/ domingo 17 de diciembre de 2023

Opinión | “Amo porque sí, amor por amar”

Hay en un discurso de San Pablo reportado en el libro de los Hechos de los Apóstoles (20, 35) un logion -un dicho- de Jesús que no se encuentra en ningún evangelio y que debió de ser muy conocido por los cristianos de la Iglesia primitiva: “Hay más felicidad en dar que en recibir”. ¿Por qué ni Mateo, ni Marcos, ni Lucas, ni Juan lo incluyeron en sus respectivos escritos? Nunca lo sabremos, aunque este último advierte lo siguiente en los dos últimos versículos de su obra: “Este es el discípulo que da testimonio de todas estas cosas y las ha escrito. Y nosotros sabemos que dice la verdad. Jesús hizo muchas otras cosas que no han quedado escritas en este libro, pues, de escribirse todas, pienso que el mundo entero no podría contener los libros que se escribieran” (Juan 20, 24-25).

Los estudiosos de los ipsissima verba Iesu –es decir, de los dichos auténticos de Jesús- son unánimes en afirmar que Pablo no es ni pudo ser el autor de tal sentencia, sino que ésta, en efecto, fue pronunciada por el mismo Jesús en una ocasión que desconocemos. Dice Pablo en su discurso: “Siempre les he demostrado que es así como se debe de trabajar para socorrer a los débiles, recordando las palabras de Jesús, el Señor, que dijo: Hay más felicidad en dar que en recibir”. Pablo habla como si los que lo escuchaban en aquella ocasión conocieran el dicho, y por eso lo cita no como una novedad –pues seguro que no lo era-, sino a modo de recordatorio

Pero, ¿es verdad esto? Quiero decir, ¿no hay, por el contrario, más felicidad en recibir que en dar? Humanamente hablando, esto último nos parece mucho más atractivo. ¡Claro que ansiamos recibir! ¡Por supuesto que queremos ser amados! Sin embargo, la sabiduría divina dice otra cosa; o, mejor, supera con mucho el pobre parecer humano. La sabiduría divina dice: “Hay más felicidad en dar que en recibir”. Ahora bien, si aplicamos esta máxima a las cuestiones del amor, esta verdad podría traducirse así: “Es más feliz el que ama que el que simplemente se deja querer”.

Muchas veces hemos escuchado esta invitación: “¡Hombre, déjate querer!”. Y, en efecto, hay mucha gente que con gusto se deja querer, pero que no hace nada más. Claro que esto ya es mucho: dejarse querer significa aceptar la dádiva, acoger el don. Y digo que ya es mucho porque hay personas que no aceptan ni eso.

Conocí una vez a una jovencita que era cortejada con insistencia por un joven que, al parecer, no era de su agrado. El pobre muchacho movía cielo y tierra para que ella se fijase en él, sin conseguirlo. ¡Pero miento! Una vez, sólo una vez se fijó en él y hasta se le acercó para decirle: “¿Por qué me persigues de esta manera?”. Le respondió éste: “Porque te quiero”. “Pues bien –dijo la joven-, yo de ti no quiero ni eso. ¡No me quieras! ¡Te prohíbo que lo hagas! ¡No quiero que me quieras!”. Y se alejó de él con el aire satisfecho de quien ha finiquitado una importante cuestión que tenía pendiente. Por eso yo no culpo tanto a los que se dejan querer: esto ya por lo menos es algo, al menos no han cerrado el corazón.

Sin embargo, como ya dijimos, la sabiduría divina va todavía mucho más allá. Para ella hay aún mucha más felicidad en amar que en ser amado, más en dar que en recibir. San Francisco de Asís captó como nadie el pensamiento divino, la lógica de Dios, y pedía al Señor cantando: “Señor, haz de mi un instrumento de tu paz. Que allá donde hay odio, yo ponga el amor. Que allá donde hay ofensa, yo ponga el perdón. Que allá donde hay discordia, yo ponga la unión. Que allá donde hay error, yo ponga la verdad. Que allá donde hay duda, yo ponga la fe. Que allá donde desesperación, yo ponga la esperanza. Que allá donde hay tinieblas, yo ponga la luz. Que allá donde hay tristeza, yo ponga la alegría. Oh Señor, que yo no busque tanto ser consolado, cuanto consolar, ser comprendido, cuanto comprender, ser amado, cuanto amar”.

