/ domingo 31 de diciembre de 2023

Opinión | Mañana es tarde

En cierta ocasión, según cuenta él mismo en uno de sus libros, Stefan Zweig (1881-1942), el famoso escritor austríaco, fue invitado a la proyección de un interesante cortometraje; se trataba de una película titulada El pueblo del rey, realizada por el cineasta y poeta inglés John Drinkwater (1882-1937).

El mismo Drinkwater en persona había telefoneado a Zweig para invitarlo a lo que hoy se llamaría el preestreno, y nuestro autor, naturalmente, acudió a la cita.

“La exhibición no se realizó en un cinematógrafo, sino en una salita de ensayos de la Warner Brothers Company –aclara Zweig-. Estábamos cómodamente sentados en anchas poltronas unas quince o veinte personas. La atmósfera reinante era como de música de cámara. Aparte de los más cercanos parientes de Drinkwater, estaban presentes las personas ilustres que habían intervenido en la película: Lady Astor, el octogenario Bernard Shaw, quien, lozano como siempre, no había renunciado al gusto de hacer a pie el camino desde su casa con sus ligeros pasos tiesos; además de éstos, estaban también unos pocos artistas, el productor, Drinkwater mismo y su encantadora hijita de ocho años, Penny, que intervino valientemente en el film”.

Durante la proyección –hay que tomar en cuenta que ésta tuvo lugar en el lejanísimo año de 1937-, Bernard Shaw, aprovechando la oscuridad de la sala, se quedó dormido. Pero no porque la película fuese aburrida, sosa, o algo por el estilo, sino porque tenía ya ochenta y un años y vivir se había convertido para él en una tarea que no era posible realizar sin esfuerzo y con los ojos siempre abiertos. Y, por lo demás, ¿quién ha dicho que uno vaya al cine necesariamente para ver una película? Se pude ir para no verla, es decir, para dormitar un poco allí donde sabemos que nadie nos molestará. Yo, por ejemplo, no he ido al cine en mucho tiempo, y cuando vaya, lo más seguro es que cierre los ojos y me ponga a descabezar un sueñecito.

Stefan Zweig gustó mucho de aquel filme, y si no hubiese sido ésta una acción chocante y fuera de lugar, se habría puesto de pie para aplaudirla. Al final de la proyección, una vez hecha la luz, todos estrecharon la mano del director y se fueron a sus casas de uno en uno. ¿Hubo después de la proyección un pequeño brindis por lo menos? De esto nada sabemos, pero lo mismo da.

“Al día siguiente –escribe Zweig-, al atardecer, me estaba yo diciendo: ‘Tienes que mandarle unas líneas a Drinkwater para felicitarlo por la forma tan noble, tan decente, tan poética con que solucionó el difícil problema de la película oficial de la coronación, que tan fácilmente hubiese podido caer en el bizantinismo, en lo superpatriótico y en el mal gusto’. Quise agradecerle su confianza por haberme incluido en el círculo estrechísimo de los más íntimos para asistir a esa exhibición. De pronto, y sin podérmelo explicar, sentí una verdadera necesidad de decirle unas palabras verdaderamente cordiales, pero lo dejé para el siguiente día. Y una vez más recibí un aviso de la vida y la advertencia de que nunca se debe postergar un agradecimiento, un gesto de amistad, por un día, ni siquiera por una hora. Pues al día siguiente me asaltó en la calle uno de los grandes letreros colocados en los posters, con la siguiente inscripción: ‘John Drinkwater’s tragedy’. ¿Qué tragedy?, me pregunté azorado, y por unos pocos centavos –el precio del periódico- supe entonces que Drinkwater había muerto esa noche, sin que yo le diera las gracias, sin que le agradeciera bastante no sólo el gesto aislado, sino todo lo que de él había recibido en valor poético. El que ayer aún había visto vivo y alegre junto al juego de sombras de su vida, se halla ahora entre las sombras y, emocionado, confuso, con manos que en vano palpan y que se quedan colgadas, impotentes, mi amor contempla su recuerdo”.

