/ domingo 10 de diciembre de 2023

Opinión | De que la vida es como una fuente


Cuenta Ennio Flaiano (1910-1972) en su Diario nocturno la siguiente anécdota:

Una fría noche de invierno, él y su mujer fueron invitados a cenar a la casa de un matrimonio amigo. El ambiente era acogedor y la sala tibia. Fuera empezaban a caer los primeros copos de nieve, pero adentro prevalecía el calor de los leños que ardían en el hogar y de los corazones unidos por el afecto de muchos años. Se descorchó la primera botella de vino, y luego la segunda, y hacia la madrugada la tercera. La conversación se animaba; los ánimos se achispaban. ¿De qué no hablaron en aquella velada inolvidable los cuatro compañeros? Hablaron del cielo y de la tierra, aunque, eso sí, mucho más de lo segundo que de lo primero. Sin embargo, a un cierto punto de la conversación, la anfitriona puso una cara muy seria y dijo en un tono solemne y sentencioso:

-La verdad, amigos míos, desde el momento en que me la imponen, ya no me interesa, pues ha dejado de ser mi verdad.

El famoso periodista italiano quedó conmocionado ante aquella lacónica declaración de principios. Sin haber leído a Sören Kierkegaard, el pensador danés, esta mujer se había expresado como toda una filósofa. ¡Qué frase más contundente era ésta y, sobre todo, qué cierta! La verdad, cuando es impuesta, ya no verdadera, sino pura ideología. La verdad no es un garrote, pero tampoco deberá tener nunca la forma de una espada. Y, por lo demás, ¿no había dicho Kierkegaard que toda verdad tiene que ser necesariamente verdad-para-mí, so pena de no serlo para nadie y convertirse al punto en mera abstracción?

Ennio Flaiano no paró después de darle vueltas a tan hondo pensamiento. Ya lo miraba desde esta perspectiva, ya lo analizaba desde aquella otra, sin alcanzar todavía a tocar su fondo. ¡Tan profundo era! Y, no obstante eso… No obstante eso, veamos lo que pasó después: «He estado toda la tarde del día siguiente –escribe- preocupado por este aforismo, pensando que marcaría un nuevo periodo de mi existencia. Por la noche, al otro día, junto a la chimenea, le he rogado a la señora Ross que me explicara mejor su frase, que tan importante me parecía. ¡Pues bien, ya no la recordaba!…».

¡Así que aquella buena ama de casa se había olvidado ya de sus propias palabras! ¡Qué desilusión! Por demás está decir que aquella noche Ennio Flaiano se fue a su casa pateando latas por las calles.

Pero aquí no acaba el artículo, pues antes debo contar otra historia bastante parecida a la anterior:

Un joven rabino que partía a tierras lejanas para dirigir allá una escuela talmúdica (una yeshivá, según la llaman los judíos) fue a casa de su maestro para decirle adiós y pedirle su bendición. ¿Cuándo volvería a verlo? Nadie lo sabía. ¡Su maestro era ya tan anciano! Por eso era sumamente necesario despedirse de él en toda forma. El maestro, al abrazar a su discípulo, lloró como un niño, lo bendijo tiernamente, deseándole todo género de cosas buenas, y finalmente le advirtió:

-Querido mío, hagas lo que hagas y vayas a donde vayas, recuerda siempre esto: la vida es como una fuente.

En las tierras lejanas, donde ahora se encontraba nostálgico y apesadumbrado, el joven rabino no dejó ni por un momento de pensar en aquellas palabras misteriosas; al parecer, en ellas estaba la clave de todo, el secreto de la vida; pero, ¡ay!, apenas lograba comprenderlas. Su única ilusión era regresar a su pueblo, encontrar vivo al maestro y preguntarle de una vez por todas qué significaban. Querido mío, hagas lo que hagas y vayas a donde vayas, recuerda siempre esto: la vida es como una fuente. ¿La vida es como una fuente? ¿Qué quería decir eso? El joven rabino no alcanzaba a despejar la incógnita. ¿Es que en esta sola frase estaba, por decirlo así, la llave de todos los misterios?

