/ domingo 26 de mayo de 2024

La otra mejilla

El Maestro, en el monte, prosigue su enseñanza. Sus discípulos lo escuchan con atención. ¡Qué novedosa les parece esta interpretación de la Ley! Pero no es sólo novedosa, sino también exigente. ¡Nadie, hasta ahora, la había interpretado así! “Por lo tanto, si cuando vas a poner tu ofrenda sobre el altar, te acuerdas allí mismo que tu hermano tiene una queja contra ti, deja tu ofrenda junto al altar y ve primero a reconciliarte con tu hermano” (Mateo 5, 23-24).

¡Qué cosas dice Jesús! Entonces, ¿tan importante es el hermano: tan importante como el mismo Dios? ¿Tan necesarias son las buenas relaciones con los demás? ¡Quién iba a decirlo! Pero, ¿no estaba Jesús exagerando un poco?

“También han oído ustedes que se dijo a los antiguos: No cometerás adulterio. Pero yo les digo que quien mire con malos deseos a una mujer, ya cometió adulterio con ella en su corazón” (Mateo 5, 27-28)… ¡Cómo suspirarían aliviadas las mujeres al escuchar estas palabras del Señor, ellas, que a menudo eran tratadas como meros juguetes sexuales en manos del varón…

Sin embargo, no nos hagamos ilusiones: a muchos este discurso les debió de parecer sumamente incómodo, sobre todo por lo que viene a continuación: “Han oído ustedes que se dijo: Ojo por ojo y diente por diente. Pero yo les digo que no hagan resistencia al hombre malo. Si alguno te golpea en la mejilla derecha, preséntale también la izquierda” (Mateo 5, 39). ¡Ah! ¡Pero si la Ley era bastante clara a este respecto! Dice ésta, por ejemplo, en Éxodo 21, 24: “Ojo por ojo, diente por diente, mano por mano, pie por pie, quemadura por quemadura, herida por herida, golpe por golpe”. ¡Sí, así dice la Ley! ¡Y ahora viene Jesús a decir que hay, más bien, que exponerse a los golpes! ¡Que se exponga él, si tan heroico es! Porque, lo que somos nosotros…

Ley del Talión, se le llamó a este principio de la justicia primitiva, y no pocos cristianos, si se les preguntase abiertamente, dirían que es una ley prudente y justa; es más, si hiciésemos realmente una encuesta en este sentido, acaso encontrarían más justa aún la ley de Lamec, que dice así: “Pongan atención a mis palabras: por una herida que recibí, maté a un hombre, y a un muchacho por un golpe; si a Caín se le venga siete veces, a Lamec setenta y siete” (Génesis 4, 23-24).

¿Poner la otra mejilla? ¿Amar a nuestros enemigos? ¿Hacer el bien a los que nos odian y rogar por los que nos calumnian? ¡Señor! ¿De qué crees que estamos hechos: de palo o de piedra? ¡Claro que nos duele la bofetada y nos indigna la calumnia! ¿Tenemos, entonces, que…?

Un gran convertido del siglo XX, el florentino Giovanni Papini (1881-1956), escribió así en su imprescindible –y no exagero- Historia de Cristo: “Los hombres pueden contestar a la violencia de tres maneras: con la venganza, con la huida o con la presentación de la otra mejilla”. Veamos, si esto es así, y lo es, qué resultados podemos obtener de cada una de estas soluciones.

En primer lugar está la venganza, o sea, la aplicación literal de la ley del talión (o, incluso, yendo más lejos, la ley de Lamec). ¿Te pegan? Tú pegas a tu vez. ¿Te quitan? Tú quitas también… Sólo que hay un problema, y es que la cosa no va a parar ahí, pues el agresor proseguirá la lucha con otro golpe más. Te vuelve, pues, a aporrear, y tú te sientes en el nuevo deber de responder. La espiral de la violencia está ya hecha. “La terrible cadena de las venganzas –escribe Papini-, y de las venganzas de las venganzas, se alarga sin descanso”… No, definitivamente ésta no es una solución. ¿Vivir a la espera de que se nos presente una oportunidad para el desquite? ¡Pero eso no es vivir! ¡Eso equivale a estar siempre en las manos del otro, es decir, convertirse en su prisionero!