¿Por qué no escribió Zweig esa nota, esa felicitación que creía deber a su amigo? ¿Por qué la había dejado para mañana? Por el mismo motivo, quizá, por el que los mortales aplazamos todo: porque ahora estamos muy ocupados; por que hoy, precisamente hoy, no estamos muy sobrados de tiempo; porque en estos momentos no estamos para escribir cartas: nos sentimos tan secos, tan vacíos; porque…

¿Qué es lo que había presentido el autor de Veinticuatro horas en la vida de una mujer? “De pronto, y sin podérmelo explicar, sentí una verdadera necesidad de decirle unas palabras verdaderamente cordiales”, dice. Esto habla, sí, de un presentimiento, de una corazonada. Pero no le hizo caso y la dejó pasar. Las palabras verdaderamente cordiales se quedaron para después: para un después que ya no existiría. Dejar para mañana… ¿Y si no hay mañana? Mañana puede ser muy tarde; mejor dicho, mañana es siempre tarde.

El escritor había aprendido una de las lecciones más dolorosas de su vida: que los hombres no son eternos, por lo menos en este mundo y que, por lo tanto, pueden irse de un día a otro, de una hora a la siguiente. ¡Ah, si supiéramos cuándo será esto al menos podríamos despedirnos en toda forma! Pero casi nunca tenemos tiempo para ejecutar esta tarea indispensable: todo sucede tan de prisa… No, “nunca se debe postergar un agradecimiento, un gesto de amistad”, dice Zweig. Tampoco deben postergarse los abrazos, ni las declaraciones de afecto. ¿Y si mañana es ya demasiado tarde? ¿Y si mañana ya no hay a quien abrazar porque se ha marchado sin siquiera decirnos adiós?

En efecto, “despedirse es un arte difícil que el corazón se siega obstinadamente a aprender”, y, sin embargo, es necesario aprenderlo. Tal vez sea éste el único arte debemos dominar, si no a la perfección, por lo menos de una manera aceptable. Vivir despidiéndonos: tal vez sea ésta la única manera de no hacernos demasiadas ilusiones respecto a nuestra lamentable condición de extranjeros, de exiliados, de viajeros.

En cierta ocasión, según cuenta él mismo en uno de sus libros, Stefan Zweig (1881-1942), el famoso escritor austríaco, fue invitado a la proyección de un interesante cortometraje; se trataba de una película titulada El pueblo del rey, realizada por el cineasta y poeta inglés John Drinkwater (1882-1937).

El mismo Drinkwater en persona había telefoneado a Zweig para invitarlo a lo que hoy se llamaría el preestreno, y nuestro autor, naturalmente, acudió a la cita.

“La exhibición no se realizó en un cinematógrafo, sino en una salita de ensayos de la Warner Brothers Company –aclara Zweig-. Estábamos cómodamente sentados en anchas poltronas unas quince o veinte personas. La atmósfera reinante era como de música de cámara. Aparte de los más cercanos parientes de Drinkwater, estaban presentes las personas ilustres que habían intervenido en la película: Lady Astor, el octogenario Bernard Shaw, quien, lozano como siempre, no había renunciado al gusto de hacer a pie el camino desde su casa con sus ligeros pasos tiesos; además de éstos, estaban también unos pocos artistas, el productor, Drinkwater mismo y su encantadora hijita de ocho años, Penny, que intervino valientemente en el film”.

Durante la proyección –hay que tomar en cuenta que ésta tuvo lugar en el lejanísimo año de 1937-, Bernard Shaw, aprovechando la oscuridad de la sala, se quedó dormido. Pero no porque la película fuese aburrida, sosa, o algo por el estilo, sino porque tenía ya ochenta y un años y vivir se había convertido para él en una tarea que no era posible realizar sin esfuerzo y con los ojos siempre abiertos. Y, por lo demás, ¿quién ha dicho que uno vaya al cine necesariamente para ver una película? Se pude ir para no verla, es decir, para dormitar un poco allí donde sabemos que nadie nos molestará. Yo, por ejemplo, no he ido al cine en mucho tiempo, y cuando vaya, lo más seguro es que cierre los ojos y me ponga a descabezar un sueñecito.

