/ domingo 7 de marzo de 2021

Visitando a Isabel

En aquellos días, María partió y fue sin demora a un pueblo de la montaña de Judea. Entró en la casa de Zacarías y saludó a Isabel. Apenas esta oyó el saludo de María, el niño saltó de alegría en su seno, e Isabel, llena del Espíritu Santo, exclamó: "¡Tú eres bendita entre todas las mujeres, y bendito es el fruto de tu vientre! ¿Quién soy yo, para que la madre de mi Señor venga a visitarme? Apenas oí tu saludo, el niño saltó de alegría en mi seno. Feliz de ti por haber creído que se cumplirá lo que te fue anunciado de parte del Señor" (Lucas 1, 39-45).

Hermanos míos muy queridos –comenzó el predicador-. ¿Qué podría yo deciros acerca de este texto que acabamos de escuchar? Lo conocéis de memoria, sin duda; y, sin embargo, hay sobre él todavía muchas cosas que decir. ¿Permitiréis que os diga unas cuantas, o por lo menos dos? Si es así, escuchadme, entonces. En aquellos días, María se encaminó presurosa a un pueblo de las montañas de Judea, y entrando en casa de Zacarías, saludó a Isabel. Ved cómo las dos mujeres se abrazan, llenas de júbilo a causa del niño que esperan. Un estudioso de reconocido prestigio –del que no os diré el nombre para no parecer pedante- ha creído ver en esta escena el abrazo afectuoso entre los dos Testamentos: el Antiguo y el Nuevo. Sí, se trata de una hermosa intuición teológica. María la joven, la doncella, representa aquí la novedad, el futuro, en tanto que Isabel, la anciana, personifica aquello que está a punto de fenecer. ¡Muchas cosas de insondable profundidad podrían decirse en torno al encuentro entre estas dos mujeres! No obstante, nosotros, hoy, vamos a meditar sobre algo mucho más sencillo, pero también más lleno de consecuencias para nuestra vida de todos los días.

Lo primero es esto: María se encaminó presurosa a un pueblo de las montañas de Judea. María ha visto retirarse al ángel de la Anunciación y entonces se encamina presurosa, es decir, se pone en movimiento. No quiere ella ir a comprobar si lo que el mensajero de Dios acaba de decirle es verdad o no lo es. Ella cree cuanto le ha sido dicho por el ángel; y, hermanos míos, a tal punto lo cree, que Isabel exclama, al verla llegar, presa de la más honda emoción: ¡Dichosa tú que has creído! No, María no va a cerciorarse de nada; ella va, como una humilde mujer de Oriente, a servir a quien la necesita; a cuidar a una parienta anciana que se halla en un trance difícil, pese a que la travesía desde Nazaret hasta Ain-Karim (ese pueblo de las montañas de Judea del que habla el evangelio) durase, a buen paso, unos tres días.

María se encamina: es decir, emprende una peregrinación. No se queda sentada en casa al amor de la lumbre, sino que se apresura. En la actualidad, algunos autores espirituales han esbozado una “teología de la peregrinación” de la que no destacaremos aquí más que algunos puntos esenciales. En la actualidad, por ejemplo, se nos invita a caminar como una manera, tal vez la mejor, de mantenernos sanos. ¡Caminar media hora al día –dicen los profesionales de la salud- hace mucho bien! Se camina hoy por motivos terapéuticos y, así, nuestros parques están llenos a toda hora del día, testigos impasibles de miles de hombres y mujeres que, vestidos con ropas deportivas, van y vienen, suben y bajan por cerros, valles y colinas! ¡Ah, si lo mismo hiciesen por motivos espirituales, otro gallo nos cantara!

¿Habéis leído los Cuentos en miniatura del escritor ruso Alexander Solyenitzin, ganador, en el año 1970, del Premio Nobel de Literatura? Pues bien, uno de éstos dice así: “Al amanecer, treinta jóvenes salieron corriendo al claro del bosque, se ubicaron de cara al sol y empezaron a inclinarse, saludar, postrarse, levantar los brazos, arrodillarse. Y así durante un cuarto de hora. Si los miráramos desde lejos, podríamos creer que están rezando. Actualmente a nadie le extraña que el hombre sirva cada día a su cuerpo con paciencia y atención. Pero qué ofendidos estarían todos si se sirviera de esta manera al espíritu. No, no era la oración. Era la gimnasia matutina”.