Al cabo de siete años, el ausente regresó a casa; su maestro aún vivía, y para realizar su sueño fue adonde él estaba y le dijo con vehemencia:

-Maestro, durante muchos años he querido volver sólo para que me digas por qué la vida es como una fuente.

-¿Que por qué la vida es como una fuente? –dijo el viejo rabino, que se quedó pensativo durante largo tiempo, como tratando de recordar algo. Su cara se veía tensa; tanto, que más que tratar de responder a la pregunta de su discípulo, parecía querer recordar los nombres de los 1 500 pasajeros del Titanic.

-La vida es como una fuente, la vida es como una fuente –musitaba el maestro rascándose las barbas; por último, profundamente impresionado, exclamó-: ¡Cómo! ¿La vida es como una fuente? ¿Y quién ha dicho semejante disparate?

-Tú, maestro; tú dijiste así el día de mi partida.

-¿Estás seguro de que yo he dicho eso? Bien, querido mío, ahora me corrijo: hagas lo que hagas y vayas a donde vayas, recuerda siempre esto: tal vez la vida no sea como una fuente.

¡Como para morirse!

Moraleja: en realidad, nunca hay que tomar demasiado en serio lo que alguien, así se trate de la persona más querida o más odiada, haya podido haber dicho en quién sabe qué momento de felicidad o de despecho. Lo más seguro es que haya hablado sólo por decir algo o para no quedarse callada. Tú vives obsesionado por sus palabras, pero ella a lo mejor ya ni las recuerda. No te devanes los sesos pensado en lo que tal vez te quiso decir: si es una palabra buena, agradécela; si es una palabra mala, olvídala. Tú haz lo que te toca y sigue adelante en la vida. Lo más seguro es que nadie haya querido decirte lo que tú te atormentas en pensar...


Cuenta Ennio Flaiano (1910-1972) en su Diario nocturno la siguiente anécdota:

Una fría noche de invierno, él y su mujer fueron invitados a cenar a la casa de un matrimonio amigo. El ambiente era acogedor y la sala tibia. Fuera empezaban a caer los primeros copos de nieve, pero adentro prevalecía el calor de los leños que ardían en el hogar y de los corazones unidos por el afecto de muchos años. Se descorchó la primera botella de vino, y luego la segunda, y hacia la madrugada la tercera. La conversación se animaba; los ánimos se achispaban. ¿De qué no hablaron en aquella velada inolvidable los cuatro compañeros? Hablaron del cielo y de la tierra, aunque, eso sí, mucho más de lo segundo que de lo primero. Sin embargo, a un cierto punto de la conversación, la anfitriona puso una cara muy seria y dijo en un tono solemne y sentencioso:

-La verdad, amigos míos, desde el momento en que me la imponen, ya no me interesa, pues ha dejado de ser mi verdad.

El famoso periodista italiano quedó conmocionado ante aquella lacónica declaración de principios. Sin haber leído a Sören Kierkegaard, el pensador danés, esta mujer se había expresado como toda una filósofa. ¡Qué frase más contundente era ésta y, sobre todo, qué cierta! La verdad, cuando es impuesta, ya no verdadera, sino pura ideología. La verdad no es un garrote, pero tampoco deberá tener nunca la forma de una espada. Y, por lo demás, ¿no había dicho Kierkegaard que toda verdad tiene que ser necesariamente verdad-para-mí, so pena de no serlo para nadie y convertirse al punto en mera abstracción?

