/ domingo 8 de noviembre de 2020

Una tarde en el campo

He perdido a mis compañeros de excursión. ¿Dónde están? Seguramente, ellos han llegado ya a la meta, en tanto que yo permanezco aquí, a medio camino, debido a esa mala costumbre –pero, ¿de veras es mala?- que vengo padeciendo desde hace cuarenta y nueve años años y que consiste en caminar lento y contemplar las cosas.

-¡Corre! –me urgen los demás-. ¡Vaya condición física la tuya!

-Pero es que –digo, tratando de defenderme- yo no he venido a correr; yo sólo he venido a caminar.

-¡Pues hazlo más aprisa!

Me gusta que llueva, eso es todo, y ahora ha comenzado a llover. No me importa mojarme, con tal de no perderme el espectáculo de las gotas que caen. Las nubes rozan las cimas de los cerros y tengo la impresión de que con sólo estirar los brazos las tocaría. ¿De quién fue la feliz idea de venir al campo precisamente hoy? No lo sé, y tampoco me interesa recordarlo. ¡En todo caso, fue una gran idea! Y si nevara estaría, si cabe, aún más feliz de lo que estoy.

No escucho el murmullo de voces de mis compañeros. Deben de estar muy lejos de mí. Cuando lleguen a la meta, si es que no han llegado todavía, dirán que me he perdido. En realidad, me he encontrado. ¿Cuánto hacía que no veía llover? En la ciudad, la lluvia, si puedo hablar así, es una pequeña catástrofe, pero en el campo es una bendición. En la ciudad, lluvia significa caos vial, pitidos de cláxones y miedo a haber dejado en casa una ventana abierta. Aquí, en cambio, es todo un espectáculo.

Levanto mis brazos hacia el cielo y disfruto que el agua se me pegue a la camisa. ¡Ah, si mi madre me viera! Si estuviera conmigo, cerca de mí, me diría: “Vas a resfriarte. Si sigues mojándote así, mañana amanecerás con fiebre”. ¡Pero no importa! La experiencia vale la pena, es decir, el resfrío.

He oído decir que cuando hay relámpagos y truenos uno no debe guarecerse debajo de los árboles. No me guarezco, pues, debado de nada y recibo la lluvia con la misma gratitud con que debe agradecerla el desierto…

A unos metros de mí hay una hermosa flor que parece dar la bienvenida al agua ejecutando ligeras y muy corteses reverancias. Es una flor feliz: lo noto en la viveza de sus colores. ¡Ni Salomón, en la época de su mayor gloria, se vistió nunca con la elegancia de esta inadvertida florecilla del campo! Me acerco a ella, me arrodillo para verla mejor y constato que, de cerca, es aún más hermosa.

Dice un poema de Yannis Ritsos (1909-1990), el poeta griego: “Subimos en las alas de las golondrinas para ir a cortar flores en el cielo./ El viento de verano no tiene secretos para nosotros, que caminamos descalzos sobre la paja y hablamos con las cigarras el lenguaje del sol”.

Esta florecilla ignorada conoce el lenguaje del sol. Pero como ahora llueve, permanece callada, como poseída de una timidez que la hace doblarse sobre sí misma. ¿Cuántos la habrán visto antes que yo en sus paseos por la montaña? Creo que nadie la ha visto, salvo yo. Pero, aun cuando yo no hubiese pasado por aquí, seguiría siendo hermosa. No se ha vestido con sus colores más rojos para parecer más bella de lo que es; nadie ha emprendido peregrinaciones con el único fin de contemplarla. Y, sin embargo, se muestra tan orgullosa como aquella flor de la que se prendó perdidamente el Principito.

Yo, cuando sé que voy a una reunión importante, me pongo mi mejor traje; en casa, por el contrario, suelo andar en pijama: un pijama tan flojo y deshilachado que causa látima verlo. Y eso, hoy lo he comprendido, se llama hipocresía. Me arreglo para que me vean, como esos falsos ayunadores de los que habla el Señor en el evangelio.