Una vez, hermanos míos, tuve una experiencia parecida: vi a una mujer a lo lejos que parecía estar musitando, en su auto, una concentrada plegaria. En silencio movía los labios mientras sus ojos miraban al infinito. Pero no, no oraba: cuando pasé frente a ella pude descubrir que sólo masticaba un chicle. En otra ocasión vi de reojo que una hermosa dama se persignaba religiosamente antes de bajar de su vehículo; pero ésta, ¡ay!, tampoco se persignaba, aunque el movimiento ascendente y descendente de sus manos así lo hiciese parecer: la dama en cuestión, hermanos míos, estaba únicamente maquillándose.

Pero volvamos a nuestro asunto. Caminar, sí, puede convertirse en un verdadero ejercicio espiritual, pues caminar significa abandonar la seguridad de la propia casa para exponerse a los riesgos de la intemperie y, como Abraham, ponerse a disposición de la divina Providencia. ¿Qué nos sucederá fuera de casa? ¡Sólo Dios puede saberlo! Ya venir al templo significa emprender una peregrinación: es dejar la casa, con todos sus atractivos tecnológicos, y ponerse en búsqueda del rostro de Dios.

En uno de sus bellos libros escribió el famoso monje benedictino Anselm Grün: “Caminar es saludable para las personas que son depresivamente nerviosas. En lugar de cavilar, las personas depresivas deberían caminar, fatigar su cuerpo. Con frecuencia, cavilando no se llega muy lejos, sino que se cae en un círculo vicioso del que no se puede escapar. Al caminar, escapamos de ese círculo vicioso”. María se pone en camino, pero no para mantenerse en forma, sino para ponerse a servir, y entonces, sin quererlo, se pone en forma también. Visitemos a los que nos echan de menos y no nos contentemos sólo con llamarlos. Entonces les alegraremos la vida y habremos para con Dios lo que antes hacíamos sólo para nosotros mismos…

En aquellos días, María partió y fue sin demora a un pueblo de la montaña de Judea. Entró en la casa de Zacarías y saludó a Isabel. Apenas esta oyó el saludo de María, el niño saltó de alegría en su seno, e Isabel, llena del Espíritu Santo, exclamó: "¡Tú eres bendita entre todas las mujeres, y bendito es el fruto de tu vientre! ¿Quién soy yo, para que la madre de mi Señor venga a visitarme? Apenas oí tu saludo, el niño saltó de alegría en mi seno. Feliz de ti por haber creído que se cumplirá lo que te fue anunciado de parte del Señor" (Lucas 1, 39-45).

Hermanos míos muy queridos –comenzó el predicador-. ¿Qué podría yo deciros acerca de este texto que acabamos de escuchar? Lo conocéis de memoria, sin duda; y, sin embargo, hay sobre él todavía muchas cosas que decir. ¿Permitiréis que os diga unas cuantas, o por lo menos dos? Si es así, escuchadme, entonces. En aquellos días, María se encaminó presurosa a un pueblo de las montañas de Judea, y entrando en casa de Zacarías, saludó a Isabel. Ved cómo las dos mujeres se abrazan, llenas de júbilo a causa del niño que esperan. Un estudioso de reconocido prestigio –del que no os diré el nombre para no parecer pedante- ha creído ver en esta escena el abrazo afectuoso entre los dos Testamentos: el Antiguo y el Nuevo. Sí, se trata de una hermosa intuición teológica. María la joven, la doncella, representa aquí la novedad, el futuro, en tanto que Isabel, la anciana, personifica aquello que está a punto de fenecer. ¡Muchas cosas de insondable profundidad podrían decirse en torno al encuentro entre estas dos mujeres! No obstante, nosotros, hoy, vamos a meditar sobre algo mucho más sencillo, pero también más lleno de consecuencias para nuestra vida de todos los días.

