/ domingo 14 de enero de 2024

Opinión | “¡Déjame hacer!”

“¡Déjame hacer!”: esto fue lo que nuestro Señor pidió con insistencia, una y otra vez, a santa Margarita María Alacoque (1647-1690). “¡Déjame hacer!”, es decir: “Confía en mí, que sé más que tú lo que te conviene”.

Mientras medito en esta súplica, me viene a la mente el pasaje de la resurrección de Lázaro, que todos conocemos, aunque sólo sea a grandes rasgos.

Lázaro: ésta es la primera vez que escuchamos su nombre. Nunca antes había aparecido en el evangelio, y nunca más aparecerá después. Al igual que la samaritana, otro personaje inolvidable, es como un meteoro que surca el cielo para, después, perderse en la noche. Sin embargo, era amigo de Jesús. “¡Cómo lo amaba!”, dirán después los judíos, cuando vean a Jesús llorando por el muerto.

Lo amaba, sí, y sin embargo, no acudió presuroso al llamado que le hicieron Marta y María, desde Betania, anunciándole a través de un mensajero que Lázaro estaba enfermo. “Las hermanas enviaron a decir a Jesús: ‘Señor, el que tú amas, está enfermo’. Al oír esto, Jesús dijo: ‘Esta enfermedad no es mortal; es para gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado por ella’. Jesús quería mucho a Marta, a su hermana y a Lázaro. Sin embargo, cuando oyó que este se encontraba enfermo, se quedó dos días más en el lugar donde estaba”. ¿Por qué se entretiene Jesús? ¿Por qué no corre? Esto es, precisamente, lo que se preguntan Marta y María y lo que le reprocharán más tarde.

Betania no distaba mucho de Jerusalén: sólo unos 3 kilómetros. Y andar por aquellos rumbos, es decir, en Judea, era peligroso para el Maestro. Sus enemigos, desde hacía tiempo, querían echarle mano, y nadie ignoraba que éstos lo harían a la menor provocación. Los discípulos lo saben, y por eso, cuando Jesús les dice: “Volvamos a Judea”, éstos le advierten, poniéndose tensos: “Maestro, hace poco los judíos querían apedrearte, ¿quieres volver allá?”. Sí, Betania, en aquel momento, era un sitio peligroso por su cercanía con Jerusalén. Pero, al miedo de los discípulos, responde así Jesús: “¿Acaso no son doce las horas del día? El que camina de día no tropieza, porque ve la luz de este mundo; en cambio, el que camina de noche tropieza, porque la luz no está en él”. En otras palabras: “El que nada debe, nada teme”.

Quisiera hacer notar cuál es la actitud de Marta y María, según nos la ofrece el evangelio de Juan. Ellas están disgustadas con Jesús. ¡Y muy disgustadas! Y cada una expresa su enojo a su manera, según su personalidad. Las hermanas esperaban que Jesús hiciera acto de presencia al día siguiente de la partida del mensajero, pero no llegó sino hasta el cuarto día, es decir, cuando el cuerpo de Lázaro ya olía mal. Veamos sus respectivas reacciones: “Al enterarse de que Jesús llegaba, Marta salió a su encuentro, mientras María permanecía en la casa”. María es extrovertida y sale al encuentro de Jesús para reprocharle su tardanza con las siguientes palabras: “Señor, si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto”. ¡Ah, si te hubieses tardado menos, Señor! ¡Si te hubieras dado prisa en socorrernos! Pero María, en cambio, se queda en casa: era introvertida. Pero, ¿a qué se queda? ¿A atender a los amigos y vecinos que habían ido a consolarlas? Yo me imagino lo siguiente: que, disgustada con el Señor, había preferido no verlo. “Ve tú, Marta, yo me quedo aquí”.

Ella no sale al encuentro de Jesús, sino que es Jesús quien la mandará llamar. Y esto lo deduzco no por exceso de imaginación, sino porque también ella reprocha al Señor su tardanza con las mismas palabras que su hermana: “Señor, si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto”. Da la impresión de que ambas, tras el fallecimiento de Lázaro, se hubiesen dicho la una a la otra:

-¡Si él hubiera estado aquí! Pero ya ves cómo no le importamos…

¡El resentimiento de Marta y María! Este resentimiento es el mismo que experimentamos también nosotros cuando hemos pedido algo a Dios y vemos que tarda demasiado en concedérnoslo. ¿Por qué no reconocer que a veces estamos enojados con Dios? Nosotros esperábamos que…, y, sin embargo… Hemos perdido el trabajo, se ha enfermado gravemente un ser querido, nos han levantado una calumnia, nuestra situación económica es precaria, incluso desesperada: entonces nos enojamos con él por no hacer las cosas como nos gustaría que las hubiera hecho.