Stefan Zweig gustó mucho de aquel filme, y si no hubiese sido ésta una acción chocante y fuera de lugar, se habría puesto de pie para aplaudirla. Al final de la proyección, una vez hecha la luz, todos estrecharon la mano del director y se fueron a sus casas de uno en uno. ¿Hubo después de la proyección un pequeño brindis por lo menos? De esto nada sabemos, pero lo mismo da.

“Al día siguiente –escribe Zweig-, al atardecer, me estaba yo diciendo: ‘Tienes que mandarle unas líneas a Drinkwater para felicitarlo por la forma tan noble, tan decente, tan poética con que solucionó el difícil problema de la película oficial de la coronación, que tan fácilmente hubiese podido caer en el bizantinismo, en lo superpatriótico y en el mal gusto’. Quise agradecerle su confianza por haberme incluido en el círculo estrechísimo de los más íntimos para asistir a esa exhibición. De pronto, y sin podérmelo explicar, sentí una verdadera necesidad de decirle unas palabras verdaderamente cordiales, pero lo dejé para el siguiente día. Y una vez más recibí un aviso de la vida y la advertencia de que nunca se debe postergar un agradecimiento, un gesto de amistad, por un día, ni siquiera por una hora. Pues al día siguiente me asaltó en la calle uno de los grandes letreros colocados en los posters, con la siguiente inscripción: ‘John Drinkwater’s tragedy’. ¿Qué tragedy?, me pregunté azorado, y por unos pocos centavos –el precio del periódico- supe entonces que Drinkwater había muerto esa noche, sin que yo le diera las gracias, sin que le agradeciera bastante no sólo el gesto aislado, sino todo lo que de él había recibido en valor poético. El que ayer aún había visto vivo y alegre junto al juego de sombras de su vida, se halla ahora entre las sombras y, emocionado, confuso, con manos que en vano palpan y que se quedan colgadas, impotentes, mi amor contempla su recuerdo”.

¿Por qué no escribió Zweig esa nota, esa felicitación que creía deber a su amigo? ¿Por qué la había dejado para mañana? Por el mismo motivo, quizá, por el que los mortales aplazamos todo: porque ahora estamos muy ocupados; por que hoy, precisamente hoy, no estamos muy sobrados de tiempo; porque en estos momentos no estamos para escribir cartas: nos sentimos tan secos, tan vacíos; porque…

¿Qué es lo que había presentido el autor de Veinticuatro horas en la vida de una mujer? “De pronto, y sin podérmelo explicar, sentí una verdadera necesidad de decirle unas palabras verdaderamente cordiales”, dice. Esto habla, sí, de un presentimiento, de una corazonada. Pero no le hizo caso y la dejó pasar. Las palabras verdaderamente cordiales se quedaron para después: para un después que ya no existiría. Dejar para mañana… ¿Y si no hay mañana? Mañana puede ser muy tarde; mejor dicho, mañana es siempre tarde.

El escritor había aprendido una de las lecciones más dolorosas de su vida: que los hombres no son eternos, por lo menos en este mundo y que, por lo tanto, pueden irse de un día a otro, de una hora a la siguiente. ¡Ah, si supiéramos cuándo será esto al menos podríamos despedirnos en toda forma! Pero casi nunca tenemos tiempo para ejecutar esta tarea indispensable: todo sucede tan de prisa… No, “nunca se debe postergar un agradecimiento, un gesto de amistad”, dice Zweig. Tampoco deben postergarse los abrazos, ni las declaraciones de afecto. ¿Y si mañana es ya demasiado tarde? ¿Y si mañana ya no hay a quien abrazar porque se ha marchado sin siquiera decirnos adiós?

En efecto, “despedirse es un arte difícil que el corazón se siega obstinadamente a aprender”, y, sin embargo, es necesario aprenderlo. Tal vez sea éste el único arte debemos dominar, si no a la perfección, por lo menos de una manera aceptable. Vivir despidiéndonos: tal vez sea ésta la única manera de no hacernos demasiadas ilusiones respecto a nuestra lamentable condición de extranjeros, de exiliados, de viajeros.