/ domingo 7 de enero de 2024

Opinión | La espiritualidad de las compras

Hoy he terminado temprano: ni siquiera son todavía las diez de la noche. Hoy, a la salida de la iglesia, nadie me ha detenido, ni nadie, tampoco, ha venido a confesarse a última hora. No lo lamento. Además, el aire es fresco e invita a una serena caminata. La ciudad, bajo la luna, luce con una hermosura que acaba siempre perdiendo cuando la acribilla el sol.

Pero no, esta vez no caminaré. Quiero evitarme la pena de que un guardia nocturno me importune con las preguntas que suelen hacer a los caminantes ociosos: “¿Qué hace a estas horas, ciudadano? ¿A qué se dedica usted?”. Creerán que soy un ladrón y entonces yo tendría que defenderme mostrando mis credenciales. En vez de caminar, pues, opto por subirme a mi auto. Pongo quedamente un disco y me deslizo sin prisa por las avenidas que la ligera neblina hace parecer tortuosas. ¡Dios mío, qué hermosa puede ser la vida cuando podemos respirar a gusto y no hay nadie que te esté esperando en alguna parte!

De pronto, recuerdo que no he comido nada desde mediodía y siento hambre. Pero, ¿hambre de qué? Veo, a lo lejos, un puesto de hamburguesas, pero no me apetece, al menos esta noche, comerme una hamburguesa. Querría algo más ligero. Hoy es un buen día para acostarme temprano y, como ya me conozco, sé que si me como una hamburguesa estaré repitiéndola hasta las dos de la mañana.

Sigo deslizándome por la ciudad, iluminada por las farolas, y descubro en una esquina un puesto de elotes. Sí, eso es lo que quiero, ahora caigo en la cuenta: un elote. Es sabroso, es ligero y… Pero hay mucha gente esperando a que la despachen: alrededor, tal vez, de doce personas. No importa; esperaré.

Mientras encuentro un lugar donde estacionarme y me bajo del auto, ya no hay doce personas, sino quince o dieciséis. Eso me pone de mal humor, aunque reacciono al instante y me digo a mí mismo que no hay razón para impacientarse.

El hombre de los elotes, que lleva puesta en la cabeza una cuartelera blanca, se ve muy atareado sirviendo los pedidos; suda un poco, es verdad, pero parece feliz. Se mueve a la derecha y a la izquierda, cobra, da el vuelto, acoge con una bienvenida cordial a los que llegan y despide con gratitud a los que se van. Diera la impresión de tener más de tres manos.

Pero como siguen siendo muchas las personas que me anteceden en la fila, yo me dedico a ejecutar una de esas acciones que un sociólogo norteamericano llamó formas de desatención civil: saco mi teléfono y me pongo a revisar los mensajes recién llegados; los leo, contesto uno o dos y aún queda tiempo para mandar un e-mail. Lo mando. Y cuando devuelvo el teléfono a su lugar, veo que al lado del carro, oculta en las sombras, hay una mujer que también vende elotes delante de un fogón encendido. Pero a ella nadie le compra. ¿Por qué será?, me pregunto. ¿Acaso porque el hombre del carro los vende desgranados, en tanto que la mujer los vende enteros y además asados? Sí, los elotes asados son más duros, más negros y menos atractivos a la vista que los elotes desgranados. Tal vez sea ésta la razón, después de todo.

La mujer –ya de cierta edad- observa el ajetreo del hombre del carro y noto en sus ojos una tristeza que difícilmente podría yo describir con palabras: soy tan ineficiente para ciertas cosas… ¿Sentirá envidia, tal vez? Sobre el fogón encendido hay sólo tres o cuatro elotes: quizá esto es todo lo que la mujer tiene la esperanza de vender, y me contagia su tristeza. De pronto, yo también estoy triste. Por ella. Porque ha venido quién sabe desde dónde cargando con un costal que bien sabe que no terminará.