En la Biblia, que no oculta los sentimientos de los hombres, aparece Job profundamente desesperado y gritando a Dios: “¡Deja ya de castigarme y de espantarme con tu terror! ¿Por qué te ocultas de mí y me consideras tu enemigo?” (Job 12, 21.24). Y Jeremías, que dice, gimiendo: “El Señor me quiebra los dientes con piedras, me revuelva en el polvo. La paz se ha alejado de mí, ya no sé lo que es la felicidad. Pensé: ‘Se ha agotado mi fuerza y me esperanza en el Señor’” (Lamentaciones 3, 16-18). Estos hombres estaban resentidos contra Dios –como Marta y María- y no ocultaban su resentimiento. Pero, ¿es legítimo experimentar estos sentimientos con respecto a Dios? A esta cuestión respondió el cardenal Carlo Maria Martini (1927-2012) en uno de sus espléndidos libros, donde dijo así: “Sólo Dios que es Padre nuestro es capaz de soportar también las rebeliones y los gritos de sus hijos; es la relación con un Dios tan bueno y fuerte que nos hace posible litigar con Él” (Ustedes se han mantenido conmigo en mis pruebas. Reflexiones sobre Job).

A veces, como Marta y María, estamos disgustados. Pero Dios sabe lo que va a hacer, y lo hará. Él lo tiene todo planeado, todo preparado. Tengamos paciencia y veremos cómo nos sorprende, como sorprendió a aquellas hermanas disgustadas. Ellas querían sólo una curación, pero el Señor les dio mucho más. ¡Nuestros deseos más ambiciosos no son nada en comparación con lo que Dios quiere darnos! Por eso, hay que repetirnos una y otra vez, una y otra vez, hasta que lo comprendamos: “¡Déjame hacer!”. Pues él sabe por qué lo dice…

“¡Déjame hacer!”: esto fue lo que nuestro Señor pidió con insistencia, una y otra vez, a santa Margarita María Alacoque (1647-1690). “¡Déjame hacer!”, es decir: “Confía en mí, que sé más que tú lo que te conviene”.

Mientras medito en esta súplica, me viene a la mente el pasaje de la resurrección de Lázaro, que todos conocemos, aunque sólo sea a grandes rasgos.

Lázaro: ésta es la primera vez que escuchamos su nombre. Nunca antes había aparecido en el evangelio, y nunca más aparecerá después. Al igual que la samaritana, otro personaje inolvidable, es como un meteoro que surca el cielo para, después, perderse en la noche. Sin embargo, era amigo de Jesús. “¡Cómo lo amaba!”, dirán después los judíos, cuando vean a Jesús llorando por el muerto.

Lo amaba, sí, y sin embargo, no acudió presuroso al llamado que le hicieron Marta y María, desde Betania, anunciándole a través de un mensajero que Lázaro estaba enfermo. “Las hermanas enviaron a decir a Jesús: ‘Señor, el que tú amas, está enfermo’. Al oír esto, Jesús dijo: ‘Esta enfermedad no es mortal; es para gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado por ella’. Jesús quería mucho a Marta, a su hermana y a Lázaro. Sin embargo, cuando oyó que este se encontraba enfermo, se quedó dos días más en el lugar donde estaba”. ¿Por qué se entretiene Jesús? ¿Por qué no corre? Esto es, precisamente, lo que se preguntan Marta y María y lo que le reprocharán más tarde.

Betania no distaba mucho de Jerusalén: sólo unos 3 kilómetros. Y andar por aquellos rumbos, es decir, en Judea, era peligroso para el Maestro. Sus enemigos, desde hacía tiempo, querían echarle mano, y nadie ignoraba que éstos lo harían a la menor provocación. Los discípulos lo saben, y por eso, cuando Jesús les dice: “Volvamos a Judea”, éstos le advierten, poniéndose tensos: “Maestro, hace poco los judíos querían apedrearte, ¿quieres volver allá?”. Sí, Betania, en aquel momento, era un sitio peligroso por su cercanía con Jerusalén. Pero, al miedo de los discípulos, responde así Jesús: “¿Acaso no son doce las horas del día? El que camina de día no tropieza, porque ve la luz de este mundo; en cambio, el que camina de noche tropieza, porque la luz no está en él”. En otras palabras: “El que nada debe, nada teme”.

