/ sábado 2 de noviembre de 2019

Día de Muertos | El Saucito, un mural multicolor

  • “Yo no lloro, yo los amé en vida”, lanza una abuela que visita a sus parientes
  • Música para “El Pifas” y unas caguamas como le gustaban
  • La vendimia y los comerciantes privilegiados

El frío cala hasta los huesos. Es un viento ligero que serpentea entre las lápidas, que alcanza para hacer girar los rehiletes, deshojar el cempasúchil y hacer volar el plástico de las paletas, bolis y adornos que la gente ha dejado en todas partes.

Se escucha con total claridad la música norteña, de mariachi y de bocina inalámbrica, las canciones que al difunto le gustaban. Desde “con la tierra encima” hasta las del Cartel de Santa para “El Pifas”, que recién cayó abatido en Pavón durante una refriega de chavos olvidados, sin oportunidades, como les dice El Peje.

Es el panteón del Saucito en el Día de Muertos, donde los vivos, por miles, se ven generosos, atentos, amigables, tiernos, con su rostro compungido frente a la tumba del papa, del hijo, del hermano, del abuelo, del esposo, llevando flores, globos, y amor, mucho amor.

Afuera, la vendimia es surtida. Gorditas de migas, ropa, juegos de azar, taquitos rojos. y adentro también. En las avenidas, junto a las tumbas del mítico Juan del Jarro y de la familia Ipiña, los vendedores de paletas hicieron su agosto, con la bendición de la autoridad municipal que les extendió permisos privilegiados.

El bote de agua a 10 pesos. Así lo vendió El Chino, un joven de 15 años que rentó la bicicleta y los botes para trabajar, pues a su bici se le rompió la cadena el sábado y se quedó sin chamba. Quitar la hierba o darle una repintada a las letras, cuesta 25 pesos, aunque muchas personas para ahorrarse ese dinero, prefieren llevar su agua y hacer lo demás con sus propias manos.

Aunque el sol está a plomo, el frío cala. Parece un hormiguero, hay gente en todas partes. Nadie obedece la instrucción de que, los que van de salida deben caminar por la derecha y metros antes de la puerta principal, cruzar a la izquierda. Todos caminan por donde les da su gana.

Poco a poco el camposanto se torna multicolor. Ni parece panteón, es un mural de tonos diversos, que dan vida donde no la hay, que reflejan una luz donde generalmente todo es gris. Juguetes para los Santos Inocentes, flores y coronas para los adultos y música, siempre la música que ayuda a mitigar la pena que se aloja en el corazón por la persona que se fue físicamente, pero que sigue ahí, en el pensamiento diario.

La basura está en todos lados. Los contenedores son insuficientes. La gente la tira donde sea. Los policías y elementos de Protección Civil buscan la sombra de un mezquite mientras checan sus teléfonos y responden sus “whats”, lo que es aprovechado por los amigos del “Pifas” para sacar la tercera caguama, un poco tibia, y subirle a la música.

Están también los olvidados, esos a los que nadie visita, de todas las edades y de todas las clases sociales. ¿Las razones?, muchas, infinidad. Son montoncitos de tierra, con una cruz vencida, generalmente de madera ya podrida. Sin flores, sin lápida ni epitafio, prueba irrefutable del olvido.

Hoy venimos todos al lugar donde nunca queremos estar. Donde las lágrimas son honestas y la tristeza, cala más que este viento helado. “Venimos a visitar a nuestros muertitos”, dice una abuela octogenaria, que paso a paso, se dirige a la “eterna morada” de sus familiares. “Yo no lloro, yo, los amé en vida”, advierte.

Hoy quedará un panteón nuevamente solo, eso sí, lucirá como cada año, lleno de colores, esperando la nueva cita y a nuevos huéspedes.

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  • “Yo no lloro, yo los amé en vida”, lanza una abuela que visita a sus parientes
  • Música para “El Pifas” y unas caguamas como le gustaban
  • La vendimia y los comerciantes privilegiados

El frío cala hasta los huesos. Es un viento ligero que serpentea entre las lápidas, que alcanza para hacer girar los rehiletes, deshojar el cempasúchil y hacer volar el plástico de las paletas, bolis y adornos que la gente ha dejado en todas partes.

Se escucha con total claridad la música norteña, de mariachi y de bocina inalámbrica, las canciones que al difunto le gustaban. Desde “con la tierra encima” hasta las del Cartel de Santa para “El Pifas”, que recién cayó abatido en Pavón durante una refriega de chavos olvidados, sin oportunidades, como les dice El Peje.

Es el panteón del Saucito en el Día de Muertos, donde los vivos, por miles, se ven generosos, atentos, amigables, tiernos, con su rostro compungido frente a la tumba del papa, del hijo, del hermano, del abuelo, del esposo, llevando flores, globos, y amor, mucho amor.

Afuera, la vendimia es surtida. Gorditas de migas, ropa, juegos de azar, taquitos rojos. y adentro también. En las avenidas, junto a las tumbas del mítico Juan del Jarro y de la familia Ipiña, los vendedores de paletas hicieron su agosto, con la bendición de la autoridad municipal que les extendió permisos privilegiados.

El bote de agua a 10 pesos. Así lo vendió El Chino, un joven de 15 años que rentó la bicicleta y los botes para trabajar, pues a su bici se le rompió la cadena el sábado y se quedó sin chamba. Quitar la hierba o darle una repintada a las letras, cuesta 25 pesos, aunque muchas personas para ahorrarse ese dinero, prefieren llevar su agua y hacer lo demás con sus propias manos.

Aunque el sol está a plomo, el frío cala. Parece un hormiguero, hay gente en todas partes. Nadie obedece la instrucción de que, los que van de salida deben caminar por la derecha y metros antes de la puerta principal, cruzar a la izquierda. Todos caminan por donde les da su gana.

Poco a poco el camposanto se torna multicolor. Ni parece panteón, es un mural de tonos diversos, que dan vida donde no la hay, que reflejan una luz donde generalmente todo es gris. Juguetes para los Santos Inocentes, flores y coronas para los adultos y música, siempre la música que ayuda a mitigar la pena que se aloja en el corazón por la persona que se fue físicamente, pero que sigue ahí, en el pensamiento diario.

La basura está en todos lados. Los contenedores son insuficientes. La gente la tira donde sea. Los policías y elementos de Protección Civil buscan la sombra de un mezquite mientras checan sus teléfonos y responden sus “whats”, lo que es aprovechado por los amigos del “Pifas” para sacar la tercera caguama, un poco tibia, y subirle a la música.

Están también los olvidados, esos a los que nadie visita, de todas las edades y de todas las clases sociales. ¿Las razones?, muchas, infinidad. Son montoncitos de tierra, con una cruz vencida, generalmente de madera ya podrida. Sin flores, sin lápida ni epitafio, prueba irrefutable del olvido.

Hoy venimos todos al lugar donde nunca queremos estar. Donde las lágrimas son honestas y la tristeza, cala más que este viento helado. “Venimos a visitar a nuestros muertitos”, dice una abuela octogenaria, que paso a paso, se dirige a la “eterna morada” de sus familiares. “Yo no lloro, yo, los amé en vida”, advierte.

Hoy quedará un panteón nuevamente solo, eso sí, lucirá como cada año, lleno de colores, esperando la nueva cita y a nuevos huéspedes.

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