Lo primero es esto: María se encaminó presurosa a un pueblo de las montañas de Judea. María ha visto retirarse al ángel de la Anunciación y entonces se encamina presurosa, es decir, se pone en movimiento. No quiere ella ir a comprobar si lo que el mensajero de Dios acaba de decirle es verdad o no lo es. Ella cree cuanto le ha sido dicho por el ángel; y, hermanos míos, a tal punto lo cree, que Isabel exclama, al verla llegar, presa de la más honda emoción: ¡Dichosa tú que has creído! No, María no va a cerciorarse de nada; ella va, como una humilde mujer de Oriente, a servir a quien la necesita; a cuidar a una parienta anciana que se halla en un trance difícil, pese a que la travesía desde Nazaret hasta Ain-Karim (ese pueblo de las montañas de Judea del que habla el evangelio) durase, a buen paso, unos tres días.

María se encamina: es decir, emprende una peregrinación. No se queda sentada en casa al amor de la lumbre, sino que se apresura. En la actualidad, algunos autores espirituales han esbozado una “teología de la peregrinación” de la que no destacaremos aquí más que algunos puntos esenciales. En la actualidad, por ejemplo, se nos invita a caminar como una manera, tal vez la mejor, de mantenernos sanos. ¡Caminar media hora al día –dicen los profesionales de la salud- hace mucho bien! Se camina hoy por motivos terapéuticos y, así, nuestros parques están llenos a toda hora del día, testigos impasibles de miles de hombres y mujeres que, vestidos con ropas deportivas, van y vienen, suben y bajan por cerros, valles y colinas! ¡Ah, si lo mismo hiciesen por motivos espirituales, otro gallo nos cantara!

¿Habéis leído los Cuentos en miniatura del escritor ruso Alexander Solyenitzin, ganador, en el año 1970, del Premio Nobel de Literatura? Pues bien, uno de éstos dice así: “Al amanecer, treinta jóvenes salieron corriendo al claro del bosque, se ubicaron de cara al sol y empezaron a inclinarse, saludar, postrarse, levantar los brazos, arrodillarse. Y así durante un cuarto de hora. Si los miráramos desde lejos, podríamos creer que están rezando. Actualmente a nadie le extraña que el hombre sirva cada día a su cuerpo con paciencia y atención. Pero qué ofendidos estarían todos si se sirviera de esta manera al espíritu. No, no era la oración. Era la gimnasia matutina”.

Una vez, hermanos míos, tuve una experiencia parecida: vi a una mujer a lo lejos que parecía estar musitando, en su auto, una concentrada plegaria. En silencio movía los labios mientras sus ojos miraban al infinito. Pero no, no oraba: cuando pasé frente a ella pude descubrir que sólo masticaba un chicle. En otra ocasión vi de reojo que una hermosa dama se persignaba religiosamente antes de bajar de su vehículo; pero ésta, ¡ay!, tampoco se persignaba, aunque el movimiento ascendente y descendente de sus manos así lo hiciese parecer: la dama en cuestión, hermanos míos, estaba únicamente maquillándose.

Pero volvamos a nuestro asunto. Caminar, sí, puede convertirse en un verdadero ejercicio espiritual, pues caminar significa abandonar la seguridad de la propia casa para exponerse a los riesgos de la intemperie y, como Abraham, ponerse a disposición de la divina Providencia. ¿Qué nos sucederá fuera de casa? ¡Sólo Dios puede saberlo! Ya venir al templo significa emprender una peregrinación: es dejar la casa, con todos sus atractivos tecnológicos, y ponerse en búsqueda del rostro de Dios.

En uno de sus bellos libros escribió el famoso monje benedictino Anselm Grün: “Caminar es saludable para las personas que son depresivamente nerviosas. En lugar de cavilar, las personas depresivas deberían caminar, fatigar su cuerpo. Con frecuencia, cavilando no se llega muy lejos, sino que se cae en un círculo vicioso del que no se puede escapar. Al caminar, escapamos de ese círculo vicioso”. María se pone en camino, pero no para mantenerse en forma, sino para ponerse a servir, y entonces, sin quererlo, se pone en forma también. Visitemos a los que nos echan de menos y no nos contentemos sólo con llamarlos. Entonces les alegraremos la vida y habremos para con Dios lo que antes hacíamos sólo para nosotros mismos…