¿Por qué pedía esto San Francisco? Porque él era el buscador de la perfecta alegría. Y la perfecta alegría está no tanto en ser amado, cuanto en amar uno. Ser amado es causa de alegría, pero no de esa perfecta alegría que buscaba San Francisco. La perfecta alegría está en amar. Y tanto es esto así que, aun cuando alguien no sea correspondido, ya el hecho de amar le consuela y le da felicidad. En cierto sentido, si pudiéramos decirlo así, no hay amores desgraciados, sino sólo amores no correspondidos.

Otro santo medieval, en pocos años anterior a San Francisco, San Bernardo de Claraval, meditando un día sobre un libro de la Escritura, escribió este agudísimo comentario: “El amor basta por sí solo y por causa de sí. Su mérito y su premio se identifican con él mismo. El amor no requiere otro motivo fuera de él mismo, ni tampoco ningún provecho: su fruto consiste en su misma práctica. Amo porque sí, amo por amar” (Sermón sobre el Cantar de los Cantares 83, 4). ¿Qué quiso decir con eso? Es muy sencillo: que el que ama, aunque no lo amen a él, tiene ya su recompensa, y esta recompensa es la alegría.

Por eso Dios es feliz, y feliz infinitamente: porque ama, independientemente de que nosotros lo amemos o no. Jesús, el conocedor perfecto del corazón de Dios, nos reveló el gran secreto: aquello que, a no ser por él, nunca habríamos sabido: que “tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo” (Juan 3, 16). ¿Cómo, con nuestras propias fuerzas, íbamos a saber semejante cosa? ¡Nosotros, por el contrario, creeríamos que…! Pero, porque aquel que es la Verdad nos lo confió, nosotros lo creemos. Dios ama al mundo, y lo ama infinitamente, y por eso es feliz. Amemos también nosotros, y lo seremos. El amor de Dios es perfecto porque no espera correspondencia. El día en que nosotros tampoco la esperemos, ese día seremos los hombres más libres de la tierra, y también los más alegres.

Hay en un discurso de San Pablo reportado en el libro de los Hechos de los Apóstoles (20, 35) un logion -un dicho- de Jesús que no se encuentra en ningún evangelio y que debió de ser muy conocido por los cristianos de la Iglesia primitiva: “Hay más felicidad en dar que en recibir”. ¿Por qué ni Mateo, ni Marcos, ni Lucas, ni Juan lo incluyeron en sus respectivos escritos? Nunca lo sabremos, aunque este último advierte lo siguiente en los dos últimos versículos de su obra: “Este es el discípulo que da testimonio de todas estas cosas y las ha escrito. Y nosotros sabemos que dice la verdad. Jesús hizo muchas otras cosas que no han quedado escritas en este libro, pues, de escribirse todas, pienso que el mundo entero no podría contener los libros que se escribieran” (Juan 20, 24-25).

Los estudiosos de los ipsissima verba Iesu –es decir, de los dichos auténticos de Jesús- son unánimes en afirmar que Pablo no es ni pudo ser el autor de tal sentencia, sino que ésta, en efecto, fue pronunciada por el mismo Jesús en una ocasión que desconocemos. Dice Pablo en su discurso: “Siempre les he demostrado que es así como se debe de trabajar para socorrer a los débiles, recordando las palabras de Jesús, el Señor, que dijo: Hay más felicidad en dar que en recibir”. Pablo habla como si los que lo escuchaban en aquella ocasión conocieran el dicho, y por eso lo cita no como una novedad –pues seguro que no lo era-, sino a modo de recordatorio

Pero, ¿es verdad esto? Quiero decir, ¿no hay, por el contrario, más felicidad en recibir que en dar? Humanamente hablando, esto último nos parece mucho más atractivo. ¡Claro que ansiamos recibir! ¡Por supuesto que queremos ser amados! Sin embargo, la sabiduría divina dice otra cosa; o, mejor, supera con mucho el pobre parecer humano. La sabiduría divina dice: “Hay más felicidad en dar que en recibir”. Ahora bien, si aplicamos esta máxima a las cuestiones del amor, esta verdad podría traducirse así: “Es más feliz el que ama que el que simplemente se deja querer”.

