/ domingo 14 de marzo de 2021

Visitando a Isabel

Segunda parte

En aquellos días, María partió y fue sin demora a un pueblo de la montaña de Judea. Entró en la casa de Zacarías y saludó a Isabel. Apenas esta oyó el saludo de María, el niño saltó de alegría en su seno, e Isabel, llena del Espíritu Santo, exclamó: "¡Tú eres bendita entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre! ¿Quién soy yo, para que la madre de mi Señor venga a visitarme? Apenas oí tu saludo, el niño saltó de alegría en mi seno. Feliz de ti por haber creído que se cumplirá lo que te fue anunciado de parte del Señor" (Lucas 1, 39-45).

* * *

Hace un momento, hermanos míos queridos, os hablaba de la vista, de lo buena que es y de lo en forma que nos pone. Ahora quisiera tejer ante ustedes un breve elogio del saludo. De María ha dicho Lucas, el evangelista, que entró en la casa de Zacarías y saludó a Isabel. Pero antes, sin embargo, querría que notarais esto: que Nuestra Señora fue sin demora a un pueblo de las montañas de Judea. María no pierde tiempo ni se entretiene demasiado haciendo las valijas, sino que parte en seguida, según nos hace ver el texto evangélico. Y cuando el niño nazca, los pastores -primeros destinatarios del prodigioso anuncio- también partirán en seguida. ¡El Nuevo Testamento comienza con gente que corre, presa de la maravilla y del santo estupor! Y sobre esto, ¡qué hermosas palabras escribió el Papa Benedicto XVI en su libro La infancia de Jesús: “Cuando los ángeles los dejaron…, los pastores se dijeron unos a otros: Vamos a Belén, a ver eso que ha pasado y que nos ha comunicado el Señor. Fueron corriendo y encontraron a María y a José y al niño acostado en el pesebre (Lucas 2, 15ss)… Los pastores se apresuraron ciertamente por curiosidad humana, para ver aquello tan grande que se les había anunciado. Pero estaban seguramente también pletóricos de emoción porque ahora había nacido verdaderamente el Salvador, el Mesías, el Señor que todo el mundo había estado esperando, y que ellos eran los primeros en poderlo ver”. Y añade el Papa, con un cierto dejo de ironía: “¿Qué cristianos se apresuran hoy cuando se trata de las cosas de Dios? Si algo merece prisa –tal vez esto quiere decirnos también tácitamente el evangelista- son precisamente las cosas de Dios”.

Pero no es de esto de lo que querría hablaros, sino del saludo, de su valor humano y de su sentido espiritual. “¡Cómo! –exclamaréis tal vez-. ¿No dijo el Señor a sus apóstoles, a la hora de enviarlos a predicar la Buena Nueva, que no se entretuvieran a saludar a nadie por el camino (Cf. Lucas 10, 4)? Así, no han faltado cristianos que han llegado a pensar que Jesús era enemigo de las cortesías. ¡Nada más lejos de la realidad, pues si Nuestro Señor dijo esto, como ahora lo veréis, fue por otras razones! Quería, con ello, transmitir a sus mensajeros y embajadores un sentido de urgencia que de otra manera les habría pasado desapercibido.

Una vez, evocando la figura y los comentarios eruditos del Padre Pouget, su maestro, Jean Guitton (1901-1999), el célebre filosofo francés, escribió así en uno de sus libros: “Cristo tuvo una túnica de una sola pieza y probablemente usó sandalias. No usaba sombrero, pero sí una larga cabellera. No se sabe de nada que llevara en la cabeza, a excepción de la corona de espinas. El hecho de esa sola túnica le llenaba de contento, pues él sólo tenía una sotana. Y recuerdo muy bien el gozo con que citaba los consejos que diera Jesús a los apóstoles cuando los envió en misión por primera vez sin impedimenta y con el aparto de la pobreza. ‘Y vea usted’, me seguía diciendo, ‘no debían saludar a nadie, pues cuando la gente se encuentra en el Oriente, no termina nunca de hablar’ ” (Historia de mi búsqueda).

