuevo. ¡Parecía otro!

¡Oh, no se espante usted, querido jefe! No estaré en cama los cinco días que me pidió aquel médico sabio, sino sólo este día. Es que hoy no me puedo levantar. Y tampoco quiero hacerlo, para ser sincero. Tampoco quiero recurrir a ninguna sustancia rara que me permita mantenerme a flote. Nunca lo he hecho, y jamás lo haré.

¿Comprende usted por qué nuestra sociedad no ha podido ganar la batalla contra el tráfico de estupefacientes? Porque el mundo los necesita; porque se quieren ignorar los reclamos legítimos del cuerpo.

Hoy, pues, me daré un pequeño lujo, un lujo modesto: el de estar enfermo.