Puesto que la primera solución queda descartada por inconveniente, vayamos ahora a la segunda: la huida. No nos vengamos de nuestros enemigos, pero nos batimos en retirada escondiéndonos de él. Pues bien –dice Papini-, tampoco es ésta la solución correcta, sino mera cobardía, y el cristiano no es –ni debe ser- un cobarde: “No es la huida un partido mejor que la venganza. Quien se esconde, duplica la agresividad del enemigo. El miedo a la venganza puede alguna que otra vez contener la mano del hombre violento; pero quien huye invita al otro a perseguirlo. Quien se da por muerto, excita al adversario a que lo remate; su debilidad se convierte en cómplice de la ferocidad del otro. También en este caso el mal engendrará el mal”. ¡Qué verdadero es esto! Supongamos a un niño que es objeto de eso que ahora llamamos bullying; éste se esconde en los rincones del colegio por miedo a sus agresores. ¿Van ellos a calmarse porque el niño tiembla de espanto? De ninguna manera, sino que irán a buscarlo adonde se encuentre para seguir acosándolo, y muchos se irán sumando a su excursión…

Queda, por tanto, la solución que nos ofrece Jesús: poner la otra mejilla. ¿Es dejadez, como comúnmente se piensa? ¡Para nada! Sigue diciendo nuestro autor, es decir, Papini: “El único camino es el ordenado por Cristo, a pesar del aparente absurdo. Si alguien te da un bofetón y tú le contestas con dos bofetones, el otro te replicará con los puños; tú recurrirás a los puntapiés, y acabaréis sacando las armas, y quizá uno de vosotros pierda la vida, con frecuencia por motivos fútiles. Si huyes, tu adversario te perseguirá, o tal vez, envalentonado, la emprenderá a patadas en cuanto se tropiece contigo. Ofrecer la otra mejilla significa no recibir el segundo bofetón. Tu adversario, que espera que le resistas o le huyas, se siente humillado ante ti y ante sí mismo. Se lo esperaba todo, menos lo que has hecho. Queda confuso, con una confusión que es casi vergüenza. Tu inmovilidad le congela el furor, le da tiempo para le reflexión. No puede acusarte de cobardía, puesto que tú mismo le presentas el sitio en que pueda golpear”…

“Bienaventurados los pacíficos”. ¡Y bien, poner la otra mejilla es la única manera de desarmar al enemigo e instaurar la paz! ¡Qué paradoja!

El Maestro, en el monte, prosigue su enseñanza. Sus discípulos lo escuchan con atención. ¡Qué novedosa les parece esta interpretación de la Ley! Pero no es sólo novedosa, sino también exigente. ¡Nadie, hasta ahora, la había interpretado así! “Por lo tanto, si cuando vas a poner tu ofrenda sobre el altar, te acuerdas allí mismo que tu hermano tiene una queja contra ti, deja tu ofrenda junto al altar y ve primero a reconciliarte con tu hermano” (Mateo 5, 23-24).

¡Qué cosas dice Jesús! Entonces, ¿tan importante es el hermano: tan importante como el mismo Dios? ¿Tan necesarias son las buenas relaciones con los demás? ¡Quién iba a decirlo! Pero, ¿no estaba Jesús exagerando un poco?

“También han oído ustedes que se dijo a los antiguos: No cometerás adulterio. Pero yo les digo que quien mire con malos deseos a una mujer, ya cometió adulterio con ella en su corazón” (Mateo 5, 27-28)… ¡Cómo suspirarían aliviadas las mujeres al escuchar estas palabras del Señor, ellas, que a menudo eran tratadas como meros juguetes sexuales en manos del varón…

Sin embargo, no nos hagamos ilusiones: a muchos este discurso les debió de parecer sumamente incómodo, sobre todo por lo que viene a continuación: “Han oído ustedes que se dijo: Ojo por ojo y diente por diente. Pero yo les digo que no hagan resistencia al hombre malo. Si alguno te golpea en la mejilla derecha, preséntale también la izquierda” (Mateo 5, 39). ¡Ah! ¡Pero si la Ley era bastante clara a este respecto! Dice ésta, por ejemplo, en Éxodo 21, 24: “Ojo por ojo, diente por diente, mano por mano, pie por pie, quemadura por quemadura, herida por herida, golpe por golpe”. ¡Sí, así dice la Ley! ¡Y ahora viene Jesús a decir que hay, más bien, que exponerse a los golpes! ¡Que se exponga él, si tan heroico es! Porque, lo que somos nosotros…

Ley del Talión, se le llamó a este principio de la justicia primitiva, y no pocos cristianos, si se les preguntase abiertamente, dirían que es una ley prudente y justa; es más, si hiciésemos realmente una encuesta en este sentido, acaso encontrarían más justa aún la ley de Lamec, que dice así: “Pongan atención a mis palabras: por una herida que recibí, maté a un hombre, y a un muchacho por un golpe; si a Caín se le venga siete veces, a Lamec setenta y siete” (Génesis 4, 23-24).