Cuando María encuentra a Isabel, la abraza, y se pone a cantar ese precioso himno compuesto por ella misma con retazos de otros himnos que se sabía de memoria y agregando otros de su propia invención que conocemos con el bello nombre de El magníficat. En efecto, tenía razón el Padre Pouget: cuando dos hombres –o dos mujeres- se saludan en Oriente, aquello no termina nunca. ¡María, hermanos, es una mujer que saluda! Y, como ella, debemos también nosotros aprender a saludar, ya que se trata de un arte cuyo dominio no se adquiere de la noche a la mañana. Allá por el año de 1990, dos sacerdotes españoles –Antonio Cano Moya y Joaquín Suárez Bautista- escribieron a dúo un hermoso libro que, mucho me temo, no encontraréis ya en vuestras librerías y que se titula así: Dios ríe. Exhortación al contento y la alegría; de él he sacado los pensamientos que ahora os leeré esperando que no caigan en oídos sordos:

“Todo saludo y todo encuentro es una invitación a la alegría. Por eso me alegro tanto al saludaros. Os exhorto vivamente a que os saludéis mutuamente siempre que os encontréis; que el beso y el abrazo sean signo de la alegría que sentís al veros y no mera fórmula de indiferencia social; que el saludo manifieste el interés y la solicitud que tenéis los unos con otros. No esperéis a tropezaros casualmente, apresuraos y adelantaos a ser los primeros. Son bienaventurados los que dan el primer paso, porque ellos aceleran el encuentro. No os hagáis los remolones, como quienes piensan que se lo merecen todo. Usad los medios técnicos que tenéis a vuestro alcance: la llamada telefónica o la carta oportuna son signos de interés y delicadeza y, os lo aseguro, siempre producen alegría.

“Y nada digamos del saludo mayor. Me refiero a tomar una copa o a comer juntos, pues recibir en la propia casa es participar la intimidad, y compartir el pan es mimar la comunicación y el afecto. El alimento es un pretexto para el encuentro, y éste es el verdadero saludo de lujo, pues los que comen juntos en la casa ya no pueden ser unos extraños… Cuando saludáis como Dios manda, estáis siendo buena noticia de salvación. Permitidme que lo diga: la alegría es un evangelio, y también el saludo” ¡Hermanos míos, saludaos! No os hagáis los importantes e imitad en esto a Nuestra Señora. A ella le dará mucho gusto y a vuestros hermanos también”. Así sea.

Segunda parte

En aquellos días, María partió y fue sin demora a un pueblo de la montaña de Judea. Entró en la casa de Zacarías y saludó a Isabel. Apenas esta oyó el saludo de María, el niño saltó de alegría en su seno, e Isabel, llena del Espíritu Santo, exclamó: "¡Tú eres bendita entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre! ¿Quién soy yo, para que la madre de mi Señor venga a visitarme? Apenas oí tu saludo, el niño saltó de alegría en mi seno. Feliz de ti por haber creído que se cumplirá lo que te fue anunciado de parte del Señor" (Lucas 1, 39-45).

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Hace un momento, hermanos míos queridos, os hablaba de la vista, de lo buena que es y de lo en forma que nos pone. Ahora quisiera tejer ante ustedes un breve elogio del saludo. De María ha dicho Lucas, el evangelista, que entró en la casa de Zacarías y saludó a Isabel. Pero antes, sin embargo, querría que notarais esto: que Nuestra Señora fue sin demora a un pueblo de las montañas de Judea. María no pierde tiempo ni se entretiene demasiado haciendo las valijas, sino que parte en seguida, según nos hace ver el texto evangélico. Y cuando el niño nazca, los pastores -primeros destinatarios del prodigioso anuncio- también partirán en seguida. ¡El Nuevo Testamento comienza con gente que corre, presa de la maravilla y del santo estupor! Y sobre esto, ¡qué hermosas palabras escribió el Papa Benedicto XVI en su libro La infancia de Jesús: “Cuando los ángeles los dejaron…, los pastores se dijeron unos a otros: Vamos a Belén, a ver eso que ha pasado y que nos ha comunicado el Señor. Fueron corriendo y encontraron a María y a José y al niño acostado en el pesebre (Lucas 2, 15ss)… Los pastores se apresuraron ciertamente por curiosidad humana, para ver aquello tan grande que se les había anunciado. Pero estaban seguramente también pletóricos de emoción porque ahora había nacido verdaderamente el Salvador, el Mesías, el Señor que todo el mundo había estado esperando, y que ellos eran los primeros en poderlo ver”. Y añade el Papa, con un cierto dejo de ironía: “¿Qué cristianos se apresuran hoy cuando se trata de las cosas de Dios? Si algo merece prisa –tal vez esto quiere decirnos también tácitamente el evangelista- son precisamente las cosas de Dios”.