La que me precede en la fila está ya siendo servida, de manera que sigo yo. Pero, ¿qué hacer con esta pobre mujer que sigue mirando el horizonte con ojos perdidos? Es preciso tomar cuanto antes una decisión. Y la tomo. Rompo filas y me voy con ella.

-Buenas noches –le digo-. ¡No la había visto a usted! Pero ahora que la veo, prefiero con mucho comerme un elote asado.

-¿Con todo? –me pregunta.

-Más bien sin nada. Únicamente asado. Me gusta que sepa un poco a carbón. -No era verdad que me gustara el sabor del carbón, pero algo tenía que decir. ¿O no?

-A ver si no se enoja mi vecino –dice en voz muy baja, como en un susurro-. Es que usted ya estaba formado con él.

-¿Y por qué va a enojarse su vecino? –digo yo, fingiendo asombro-. ¡Yo compro donde me da la gana!

La mujer sonríe. Ya no está triste. O, por lo menos, ya no tanto. Pago, doy las primeras mordidas y me voy. El elote, a aquella hora tal vez demasiado fresca para ser verano, me sabe a gloria.

Pero no por el carbón, sino por la pequeña alegría de aquella mujer. No lo sé, tal vez reclamara a Dios desde lo hondo de su corazón por ser tan desafortunada. Y yo no quería que reclamara a Dios. Además, ella también tenía derecho a comer, y no sólo sus propios elotes.

Cuando me alejo en dirección a mi auto, la mujer se despide de mí agitando una de sus manos. He hecho lo que podía, lo que me tocaba. Todo está bien, y la noche me parece más suave y más hermosa que antes.

Mientras me deslizo por las calles de la ciudad me viene a la cabeza la idea de que así como hay una espiritualidad del arte y una espiritualidad del trabajo, por ejemplo, así habría de haber también una espiritualidad de las compras. Comprar no sólo por consumir, sino sobre todo para ayudar a los que, si no vendieran, se morirían de pena.

Hoy he terminado temprano: ni siquiera son todavía las diez de la noche. Hoy, a la salida de la iglesia, nadie me ha detenido, ni nadie, tampoco, ha venido a confesarse a última hora. No lo lamento. Además, el aire es fresco e invita a una serena caminata. La ciudad, bajo la luna, luce con una hermosura que acaba siempre perdiendo cuando la acribilla el sol.

Pero no, esta vez no caminaré. Quiero evitarme la pena de que un guardia nocturno me importune con las preguntas que suelen hacer a los caminantes ociosos: “¿Qué hace a estas horas, ciudadano? ¿A qué se dedica usted?”. Creerán que soy un ladrón y entonces yo tendría que defenderme mostrando mis credenciales. En vez de caminar, pues, opto por subirme a mi auto. Pongo quedamente un disco y me deslizo sin prisa por las avenidas que la ligera neblina hace parecer tortuosas. ¡Dios mío, qué hermosa puede ser la vida cuando podemos respirar a gusto y no hay nadie que te esté esperando en alguna parte!

De pronto, recuerdo que no he comido nada desde mediodía y siento hambre. Pero, ¿hambre de qué? Veo, a lo lejos, un puesto de hamburguesas, pero no me apetece, al menos esta noche, comerme una hamburguesa. Querría algo más ligero. Hoy es un buen día para acostarme temprano y, como ya me conozco, sé que si me como una hamburguesa estaré repitiéndola hasta las dos de la mañana.

Sigo deslizándome por la ciudad, iluminada por las farolas, y descubro en una esquina un puesto de elotes. Sí, eso es lo que quiero, ahora caigo en la cuenta: un elote. Es sabroso, es ligero y… Pero hay mucha gente esperando a que la despachen: alrededor, tal vez, de doce personas. No importa; esperaré.