¿Poner la otra mejilla? ¿Amar a nuestros enemigos? ¿Hacer el bien a los que nos odian y rogar por los que nos calumnian? ¡Señor! ¿De qué crees que estamos hechos: de palo o de piedra? ¡Claro que nos duele la bofetada y nos indigna la calumnia! ¿Tenemos, entonces, que…?

Un gran convertido del siglo XX, el florentino Giovanni Papini (1881-1956), escribió así en su imprescindible –y no exagero- Historia de Cristo: “Los hombres pueden contestar a la violencia de tres maneras: con la venganza, con la huida o con la presentación de la otra mejilla”. Veamos, si esto es así, y lo es, qué resultados podemos obtener de cada una de estas soluciones.

En primer lugar está la venganza, o sea, la aplicación literal de la ley del talión (o, incluso, yendo más lejos, la ley de Lamec). ¿Te pegan? Tú pegas a tu vez. ¿Te quitan? Tú quitas también… Sólo que hay un problema, y es que la cosa no va a parar ahí, pues el agresor proseguirá la lucha con otro golpe más. Te vuelve, pues, a aporrear, y tú te sientes en el nuevo deber de responder. La espiral de la violencia está ya hecha. “La terrible cadena de las venganzas –escribe Papini-, y de las venganzas de las venganzas, se alarga sin descanso”… No, definitivamente ésta no es una solución. ¿Vivir a la espera de que se nos presente una oportunidad para el desquite? ¡Pero eso no es vivir! ¡Eso equivale a estar siempre en las manos del otro, es decir, convertirse en su prisionero!

Puesto que la primera solución queda descartada por inconveniente, vayamos ahora a la segunda: la huida. No nos vengamos de nuestros enemigos, pero nos batimos en retirada escondiéndonos de él. Pues bien –dice Papini-, tampoco es ésta la solución correcta, sino mera cobardía, y el cristiano no es –ni debe ser- un cobarde: “No es la huida un partido mejor que la venganza. Quien se esconde, duplica la agresividad del enemigo. El miedo a la venganza puede alguna que otra vez contener la mano del hombre violento; pero quien huye invita al otro a perseguirlo. Quien se da por muerto, excita al adversario a que lo remate; su debilidad se convierte en cómplice de la ferocidad del otro. También en este caso el mal engendrará el mal”. ¡Qué verdadero es esto! Supongamos a un niño que es objeto de eso que ahora llamamos bullying; éste se esconde en los rincones del colegio por miedo a sus agresores. ¿Van ellos a calmarse porque el niño tiembla de espanto? De ninguna manera, sino que irán a buscarlo adonde se encuentre para seguir acosándolo, y muchos se irán sumando a su excursión…

Queda, por tanto, la solución que nos ofrece Jesús: poner la otra mejilla. ¿Es dejadez, como comúnmente se piensa? ¡Para nada! Sigue diciendo nuestro autor, es decir, Papini: “El único camino es el ordenado por Cristo, a pesar del aparente absurdo. Si alguien te da un bofetón y tú le contestas con dos bofetones, el otro te replicará con los puños; tú recurrirás a los puntapiés, y acabaréis sacando las armas, y quizá uno de vosotros pierda la vida, con frecuencia por motivos fútiles. Si huyes, tu adversario te perseguirá, o tal vez, envalentonado, la emprenderá a patadas en cuanto se tropiece contigo. Ofrecer la otra mejilla significa no recibir el segundo bofetón. Tu adversario, que espera que le resistas o le huyas, se siente humillado ante ti y ante sí mismo. Se lo esperaba todo, menos lo que has hecho. Queda confuso, con una confusión que es casi vergüenza. Tu inmovilidad le congela el furor, le da tiempo para le reflexión. No puede acusarte de cobardía, puesto que tú mismo le presentas el sitio en que pueda golpear”…

“Bienaventurados los pacíficos”. ¡Y bien, poner la otra mejilla es la única manera de desarmar al enemigo e instaurar la paz! ¡Qué paradoja!

