/ domingo 8 de septiembre de 2024

Opinión | Meditación del Padre Nuestro

8. Y líbranos del mal

Poco antes de dejar el mundo y volver al Padre, Jesús ora por sus discípulos y por los que habrán de creer por la palabra de ellos: “Yo ya no estaré más en este mundo –dice con la mirada dirigida hacia lo alto-; ellos continuarán en este mundo, mientras que yo me voy a ti. Padre santo, protege en tu nombre a los que me has dado” (Juan 17, 11).

Jesús pide al Padre que proteja a sus discípulos, pero no únicamente a los que estuvieron siempre a un lado suyo, sino también a los que creerían después de ellos: a los que van a creer en todo tiempo y lugar, es decir, también por nosotros, los discípulos del siglo XXI…

¿Y de qué necesitan ser protegidos los discípulos? He aquí cómo sigue orando el Señor: “No te pido que los saques del mundo, sino que los protejas del maligno” (Juan 17, 14).

Yo me voy, Padre –decía Jesús-, pero ellos se quedan en un lugar peligroso. “El mundo los odia porque no son del mundo” (Juan 17, 14); porque llevan en su corazón mis palabras.

¡Qué ingenuos somos cuando llegamos a pensar que el mundo pueda amarnos alguna vez! Hay cristianos que quieren hacerse simpáticos y atractivos para atraer a otros a la fe. Esto sirve a veces, pero no siempre. En el fondo, el mundo odia a los cristianos porque antes ha odiado a Cristo.

¿Por qué los escándalos que tienen lugar en otras iglesias no trascienden, a menos que se trate de un suicidio colectivo, en tanto que de la Iglesia católica todo, absolutamente todo, es noticia? No es necesario ser demasiado perspicaces para saberlo: porque las otras iglesias no interesan al maligno, o le interesan poco; pero la católica, en cambio, le obsesiona de manera especial. ¿Qué tiene la Iglesia de Cristo que atrae todas las miradas? ¿Sus defectos? ¡Claro que los tiene! Pero esto no explica el misterio. Y, por lo demás, ¡cómo si no supiéramos que en todas partes hay trigo y cizaña! ¿Por qué, entonces, este inexplicable interés rayano en obsesión?

Y líbranos del mal. Así concluye la oración del Señor. Pero, dicen los estudiosos, esta petición también habría podido ser traducida así: “Y líbranos del maligno”. ¿Librar es el verbo correcto?

El teólogo alemán Heinz Schürmann, profundo conocedor de la lengua griega –lengua en la que están escritos nuestros evangelios- afirma que el verbo correcto sería, más bien, arrebatar. “Y arrebátanos del maligno”. “El verbo utilizado en el texto original –explica- (y que probablemente significa arrebatar) es traducido un poco insípidamente por la versión corriente: ‘Líbranos del mal’. Pero esta traducción se presta fácilmente a equivocaciones. La palabra original suscita en nuestra imaginación una vivísima escena: una fiera peligrosa está acechándonos muy de cerca. Y en el último instante se nos libra de su zarpazo arrebatándonos de allí”.

Jesús conoce la acción del enemigo y sabe que está siempre pronto para atacar. Es, a decir de San Pedro, como “un león rugiente” en busca de su presa (1 Pedro 5, 8).

No nos engañemos: los católicos podemos ser todo lo pecadores que se quiera (y lo somos), pero no tenemos derecho a ser, además de pecadores, ilusos. Detrás de ese ambiente de hostilidad que se ha creado en torno a Cristo y de su Iglesia, está siempre el enemigo, es decir, el maligno. Y para que no quedara duda de que esto es realmente así, San Pablo puso en guardia a los cristianos de Éfeso mediante esta advertencia:

“Por lo demás, que el Señor los conforte con su fuerza poderosa. Revístanse de las armas que les ofrece Dios para que puedan resistir a las acechanzas del diablo. Porque nuestra lucha no es contra adversarios de carne y hueso, sino contra los poderes, contra las potestades, contra los que dominan este mundo de tinieblas, contra los espíritus del mal que tienen su morada en las alturas” (Efesios 6, 10-12).

Es claro que no se trata de ver al diablo en todas las cosas, sino de no dejar de verlo en algunas de ellas. Él sólo quiere una cosa: hacernos caer en la tentación. Y la tentación, como ya vimos en una meditación pasada, es que no separemos de Cristo y de su Iglesia para ir en pos de quién sabe qué maestros que no pueden ofrecernos más que palabras huecas y esperanzas vanas.

“Y líbranos del mal –explicaba San Cipriano, obispo de Cartago, en el siglo III-. Con esta invocación podemos imaginar todo lo que el enemigo pueda maquinar contra nosotros; pero al mismo tiempo tenemos la certeza de que no ha de faltarnos una protección poderosa… En cuanto decimos: ‘Y líbranos del mal’, ya no nos queda nada por pedir, pues hemos pedido la protección divina contra todo mal. En cuanto hemos hecho esta petición, podemos estar seguros de hallarnos sólidamente defendidos contra las argucias del mundo y del demonio. ¿A quién se le va a ocurrir tener miedo al mundo, si Dios mismo se erige en protector nuestro en este mundo en que vivimos? (Sobre la oración del Señor).

Y San Ambrosio (340-397), en el siglo IV, decía en el mismo sentido y comentando la misma petición: “El Señor, que nos quitó nuestros pecados y perdonó nuestras culpas, está dispuesto a protegernos y defendernos de la astucia del diablo, de tal modo que el enemigo, que generalmente es causa de nuestras faltas, no llegue a sorprendernos. Quien en Dios confía no tiene por qué temer al enemigo” (Sobre los sacramentos, 6).