Pero esta flor no se ha vestido para nadie. ¡Ni siquiera sabía que hoy se vería reflejada en unos ojos humanos! ¡Oh, hermosura ignorada! ¡Belleza inadvertida! Estoy empapado. Empiezo ya a carraspear un poco y a toser. ¡Qué más da! Arrodillado ante la flor –no en signo de adoración, sino de cercanía y onservación- me pongo a conversar con ella y le pido que me enseñe el arte de vivir:

-Flor, hermana mía –le digo, esperando que me oiga y luchando para que mi voz no se pierda con el rumor de la tormenta-, enséñame a ser como tú. A ti no te importa que te vean o no: en tu soledad te has vestido con tus ropas más bellas. Nadie nunca te ha admirado y, no obstante eso, te mantienes erguida sobre tu tallo. Ningún mortal ha venido de lejos para contemplarte y, sin embargo, luces elegante y más bella aún que una mujer que se dispone a asisitir a un banquete de bodas. ¡Te tiene sin cuidado que te admiren o no! Tú te conformas con los rayos del sol y con el rumor de alas de los pájaros. Creo que nadie, hasta el día de hoy, se había dignado lanzarte una mirada. Te vistes sólo para Dios, ¿a qué sí? Te maquillas sólo para Él. Enséñame, pues, el arte de la soledad digna, de la majestad silenciosa, y, si puedes, también el de la dignidad inadvertida.

Y cuando le he dicho todas estas palabras a la flor, alguien me toma del brazo y me grita:

-¡Vaya, vaya, vaya! Con que aquí estás. ¡Ya me lo imaginaba yo! Tú y tus loqueras. Los demás creían que te habías perdido.

¿Tú y tus loqueras? ¿Tú y tus locuras? ¿Cómo fue que me dijo mi compañero? En fin, algo como eso. Y yo respondí: “¿Perdido? Nada de eso. Hoy he aprendido algo nuevo. Una cosa de suma importancia que me ha enseñado esta flor”. Y luego emprendí la marcha, sin siquiera decirle adiós a la flor, que pareció erguirse en gesto de dignidad solemne.

He perdido a mis compañeros de excursión. ¿Dónde están? Seguramente, ellos han llegado ya a la meta, en tanto que yo permanezco aquí, a medio camino, debido a esa mala costumbre –pero, ¿de veras es mala?- que vengo padeciendo desde hace cuarenta y nueve años años y que consiste en caminar lento y contemplar las cosas.

-¡Corre! –me urgen los demás-. ¡Vaya condición física la tuya!

-Pero es que –digo, tratando de defenderme- yo no he venido a correr; yo sólo he venido a caminar.

-¡Pues hazlo más aprisa!

Me gusta que llueva, eso es todo, y ahora ha comenzado a llover. No me importa mojarme, con tal de no perderme el espectáculo de las gotas que caen. Las nubes rozan las cimas de los cerros y tengo la impresión de que con sólo estirar los brazos las tocaría. ¿De quién fue la feliz idea de venir al campo precisamente hoy? No lo sé, y tampoco me interesa recordarlo. ¡En todo caso, fue una gran idea! Y si nevara estaría, si cabe, aún más feliz de lo que estoy.

No escucho el murmullo de voces de mis compañeros. Deben de estar muy lejos de mí. Cuando lleguen a la meta, si es que no han llegado todavía, dirán que me he perdido. En realidad, me he encontrado. ¿Cuánto hacía que no veía llover? En la ciudad, la lluvia, si puedo hablar así, es una pequeña catástrofe, pero en el campo es una bendición. En la ciudad, lluvia significa caos vial, pitidos de cláxones y miedo a haber dejado en casa una ventana abierta. Aquí, en cambio, es todo un espectáculo.

Levanto mis brazos hacia el cielo y disfruto que el agua se me pegue a la camisa. ¡Ah, si mi madre me viera! Si estuviera conmigo, cerca de mí, me diría: “Vas a resfriarte. Si sigues mojándote así, mañana amanecerás con fiebre”. ¡Pero no importa! La experiencia vale la pena, es decir, el resfrío.