El Maestro, en el monte, prosigue su enseñanza. Sus discípulos lo escuchan con atención. ¡Qué novedosa les parece esta interpretación de la Ley! Pero no es sólo novedosa, sino también exigente. ¡Nadie, hasta ahora, la había interpretado así! “Por lo tanto, si cuando vas a poner tu ofrenda sobre el altar, te acuerdas allí mismo que tu hermano tiene una queja contra ti, deja tu ofrenda junto al altar y ve primero a reconciliarte con tu hermano” (Mateo 5, 23-24).

¡Qué cosas dice Jesús! Entonces, ¿tan importante es el hermano: tan importante como el mismo Dios? ¿Tan necesarias son las buenas relaciones con los demás? ¡Quién iba a decirlo! Pero, ¿no estaba Jesús exagerando un poco?

“También han oído ustedes que se dijo a los antiguos: No cometerás adulterio. Pero yo les digo que quien mire con malos deseos a una mujer, ya cometió adulterio con ella en su corazón” (Mateo 5, 27-28)… ¡Cómo suspirarían aliviadas las mujeres al escuchar estas palabras del Señor, ellas, que a menudo eran tratadas como meros juguetes sexuales en manos del varón…

Sin embargo, no nos hagamos ilusiones: a muchos este discurso les debió de parecer sumamente incómodo, sobre todo por lo que viene a continuación: “Han oído ustedes que se dijo: Ojo por ojo y diente por diente. Pero yo les digo que no hagan resistencia al hombre malo. Si alguno te golpea en la mejilla derecha, preséntale también la izquierda” (Mateo 5, 39). ¡Ah! ¡Pero si la Ley era bastante clara a este respecto! Dice ésta, por ejemplo, en Éxodo 21, 24: “Ojo por ojo, diente por diente, mano por mano, pie por pie, quemadura por quemadura, herida por herida, golpe por golpe”. ¡Sí, así dice la Ley! ¡Y ahora viene Jesús a decir que hay, más bien, que exponerse a los golpes! ¡Que se exponga él, si tan heroico es! Porque, lo que somos nosotros…

Ley del Talión, se le llamó a este principio de la justicia primitiva, y no pocos cristianos, si se les preguntase abiertamente, dirían que es una ley prudente y justa; es más, si hiciésemos realmente una encuesta en este sentido, acaso encontrarían más justa aún la ley de Lamec, que dice así: “Pongan atención a mis palabras: por una herida que recibí, maté a un hombre, y a un muchacho por un golpe; si a Caín se le venga siete veces, a Lamec setenta y siete” (Génesis 4, 23-24).

¿Poner la otra mejilla? ¿Amar a nuestros enemigos? ¿Hacer el bien a los que nos odian y rogar por los que nos calumnian? ¡Señor! ¿De qué crees que estamos hechos: de palo o de piedra? ¡Claro que nos duele la bofetada y nos indigna la calumnia! ¿Tenemos, entonces, que…?

Un gran convertido del siglo XX, el florentino Giovanni Papini (1881-1956), escribió así en su imprescindible –y no exagero- Historia de Cristo: “Los hombres pueden contestar a la violencia de tres maneras: con la venganza, con la huida o con la presentación de la otra mejilla”. Veamos, si esto es así, y lo es, qué resultados podemos obtener de cada una de estas soluciones.

En primer lugar está la venganza, o sea, la aplicación literal de la ley del talión (o, incluso, yendo más lejos, la ley de Lamec). ¿Te pegan? Tú pegas a tu vez. ¿Te quitan? Tú quitas también… Sólo que hay un problema, y es que la cosa no va a parar ahí, pues el agresor proseguirá la lucha con otro golpe más. Te vuelve, pues, a aporrear, y tú te sientes en el nuevo deber de responder. La espiral de la violencia está ya hecha. “La terrible cadena de las venganzas –escribe Papini-, y de las venganzas de las venganzas, se alarga sin descanso”… No, definitivamente ésta no es una solución. ¿Vivir a la espera de que se nos presente una oportunidad para el desquite? ¡Pero eso no es vivir! ¡Eso equivale a estar siempre en las manos del otro, es decir, convertirse en su prisionero!

