/ domingo 29 de agosto de 2021

Vida retirada

Al hablar en uno de sus libros de Santiago de Compostela, no se olvida don Miguel de Unamuno (1864-1936) de citar el nombre de un arroyuelo que hace vida silenciosa y retirada entre las altas montañas. “Al paso del tren –escribe el filósofo español- se ve la modesta casita de Rosalía de Castro llena de recuerdos, con su huertecito delante.

Y no lejos de allí corre sumiso y humilde el Sar, casi un arroyo, escondiéndose entre dos filas de árboles, recatándose a miradas indiscretas y como huyendo de toda ostentación” (Andanzas y visiones españolas).

Al leer este párrafo, pienso automáticamente en la humildad de este arroyuelo que no presume de sus aguas, y que hasta parece querer esconderlas en un fluir no caudaloso, sino callado y modesto. Y me digo a mí mismo que si hubiese sido yo un arroyo, me habría gustado parecerme al Sar.

Después de cierto tiempo empieza a amarse el silencio. La juventud es la época de los anhelos y los deseos, del movimiento y el tráfago, pero llega un momento en que se hace un alto en el camino y ya no se grita como antes, ni pega uno a la mesa con el puño cerrado, ni exige ya nada de nadie. Es la época del silencio, que llega.

Antes, la opinión que los demás tenían de nosotros era sacrosanta; ahora dejamos serenamente que éstos se forjen de nosotros la idea que quieran. Ya no vivimos para los demás, ni para salir bien en la foto que nos hacen Llegados a cierta edad, preferimos ser nosotros mismos.

A nuestro alrededor, los muchachos gritan, pero nosotros callamos. Hemos comprendido -¡al fin!- que no es dando voces como se compone el mundo. El silencio no es, como muchos piensan, una mera ausencia de ruido; es, más bien, la ausencia de esas ambiciones que en otro tiempo nos quitaban la paz.

Antes nos preguntábamos: “Si hago esto, ¿me tendrán en mayor estima mis jefes y superiores? ¿Seré debidamente valorado por los que mandan?”, etcétera. Todo esto, que otrora parecía tan importante, pasa a segundo o incluso a último término. Nos dicen, por ejemplo:

  • -Fíjate que han ascendido a Fulano.
  • Y nosotros respondemos:
  • -Está bien.
  • -¿Y no dices qué te parece?
  • -¿Serviría de algo?
  • -No. La decisión ha sido ya tomada.
  • -Entonces más vale no hablar.

El silencio verdadero consiste, pues, en esto: en no tener ya nada que perder, ni nada que temer, ni nada que desear. Hombre silencioso es el que ha acallado en sí mismo el susurro meloso de las ambiciones y, como el arroyuelo de Unamuno, discurre por las peñas “recatándose a miradas indiscretas y como huyendo de toda ostentación”.

Se me dirá, tal vez:

-¡Pero no es posible vivir así! ¡No es posible suprimir el ego! Y aun cuando lo suprimamos, siempre seré yo su asesino, de manera que el ego seguirá siempre ahí tiranizándonos con su poder.

Esto es verdad. Y, sin embargo, me gustaría vivir una vida oculta, silenciosa. Ya en uno de sus sermones había dicho Fénelon (1651-1715), autor del que medio mundo ha leído Las aventuras de Telémaco, pero no sus piezas homiléticas: “Es necesario que nosotros estemos, en toda nuestra vida, escondidos y anonadados, como lo está Jesucristo en el sacramento del altar”.

Nada que temer, nada que perder, nada que desear. A esto aspiro con toda mi alma; eso es lo que busco.

Nada que temer. ¿Cuál es la utilidad del miedo, si casi nunca suceden las cosas como habíamos imaginado que sucederían? Algo pasa siempre, sí, pero no lo que tanto temíamos, sino otra cosa. ¿Para qué, entonces, anticipar temblando lo que no es seguro que ocurra? Pero, aun cuando ocurriera, no estaremos solos para sufrirlo o padecerlo.

Nada que perder. ¿Tengo miedo de que algo me sea quitado? ¡Pues bien, tarde o temprano todo me lo quitará la muerte, y habré de irme de este mundo como un día llegué a él: desnudo! ¿Qué más da, entonces, perder hoy lo que de cualquier forma perderé mañana?

Nada que desear. Cuando nada deseo, ya no me angustia que sean siempre los otros quienes ascienden y triunfan. Si algo viene para mí, bienvenido sea; pero, si no viene, ni siquiera le digo adiós con la mano, puesto que no lo anhelaba. “Nada pedir, nada rehusar”, aconsejaba San Francisco de Sales (1567-1622), y yo me apropio esta máxima para convertirla en el lema de mi vida.

En un poema de juventud (encontrado en su Diario: anotación del 15 de diciembre de 1859), John Henry Newman (1801-1890), quien más tarde llegaría a ser Cardenal de la Santa Iglesia Católica y luego beato, oraba así al Señor su Dios:

Señor, negadme la riqueza,

alejad de mí, muy lejos de mí,

la seducción del poder y de la fama.