Muchas veces hemos escuchado esta invitación: “¡Hombre, déjate querer!”. Y, en efecto, hay mucha gente que con gusto se deja querer, pero que no hace nada más. Claro que esto ya es mucho: dejarse querer significa aceptar la dádiva, acoger el don. Y digo que ya es mucho porque hay personas que no aceptan ni eso.

Conocí una vez a una jovencita que era cortejada con insistencia por un joven que, al parecer, no era de su agrado. El pobre muchacho movía cielo y tierra para que ella se fijase en él, sin conseguirlo. ¡Pero miento! Una vez, sólo una vez se fijó en él y hasta se le acercó para decirle: “¿Por qué me persigues de esta manera?”. Le respondió éste: “Porque te quiero”. “Pues bien –dijo la joven-, yo de ti no quiero ni eso. ¡No me quieras! ¡Te prohíbo que lo hagas! ¡No quiero que me quieras!”. Y se alejó de él con el aire satisfecho de quien ha finiquitado una importante cuestión que tenía pendiente. Por eso yo no culpo tanto a los que se dejan querer: esto ya por lo menos es algo, al menos no han cerrado el corazón.

Sin embargo, como ya dijimos, la sabiduría divina va todavía mucho más allá. Para ella hay aún mucha más felicidad en amar que en ser amado, más en dar que en recibir. San Francisco de Asís captó como nadie el pensamiento divino, la lógica de Dios, y pedía al Señor cantando: “Señor, haz de mi un instrumento de tu paz. Que allá donde hay odio, yo ponga el amor. Que allá donde hay ofensa, yo ponga el perdón. Que allá donde hay discordia, yo ponga la unión. Que allá donde hay error, yo ponga la verdad. Que allá donde hay duda, yo ponga la fe. Que allá donde desesperación, yo ponga la esperanza. Que allá donde hay tinieblas, yo ponga la luz. Que allá donde hay tristeza, yo ponga la alegría. Oh Señor, que yo no busque tanto ser consolado, cuanto consolar, ser comprendido, cuanto comprender, ser amado, cuanto amar”.

¿Por qué pedía esto San Francisco? Porque él era el buscador de la perfecta alegría. Y la perfecta alegría está no tanto en ser amado, cuanto en amar uno. Ser amado es causa de alegría, pero no de esa perfecta alegría que buscaba San Francisco. La perfecta alegría está en amar. Y tanto es esto así que, aun cuando alguien no sea correspondido, ya el hecho de amar le consuela y le da felicidad. En cierto sentido, si pudiéramos decirlo así, no hay amores desgraciados, sino sólo amores no correspondidos.

Otro santo medieval, en pocos años anterior a San Francisco, San Bernardo de Claraval, meditando un día sobre un libro de la Escritura, escribió este agudísimo comentario: “El amor basta por sí solo y por causa de sí. Su mérito y su premio se identifican con él mismo. El amor no requiere otro motivo fuera de él mismo, ni tampoco ningún provecho: su fruto consiste en su misma práctica. Amo porque sí, amo por amar” (Sermón sobre el Cantar de los Cantares 83, 4). ¿Qué quiso decir con eso? Es muy sencillo: que el que ama, aunque no lo amen a él, tiene ya su recompensa, y esta recompensa es la alegría.

Por eso Dios es feliz, y feliz infinitamente: porque ama, independientemente de que nosotros lo amemos o no. Jesús, el conocedor perfecto del corazón de Dios, nos reveló el gran secreto: aquello que, a no ser por él, nunca habríamos sabido: que “tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo” (Juan 3, 16). ¿Cómo, con nuestras propias fuerzas, íbamos a saber semejante cosa? ¡Nosotros, por el contrario, creeríamos que…! Pero, porque aquel que es la Verdad nos lo confió, nosotros lo creemos. Dios ama al mundo, y lo ama infinitamente, y por eso es feliz. Amemos también nosotros, y lo seremos. El amor de Dios es perfecto porque no espera correspondencia. El día en que nosotros tampoco la esperemos, ese día seremos los hombres más libres de la tierra, y también los más alegres.