Puesto que la primera solución queda descartada por inconveniente, vayamos ahora a la segunda: la huida. No nos vengamos de nuestros enemigos, pero nos batimos en retirada escondiéndonos de él. Pues bien –dice Papini-, tampoco es ésta la solución correcta, sino mera cobardía, y el cristiano no es –ni debe ser- un cobarde: “No es la huida un partido mejor que la venganza. Quien se esconde, duplica la agresividad del enemigo. El miedo a la venganza puede alguna que otra vez contener la mano del hombre violento; pero quien huye invita al otro a perseguirlo. Quien se da por muerto, excita al adversario a que lo remate; su debilidad se convierte en cómplice de la ferocidad del otro. También en este caso el mal engendrará el mal”. ¡Qué verdadero es esto! Supongamos a un niño que es objeto de eso que ahora llamamos bullying; éste se esconde en los rincones del colegio por miedo a sus agresores. ¿Van ellos a calmarse porque el niño tiembla de espanto? De ninguna manera, sino que irán a buscarlo adonde se encuentre para seguir acosándolo, y muchos se irán sumando a su excursión…

Queda, por tanto, la solución que nos ofrece Jesús: poner la otra mejilla. ¿Es dejadez, como comúnmente se piensa? ¡Para nada! Sigue diciendo nuestro autor, es decir, Papini: “El único camino es el ordenado por Cristo, a pesar del aparente absurdo. Si alguien te da un bofetón y tú le contestas con dos bofetones, el otro te replicará con los puños; tú recurrirás a los puntapiés, y acabaréis sacando las armas, y quizá uno de vosotros pierda la vida, con frecuencia por motivos fútiles. Si huyes, tu adversario te perseguirá, o tal vez, envalentonado, la emprenderá a patadas en cuanto se tropiece contigo. Ofrecer la otra mejilla significa no recibir el segundo bofetón. Tu adversario, que espera que le resistas o le huyas, se siente humillado ante ti y ante sí mismo. Se lo esperaba todo, menos lo que has hecho. Queda confuso, con una confusión que es casi vergüenza. Tu inmovilidad le congela el furor, le da tiempo para le reflexión. No puede acusarte de cobardía, puesto que tú mismo le presentas el sitio en que pueda golpear”…

“Bienaventurados los pacíficos”. ¡Y bien, poner la otra mejilla es la única manera de desarmar al enemigo e instaurar la paz! ¡Qué paradoja!

El Maestro, en el monte, prosigue su enseñanza. Sus discípulos lo escuchan con atención. ¡Qué novedosa les parece esta interpretación de la Ley! Pero no es sólo novedosa, sino también exigente. ¡Nadie, hasta ahora, la había interpretado así! “Por lo tanto, si cuando vas a poner tu ofrenda sobre el altar, te acuerdas allí mismo que tu hermano tiene una queja contra ti, deja tu ofrenda junto al altar y ve primero a reconciliarte con tu hermano” (Mateo 5, 23-24).

¡Qué cosas dice Jesús! Entonces, ¿tan importante es el hermano: tan importante como el mismo Dios? ¿Tan necesarias son las buenas relaciones con los demás? ¡Quién iba a decirlo! Pero, ¿no estaba Jesús exagerando un poco?

“También han oído ustedes que se dijo a los antiguos: No cometerás adulterio. Pero yo les digo que quien mire con malos deseos a una mujer, ya cometió adulterio con ella en su corazón” (Mateo 5, 27-28)… ¡Cómo suspirarían aliviadas las mujeres al escuchar estas palabras del Señor, ellas, que a menudo eran tratadas como meros juguetes sexuales en manos del varón…

Sin embargo, no nos hagamos ilusiones: a muchos este discurso les debió de parecer sumamente incómodo, sobre todo por lo que viene a continuación: “Han oído ustedes que se dijo: Ojo por ojo y diente por diente. Pero yo les digo que no hagan resistencia al hombre malo. Si alguno te golpea en la mejilla derecha, preséntale también la izquierda” (Mateo 5, 39). ¡Ah! ¡Pero si la Ley era bastante clara a este respecto! Dice ésta, por ejemplo, en Éxodo 21, 24: “Ojo por ojo, diente por diente, mano por mano, pie por pie, quemadura por quemadura, herida por herida, golpe por golpe”. ¡Sí, así dice la Ley! ¡Y ahora viene Jesús a decir que hay, más bien, que exponerse a los golpes! ¡Que se exponga él, si tan heroico es! Porque, lo que somos nosotros…

Ley del Talión, se le llamó a este principio de la justicia primitiva, y no pocos cristianos, si se les preguntase abiertamente, dirían que es una ley prudente y justa; es más, si hiciésemos realmente una encuesta en este sentido, acaso encontrarían más justa aún la ley de Lamec, que dice así: “Pongan atención a mis palabras: por una herida que recibí, maté a un hombre, y a un muchacho por un golpe; si a Caín se le venga siete veces, a Lamec setenta y siete” (Génesis 4, 23-24).