Pero no es de esto de lo que querría hablaros, sino del saludo, de su valor humano y de su sentido espiritual. “¡Cómo! –exclamaréis tal vez-. ¿No dijo el Señor a sus apóstoles, a la hora de enviarlos a predicar la Buena Nueva, que no se entretuvieran a saludar a nadie por el camino (Cf. Lucas 10, 4)? Así, no han faltado cristianos que han llegado a pensar que Jesús era enemigo de las cortesías. ¡Nada más lejos de la realidad, pues si Nuestro Señor dijo esto, como ahora lo veréis, fue por otras razones! Quería, con ello, transmitir a sus mensajeros y embajadores un sentido de urgencia que de otra manera les habría pasado desapercibido.

Una vez, evocando la figura y los comentarios eruditos del Padre Pouget, su maestro, Jean Guitton (1901-1999), el célebre filosofo francés, escribió así en uno de sus libros: “Cristo tuvo una túnica de una sola pieza y probablemente usó sandalias. No usaba sombrero, pero sí una larga cabellera. No se sabe de nada que llevara en la cabeza, a excepción de la corona de espinas. El hecho de esa sola túnica le llenaba de contento, pues él sólo tenía una sotana. Y recuerdo muy bien el gozo con que citaba los consejos que diera Jesús a los apóstoles cuando los envió en misión por primera vez sin impedimenta y con el aparto de la pobreza. ‘Y vea usted’, me seguía diciendo, ‘no debían saludar a nadie, pues cuando la gente se encuentra en el Oriente, no termina nunca de hablar’ ” (Historia de mi búsqueda).

Cuando María encuentra a Isabel, la abraza, y se pone a cantar ese precioso himno compuesto por ella misma con retazos de otros himnos que se sabía de memoria y agregando otros de su propia invención que conocemos con el bello nombre de El magníficat. En efecto, tenía razón el Padre Pouget: cuando dos hombres –o dos mujeres- se saludan en Oriente, aquello no termina nunca. ¡María, hermanos, es una mujer que saluda! Y, como ella, debemos también nosotros aprender a saludar, ya que se trata de un arte cuyo dominio no se adquiere de la noche a la mañana. Allá por el año de 1990, dos sacerdotes españoles –Antonio Cano Moya y Joaquín Suárez Bautista- escribieron a dúo un hermoso libro que, mucho me temo, no encontraréis ya en vuestras librerías y que se titula así: Dios ríe. Exhortación al contento y la alegría; de él he sacado los pensamientos que ahora os leeré esperando que no caigan en oídos sordos:

“Todo saludo y todo encuentro es una invitación a la alegría. Por eso me alegro tanto al saludaros. Os exhorto vivamente a que os saludéis mutuamente siempre que os encontréis; que el beso y el abrazo sean signo de la alegría que sentís al veros y no mera fórmula de indiferencia social; que el saludo manifieste el interés y la solicitud que tenéis los unos con otros. No esperéis a tropezaros casualmente, apresuraos y adelantaos a ser los primeros. Son bienaventurados los que dan el primer paso, porque ellos aceleran el encuentro. No os hagáis los remolones, como quienes piensan que se lo merecen todo. Usad los medios técnicos que tenéis a vuestro alcance: la llamada telefónica o la carta oportuna son signos de interés y delicadeza y, os lo aseguro, siempre producen alegría.

“Y nada digamos del saludo mayor. Me refiero a tomar una copa o a comer juntos, pues recibir en la propia casa es participar la intimidad, y compartir el pan es mimar la comunicación y el afecto. El alimento es un pretexto para el encuentro, y éste es el verdadero saludo de lujo, pues los que comen juntos en la casa ya no pueden ser unos extraños… Cuando saludáis como Dios manda, estáis siendo buena noticia de salvación. Permitidme que lo diga: la alegría es un evangelio, y también el saludo” ¡Hermanos míos, saludaos! No os hagáis los importantes e imitad en esto a Nuestra Señora. A ella le dará mucho gusto y a vuestros hermanos también”. Así sea.