Al hablar en uno de sus libros de Santiago de Compostela, no se olvida don Miguel de Unamuno (1864-1936) de citar el nombre de un arroyuelo que hace vida silenciosa y retirada entre las altas montañas. “Al paso del tren –escribe el filósofo español- se ve la modesta casita de Rosalía de Castro llena de recuerdos, con su huertecito delante.

Y no lejos de allí corre sumiso y humilde el Sar, casi un arroyo, escondiéndose entre dos filas de árboles, recatándose a miradas indiscretas y como huyendo de toda ostentación” (Andanzas y visiones españolas).

Al leer este párrafo, pienso automáticamente en la humildad de este arroyuelo que no presume de sus aguas, y que hasta parece querer esconderlas en un fluir no caudaloso, sino callado y modesto. Y me digo a mí mismo que si hubiese sido yo un arroyo, me habría gustado parecerme al Sar.

Después de cierto tiempo empieza a amarse el silencio. La juventud es la época de los anhelos y los deseos, del movimiento y el tráfago, pero llega un momento en que se hace un alto en el camino y ya no se grita como antes, ni pega uno a la mesa con el puño cerrado, ni exige ya nada de nadie. Es la época del silencio, que llega.

Antes, la opinión que los demás tenían de nosotros era sacrosanta; ahora dejamos serenamente que éstos se forjen de nosotros la idea que quieran. Ya no vivimos para los demás, ni para salir bien en la foto que nos hacen Llegados a cierta edad, preferimos ser nosotros mismos.

A nuestro alrededor, los muchachos gritan, pero nosotros callamos. Hemos comprendido -¡al fin!- que no es dando voces como se compone el mundo. El silencio no es, como muchos piensan, una mera ausencia de ruido; es, más bien, la ausencia de esas ambiciones que en otro tiempo nos quitaban la paz.

Antes nos preguntábamos: “Si hago esto, ¿me tendrán en mayor estima mis jefes y superiores? ¿Seré debidamente valorado por los que mandan?”, etcétera. Todo esto, que otrora parecía tan importante, pasa a segundo o incluso a último término. Nos dicen, por ejemplo:

  • -Fíjate que han ascendido a Fulano.
  • Y nosotros respondemos:
  • -Está bien.
  • -¿Y no dices qué te parece?
  • -¿Serviría de algo?
  • -No. La decisión ha sido ya tomada.
  • -Entonces más vale no hablar.

El silencio verdadero consiste, pues, en esto: en no tener ya nada que perder, ni nada que temer, ni nada que desear. Hombre silencioso es el que ha acallado en sí mismo el susurro meloso de las ambiciones y, como el arroyuelo de Unamuno, discurre por las peñas “recatándose a miradas indiscretas y como huyendo de toda ostentación”.

Se me dirá, tal vez:

-¡Pero no es posible vivir así! ¡No es posible suprimir el ego! Y aun cuando lo suprimamos, siempre seré yo su asesino, de manera que el ego seguirá siempre ahí tiranizándonos con su poder.

Esto es verdad. Y, sin embargo, me gustaría vivir una vida oculta, silenciosa. Ya en uno de sus sermones había dicho Fénelon (1651-1715), autor del que medio mundo ha leído Las aventuras de Telémaco, pero no sus piezas homiléticas: “Es necesario que nosotros estemos, en toda nuestra vida, escondidos y anonadados, como lo está Jesucristo en el sacramento del altar”.

Nada que temer, nada que perder, nada que desear. A esto aspiro con toda mi alma; eso es lo que busco.

Nada que temer. ¿Cuál es la utilidad del miedo, si casi nunca suceden las cosas como habíamos imaginado que sucederían? Algo pasa siempre, sí, pero no lo que tanto temíamos, sino otra cosa. ¿Para qué, entonces, anticipar temblando lo que no es seguro que ocurra? Pero, aun cuando ocurriera, no estaremos solos para sufrirlo o padecerlo.

Nada que perder. ¿Tengo miedo de que algo me sea quitado? ¡Pues bien, tarde o temprano todo me lo quitará la muerte, y habré de irme de este mundo como un día llegué a él: desnudo! ¿Qué más da, entonces, perder hoy lo que de cualquier forma perderé mañana?

Nada que desear. Cuando nada deseo, ya no me angustia que sean siempre los otros quienes ascienden y triunfan. Si algo viene para mí, bienvenido sea; pero, si no viene, ni siquiera le digo adiós con la mano, puesto que no lo anhelaba. “Nada pedir, nada rehusar”, aconsejaba San Francisco de Sales (1567-1622), y yo me apropio esta máxima para convertirla en el lema de mi vida.

En un poema de juventud (encontrado en su Diario: anotación del 15 de diciembre de 1859), John Henry Newman (1801-1890), quien más tarde llegaría a ser Cardenal de la Santa Iglesia Católica y luego beato, oraba así al Señor su Dios:

Señor, negadme la riqueza,

alejad de mí, muy lejos de mí,

la seducción del poder y de la fama.