¿Poner la otra mejilla? ¿Amar a nuestros enemigos? ¿Hacer el bien a los que nos odian y rogar por los que nos calumnian? ¡Señor! ¿De qué crees que estamos hechos: de palo o de piedra? ¡Claro que nos duele la bofetada y nos indigna la calumnia! ¿Tenemos, entonces, que…?

Un gran convertido del siglo XX, el florentino Giovanni Papini (1881-1956), escribió así en su imprescindible –y no exagero- Historia de Cristo: “Los hombres pueden contestar a la violencia de tres maneras: con la venganza, con la huida o con la presentación de la otra mejilla”. Veamos, si esto es así, y lo es, qué resultados podemos obtener de cada una de estas soluciones.

En primer lugar está la venganza, o sea, la aplicación literal de la ley del talión (o, incluso, yendo más lejos, la ley de Lamec). ¿Te pegan? Tú pegas a tu vez. ¿Te quitan? Tú quitas también… Sólo que hay un problema, y es que la cosa no va a parar ahí, pues el agresor proseguirá la lucha con otro golpe más. Te vuelve, pues, a aporrear, y tú te sientes en el nuevo deber de responder. La espiral de la violencia está ya hecha. “La terrible cadena de las venganzas –escribe Papini-, y de las venganzas de las venganzas, se alarga sin descanso”… No, definitivamente ésta no es una solución. ¿Vivir a la espera de que se nos presente una oportunidad para el desquite? ¡Pero eso no es vivir! ¡Eso equivale a estar siempre en las manos del otro, es decir, convertirse en su prisionero!

Puesto que la primera solución queda descartada por inconveniente, vayamos ahora a la segunda: la huida. No nos vengamos de nuestros enemigos, pero nos batimos en retirada escondiéndonos de él. Pues bien –dice Papini-, tampoco es ésta la solución correcta, sino mera cobardía, y el cristiano no es –ni debe ser- un cobarde: “No es la huida un partido mejor que la venganza. Quien se esconde, duplica la agresividad del enemigo. El miedo a la venganza puede alguna que otra vez contener la mano del hombre violento; pero quien huye invita al otro a perseguirlo. Quien se da por muerto, excita al adversario a que lo remate; su debilidad se convierte en cómplice de la ferocidad del otro. También en este caso el mal engendrará el mal”. ¡Qué verdadero es esto! Supongamos a un niño que es objeto de eso que ahora llamamos bullying; éste se esconde en los rincones del colegio por miedo a sus agresores. ¿Van ellos a calmarse porque el niño tiembla de espanto? De ninguna manera, sino que irán a buscarlo adonde se encuentre para seguir acosándolo, y muchos se irán sumando a su excursión…

Queda, por tanto, la solución que nos ofrece Jesús: poner la otra mejilla. ¿Es dejadez, como comúnmente se piensa? ¡Para nada! Sigue diciendo nuestro autor, es decir, Papini: “El único camino es el ordenado por Cristo, a pesar del aparente absurdo. Si alguien te da un bofetón y tú le contestas con dos bofetones, el otro te replicará con los puños; tú recurrirás a los puntapiés, y acabaréis sacando las armas, y quizá uno de vosotros pierda la vida, con frecuencia por motivos fútiles. Si huyes, tu adversario te perseguirá, o tal vez, envalentonado, la emprenderá a patadas en cuanto se tropiece contigo. Ofrecer la otra mejilla significa no recibir el segundo bofetón. Tu adversario, que espera que le resistas o le huyas, se siente humillado ante ti y ante sí mismo. Se lo esperaba todo, menos lo que has hecho. Queda confuso, con una confusión que es casi vergüenza. Tu inmovilidad le congela el furor, le da tiempo para le reflexión. No puede acusarte de cobardía, puesto que tú mismo le presentas el sitio en que pueda golpear”…

“Bienaventurados los pacíficos”. ¡Y bien, poner la otra mejilla es la única manera de desarmar al enemigo e instaurar la paz! ¡Qué paradoja!