Amén.

8. Y líbranos del mal

Poco antes de dejar el mundo y volver al Padre, Jesús ora por sus discípulos y por los que habrán de creer por la palabra de ellos: “Yo ya no estaré más en este mundo –dice con la mirada dirigida hacia lo alto-; ellos continuarán en este mundo, mientras que yo me voy a ti. Padre santo, protege en tu nombre a los que me has dado” (Juan 17, 11).

Jesús pide al Padre que proteja a sus discípulos, pero no únicamente a los que estuvieron siempre a un lado suyo, sino también a los que creerían después de ellos: a los que van a creer en todo tiempo y lugar, es decir, también por nosotros, los discípulos del siglo XXI…

¿Y de qué necesitan ser protegidos los discípulos? He aquí cómo sigue orando el Señor: “No te pido que los saques del mundo, sino que los protejas del maligno” (Juan 17, 14).

Yo me voy, Padre –decía Jesús-, pero ellos se quedan en un lugar peligroso. “El mundo los odia porque no son del mundo” (Juan 17, 14); porque llevan en su corazón mis palabras.

¡Qué ingenuos somos cuando llegamos a pensar que el mundo pueda amarnos alguna vez! Hay cristianos que quieren hacerse simpáticos y atractivos para atraer a otros a la fe. Esto sirve a veces, pero no siempre. En el fondo, el mundo odia a los cristianos porque antes ha odiado a Cristo.

¿Por qué los escándalos que tienen lugar en otras iglesias no trascienden, a menos que se trate de un suicidio colectivo, en tanto que de la Iglesia católica todo, absolutamente todo, es noticia? No es necesario ser demasiado perspicaces para saberlo: porque las otras iglesias no interesan al maligno, o le interesan poco; pero la católica, en cambio, le obsesiona de manera especial. ¿Qué tiene la Iglesia de Cristo que atrae todas las miradas? ¿Sus defectos? ¡Claro que los tiene! Pero esto no explica el misterio. Y, por lo demás, ¡cómo si no supiéramos que en todas partes hay trigo y cizaña! ¿Por qué, entonces, este inexplicable interés rayano en obsesión?

Y líbranos del mal. Así concluye la oración del Señor. Pero, dicen los estudiosos, esta petición también habría podido ser traducida así: “Y líbranos del maligno”. ¿Librar es el verbo correcto?

El teólogo alemán Heinz Schürmann, profundo conocedor de la lengua griega –lengua en la que están escritos nuestros evangelios- afirma que el verbo correcto sería, más bien, arrebatar. “Y arrebátanos del maligno”. “El verbo utilizado en el texto original –explica- (y que probablemente significa arrebatar) es traducido un poco insípidamente por la versión corriente: ‘Líbranos del mal’. Pero esta traducción se presta fácilmente a equivocaciones. La palabra original suscita en nuestra imaginación una vivísima escena: una fiera peligrosa está acechándonos muy de cerca. Y en el último instante se nos libra de su zarpazo arrebatándonos de allí”.

Jesús conoce la acción del enemigo y sabe que está siempre pronto para atacar. Es, a decir de San Pedro, como “un león rugiente” en busca de su presa (1 Pedro 5, 8).

No nos engañemos: los católicos podemos ser todo lo pecadores que se quiera (y lo somos), pero no tenemos derecho a ser, además de pecadores, ilusos. Detrás de ese ambiente de hostilidad que se ha creado en torno a Cristo y de su Iglesia, está siempre el enemigo, es decir, el maligno. Y para que no quedara duda de que esto es realmente así, San Pablo puso en guardia a los cristianos de Éfeso mediante esta advertencia:

“Por lo demás, que el Señor los conforte con su fuerza poderosa. Revístanse de las armas que les ofrece Dios para que puedan resistir a las acechanzas del diablo. Porque nuestra lucha no es contra adversarios de carne y hueso, sino contra los poderes, contra las potestades, contra los que dominan este mundo de tinieblas, contra los espíritus del mal que tienen su morada en las alturas” (Efesios 6, 10-12).

Es claro que no se trata de ver al diablo en todas las cosas, sino de no dejar de verlo en algunas de ellas. Él sólo quiere una cosa: hacernos caer en la tentación. Y la tentación, como ya vimos en una meditación pasada, es que no separemos de Cristo y de su Iglesia para ir en pos de quién sabe qué maestros que no pueden ofrecernos más que palabras huecas y esperanzas vanas.

“Y líbranos del mal –explicaba San Cipriano, obispo de Cartago, en el siglo III-. Con esta invocación podemos imaginar todo lo que el enemigo pueda maquinar contra nosotros; pero al mismo tiempo tenemos la certeza de que no ha de faltarnos una protección poderosa… En cuanto decimos: ‘Y líbranos del mal’, ya no nos queda nada por pedir, pues hemos pedido la protección divina contra todo mal. En cuanto hemos hecho esta petición, podemos estar seguros de hallarnos sólidamente defendidos contra las argucias del mundo y del demonio. ¿A quién se le va a ocurrir tener miedo al mundo, si Dios mismo se erige en protector nuestro en este mundo en que vivimos? (Sobre la oración del Señor).

Y San Ambrosio (340-397), en el siglo IV, decía en el mismo sentido y comentando la misma petición: “El Señor, que nos quitó nuestros pecados y perdonó nuestras culpas, está dispuesto a protegernos y defendernos de la astucia del diablo, de tal modo que el enemigo, que generalmente es causa de nuestras faltas, no llegue a sorprendernos. Quien en Dios confía no tiene por qué temer al enemigo” (Sobre los sacramentos, 6).

Amén.