Mientras encuentro un lugar donde estacionarme y me bajo del auto, ya no hay doce personas, sino quince o dieciséis. Eso me pone de mal humor, aunque reacciono al instante y me digo a mí mismo que no hay razón para impacientarse.

El hombre de los elotes, que lleva puesta en la cabeza una cuartelera blanca, se ve muy atareado sirviendo los pedidos; suda un poco, es verdad, pero parece feliz. Se mueve a la derecha y a la izquierda, cobra, da el vuelto, acoge con una bienvenida cordial a los que llegan y despide con gratitud a los que se van. Diera la impresión de tener más de tres manos.

Pero como siguen siendo muchas las personas que me anteceden en la fila, yo me dedico a ejecutar una de esas acciones que un sociólogo norteamericano llamó formas de desatención civil: saco mi teléfono y me pongo a revisar los mensajes recién llegados; los leo, contesto uno o dos y aún queda tiempo para mandar un e-mail. Lo mando. Y cuando devuelvo el teléfono a su lugar, veo que al lado del carro, oculta en las sombras, hay una mujer que también vende elotes delante de un fogón encendido. Pero a ella nadie le compra. ¿Por qué será?, me pregunto. ¿Acaso porque el hombre del carro los vende desgranados, en tanto que la mujer los vende enteros y además asados? Sí, los elotes asados son más duros, más negros y menos atractivos a la vista que los elotes desgranados. Tal vez sea ésta la razón, después de todo.

La mujer –ya de cierta edad- observa el ajetreo del hombre del carro y noto en sus ojos una tristeza que difícilmente podría yo describir con palabras: soy tan ineficiente para ciertas cosas… ¿Sentirá envidia, tal vez? Sobre el fogón encendido hay sólo tres o cuatro elotes: quizá esto es todo lo que la mujer tiene la esperanza de vender, y me contagia su tristeza. De pronto, yo también estoy triste. Por ella. Porque ha venido quién sabe desde dónde cargando con un costal que bien sabe que no terminará.

La que me precede en la fila está ya siendo servida, de manera que sigo yo. Pero, ¿qué hacer con esta pobre mujer que sigue mirando el horizonte con ojos perdidos? Es preciso tomar cuanto antes una decisión. Y la tomo. Rompo filas y me voy con ella.

-Buenas noches –le digo-. ¡No la había visto a usted! Pero ahora que la veo, prefiero con mucho comerme un elote asado.

-¿Con todo? –me pregunta.

-Más bien sin nada. Únicamente asado. Me gusta que sepa un poco a carbón. -No era verdad que me gustara el sabor del carbón, pero algo tenía que decir. ¿O no?

-A ver si no se enoja mi vecino –dice en voz muy baja, como en un susurro-. Es que usted ya estaba formado con él.

-¿Y por qué va a enojarse su vecino? –digo yo, fingiendo asombro-. ¡Yo compro donde me da la gana!

La mujer sonríe. Ya no está triste. O, por lo menos, ya no tanto. Pago, doy las primeras mordidas y me voy. El elote, a aquella hora tal vez demasiado fresca para ser verano, me sabe a gloria.

Pero no por el carbón, sino por la pequeña alegría de aquella mujer. No lo sé, tal vez reclamara a Dios desde lo hondo de su corazón por ser tan desafortunada. Y yo no quería que reclamara a Dios. Además, ella también tenía derecho a comer, y no sólo sus propios elotes.

Cuando me alejo en dirección a mi auto, la mujer se despide de mí agitando una de sus manos. He hecho lo que podía, lo que me tocaba. Todo está bien, y la noche me parece más suave y más hermosa que antes.

Mientras me deslizo por las calles de la ciudad me viene a la cabeza la idea de que así como hay una espiritualidad del arte y una espiritualidad del trabajo, por ejemplo, así habría de haber también una espiritualidad de las compras. Comprar no sólo por consumir, sino sobre todo para ayudar a los que, si no vendieran, se morirían de pena.