He oído decir que cuando hay relámpagos y truenos uno no debe guarecerse debajo de los árboles. No me guarezco, pues, debado de nada y recibo la lluvia con la misma gratitud con que debe agradecerla el desierto…

A unos metros de mí hay una hermosa flor que parece dar la bienvenida al agua ejecutando ligeras y muy corteses reverancias. Es una flor feliz: lo noto en la viveza de sus colores. ¡Ni Salomón, en la época de su mayor gloria, se vistió nunca con la elegancia de esta inadvertida florecilla del campo! Me acerco a ella, me arrodillo para verla mejor y constato que, de cerca, es aún más hermosa.

Dice un poema de Yannis Ritsos (1909-1990), el poeta griego: “Subimos en las alas de las golondrinas para ir a cortar flores en el cielo./ El viento de verano no tiene secretos para nosotros, que caminamos descalzos sobre la paja y hablamos con las cigarras el lenguaje del sol”.

Esta florecilla ignorada conoce el lenguaje del sol. Pero como ahora llueve, permanece callada, como poseída de una timidez que la hace doblarse sobre sí misma. ¿Cuántos la habrán visto antes que yo en sus paseos por la montaña? Creo que nadie la ha visto, salvo yo. Pero, aun cuando yo no hubiese pasado por aquí, seguiría siendo hermosa. No se ha vestido con sus colores más rojos para parecer más bella de lo que es; nadie ha emprendido peregrinaciones con el único fin de contemplarla. Y, sin embargo, se muestra tan orgullosa como aquella flor de la que se prendó perdidamente el Principito.

Yo, cuando sé que voy a una reunión importante, me pongo mi mejor traje; en casa, por el contrario, suelo andar en pijama: un pijama tan flojo y deshilachado que causa látima verlo. Y eso, hoy lo he comprendido, se llama hipocresía. Me arreglo para que me vean, como esos falsos ayunadores de los que habla el Señor en el evangelio.

Pero esta flor no se ha vestido para nadie. ¡Ni siquiera sabía que hoy se vería reflejada en unos ojos humanos! ¡Oh, hermosura ignorada! ¡Belleza inadvertida! Estoy empapado. Empiezo ya a carraspear un poco y a toser. ¡Qué más da! Arrodillado ante la flor –no en signo de adoración, sino de cercanía y onservación- me pongo a conversar con ella y le pido que me enseñe el arte de vivir:

-Flor, hermana mía –le digo, esperando que me oiga y luchando para que mi voz no se pierda con el rumor de la tormenta-, enséñame a ser como tú. A ti no te importa que te vean o no: en tu soledad te has vestido con tus ropas más bellas. Nadie nunca te ha admirado y, no obstante eso, te mantienes erguida sobre tu tallo. Ningún mortal ha venido de lejos para contemplarte y, sin embargo, luces elegante y más bella aún que una mujer que se dispone a asisitir a un banquete de bodas. ¡Te tiene sin cuidado que te admiren o no! Tú te conformas con los rayos del sol y con el rumor de alas de los pájaros. Creo que nadie, hasta el día de hoy, se había dignado lanzarte una mirada. Te vistes sólo para Dios, ¿a qué sí? Te maquillas sólo para Él. Enséñame, pues, el arte de la soledad digna, de la majestad silenciosa, y, si puedes, también el de la dignidad inadvertida.

Y cuando le he dicho todas estas palabras a la flor, alguien me toma del brazo y me grita:

-¡Vaya, vaya, vaya! Con que aquí estás. ¡Ya me lo imaginaba yo! Tú y tus loqueras. Los demás creían que te habías perdido.

¿Tú y tus loqueras? ¿Tú y tus locuras? ¿Cómo fue que me dijo mi compañero? En fin, algo como eso. Y yo respondí: “¿Perdido? Nada de eso. Hoy he aprendido algo nuevo. Una cosa de suma importancia que me ha enseñado esta flor”. Y luego emprendí la marcha, sin siquiera decirle adiós a la flor, que pareció erguirse en gesto de dignidad solemne.