Ennio Flaiano no paró después de darle vueltas a tan hondo pensamiento. Ya lo miraba desde esta perspectiva, ya lo analizaba desde aquella otra, sin alcanzar todavía a tocar su fondo. ¡Tan profundo era! Y, no obstante eso… No obstante eso, veamos lo que pasó después: «He estado toda la tarde del día siguiente –escribe- preocupado por este aforismo, pensando que marcaría un nuevo periodo de mi existencia. Por la noche, al otro día, junto a la chimenea, le he rogado a la señora Ross que me explicara mejor su frase, que tan importante me parecía. ¡Pues bien, ya no la recordaba!…».

¡Así que aquella buena ama de casa se había olvidado ya de sus propias palabras! ¡Qué desilusión! Por demás está decir que aquella noche Ennio Flaiano se fue a su casa pateando latas por las calles.

Pero aquí no acaba el artículo, pues antes debo contar otra historia bastante parecida a la anterior:

Un joven rabino que partía a tierras lejanas para dirigir allá una escuela talmúdica (una yeshivá, según la llaman los judíos) fue a casa de su maestro para decirle adiós y pedirle su bendición. ¿Cuándo volvería a verlo? Nadie lo sabía. ¡Su maestro era ya tan anciano! Por eso era sumamente necesario despedirse de él en toda forma. El maestro, al abrazar a su discípulo, lloró como un niño, lo bendijo tiernamente, deseándole todo género de cosas buenas, y finalmente le advirtió:

-Querido mío, hagas lo que hagas y vayas a donde vayas, recuerda siempre esto: la vida es como una fuente.

En las tierras lejanas, donde ahora se encontraba nostálgico y apesadumbrado, el joven rabino no dejó ni por un momento de pensar en aquellas palabras misteriosas; al parecer, en ellas estaba la clave de todo, el secreto de la vida; pero, ¡ay!, apenas lograba comprenderlas. Su única ilusión era regresar a su pueblo, encontrar vivo al maestro y preguntarle de una vez por todas qué significaban. Querido mío, hagas lo que hagas y vayas a donde vayas, recuerda siempre esto: la vida es como una fuente. ¿La vida es como una fuente? ¿Qué quería decir eso? El joven rabino no alcanzaba a despejar la incógnita. ¿Es que en esta sola frase estaba, por decirlo así, la llave de todos los misterios?

Al cabo de siete años, el ausente regresó a casa; su maestro aún vivía, y para realizar su sueño fue adonde él estaba y le dijo con vehemencia:

-Maestro, durante muchos años he querido volver sólo para que me digas por qué la vida es como una fuente.

-¿Que por qué la vida es como una fuente? –dijo el viejo rabino, que se quedó pensativo durante largo tiempo, como tratando de recordar algo. Su cara se veía tensa; tanto, que más que tratar de responder a la pregunta de su discípulo, parecía querer recordar los nombres de los 1 500 pasajeros del Titanic.

-La vida es como una fuente, la vida es como una fuente –musitaba el maestro rascándose las barbas; por último, profundamente impresionado, exclamó-: ¡Cómo! ¿La vida es como una fuente? ¿Y quién ha dicho semejante disparate?

-Tú, maestro; tú dijiste así el día de mi partida.

-¿Estás seguro de que yo he dicho eso? Bien, querido mío, ahora me corrijo: hagas lo que hagas y vayas a donde vayas, recuerda siempre esto: tal vez la vida no sea como una fuente.

¡Como para morirse!

Moraleja: en realidad, nunca hay que tomar demasiado en serio lo que alguien, así se trate de la persona más querida o más odiada, haya podido haber dicho en quién sabe qué momento de felicidad o de despecho. Lo más seguro es que haya hablado sólo por decir algo o para no quedarse callada. Tú vives obsesionado por sus palabras, pero ella a lo mejor ya ni las recuerda. No te devanes los sesos pensado en lo que tal vez te quiso decir: si es una palabra buena, agradécela; si es una palabra mala, olvídala. Tú haz lo que te toca y sigue adelante en la vida. Lo más seguro es que nadie haya querido decirte lo que tú te atormentas en pensar...