Quisiera hacer notar cuál es la actitud de Marta y María, según nos la ofrece el evangelio de Juan. Ellas están disgustadas con Jesús. ¡Y muy disgustadas! Y cada una expresa su enojo a su manera, según su personalidad. Las hermanas esperaban que Jesús hiciera acto de presencia al día siguiente de la partida del mensajero, pero no llegó sino hasta el cuarto día, es decir, cuando el cuerpo de Lázaro ya olía mal. Veamos sus respectivas reacciones: “Al enterarse de que Jesús llegaba, Marta salió a su encuentro, mientras María permanecía en la casa”. María es extrovertida y sale al encuentro de Jesús para reprocharle su tardanza con las siguientes palabras: “Señor, si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto”. ¡Ah, si te hubieses tardado menos, Señor! ¡Si te hubieras dado prisa en socorrernos! Pero María, en cambio, se queda en casa: era introvertida. Pero, ¿a qué se queda? ¿A atender a los amigos y vecinos que habían ido a consolarlas? Yo me imagino lo siguiente: que, disgustada con el Señor, había preferido no verlo. “Ve tú, Marta, yo me quedo aquí”.

Ella no sale al encuentro de Jesús, sino que es Jesús quien la mandará llamar. Y esto lo deduzco no por exceso de imaginación, sino porque también ella reprocha al Señor su tardanza con las mismas palabras que su hermana: “Señor, si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto”. Da la impresión de que ambas, tras el fallecimiento de Lázaro, se hubiesen dicho la una a la otra:

-¡Si él hubiera estado aquí! Pero ya ves cómo no le importamos…

¡El resentimiento de Marta y María! Este resentimiento es el mismo que experimentamos también nosotros cuando hemos pedido algo a Dios y vemos que tarda demasiado en concedérnoslo. ¿Por qué no reconocer que a veces estamos enojados con Dios? Nosotros esperábamos que…, y, sin embargo… Hemos perdido el trabajo, se ha enfermado gravemente un ser querido, nos han levantado una calumnia, nuestra situación económica es precaria, incluso desesperada: entonces nos enojamos con él por no hacer las cosas como nos gustaría que las hubiera hecho.

En la Biblia, que no oculta los sentimientos de los hombres, aparece Job profundamente desesperado y gritando a Dios: “¡Deja ya de castigarme y de espantarme con tu terror! ¿Por qué te ocultas de mí y me consideras tu enemigo?” (Job 12, 21.24). Y Jeremías, que dice, gimiendo: “El Señor me quiebra los dientes con piedras, me revuelva en el polvo. La paz se ha alejado de mí, ya no sé lo que es la felicidad. Pensé: ‘Se ha agotado mi fuerza y me esperanza en el Señor’” (Lamentaciones 3, 16-18). Estos hombres estaban resentidos contra Dios –como Marta y María- y no ocultaban su resentimiento. Pero, ¿es legítimo experimentar estos sentimientos con respecto a Dios? A esta cuestión respondió el cardenal Carlo Maria Martini (1927-2012) en uno de sus espléndidos libros, donde dijo así: “Sólo Dios que es Padre nuestro es capaz de soportar también las rebeliones y los gritos de sus hijos; es la relación con un Dios tan bueno y fuerte que nos hace posible litigar con Él” (Ustedes se han mantenido conmigo en mis pruebas. Reflexiones sobre Job).

A veces, como Marta y María, estamos disgustados. Pero Dios sabe lo que va a hacer, y lo hará. Él lo tiene todo planeado, todo preparado. Tengamos paciencia y veremos cómo nos sorprende, como sorprendió a aquellas hermanas disgustadas. Ellas querían sólo una curación, pero el Señor les dio mucho más. ¡Nuestros deseos más ambiciosos no son nada en comparación con lo que Dios quiere darnos! Por eso, hay que repetirnos una y otra vez, una y otra vez, hasta que lo comprendamos: “¡Déjame hacer!”. Pues él sabe por qué lo dice…