/ miércoles 5 de septiembre de 2018

Una platiquita panteonera

Aquel ambiente mucho recuerda a una tarde de eclipse, alejada de la luminosidad que da la vida pero sin caer en la obscuridad sórdida de una noche sin luna, con solo luz de penumbra que no hace sombra y el vientecillo soplando entre las tumbas, haciendo de mensajero helado con lamentos y oraciones a cuestas, silbando notas tristes de pláticas entre búhos, en tanto que los arboles mantienen sus ramas viendo hacia abajo, rindiendo culto a la muerte, misma quien alimenta sus raíces en esa tierra de cementerio tan triste, dueña de un eclipse permanente, ahuyentador de pájaros y prohijador de telarañas.

Ahí, entrando al cementerio de ese pueblo que no es chico ni grande, a mano izquierda, como si se quisiera ir a las tumbas más viejas y olvidadas, se ubica la casa-cripta de uno que se dice hijo sin padre ―cuidador oficial del panteón―. Llegó sin que nadie le mandara hablar, y se quedó porque, así como las gallinas pertenecen al corral y los peces a la mar, quien se dice hijo sin padre es muertero de corazón y ni quien dijera nada.

Su rostro afilado y las manos huesudas tan solo muestran un pequeño indicio de las preferencias de este hombre, pero el negro sombrero de ala corta, los botines que nunca se gastan, así como el saco de hombreras anchas, decían cabalmente que ese panteonero no era ningún aprendiz, y a lo mejor hasta había nacido en una tumba y de la mismísima “cuarraca” respirando el aliento de los muertos, porque este panteonero caminaba sin tocar el piso y jamás se le vio quitarse el sombrero en los entierros, como si el recién llegado con anterioridad ya hubiera hablado con él difunto y no fuera menester la cortesía para con quien le había pedido un cacho de tierra para descansar.

El panteonero se ganó el temor más que el respeto de los vivos en el pueblo. Cierto que ahí se le conocía por Palomo Gamotes, pero algunos le nombraban “Palomino patas frías”, y otros le decían aún más burlonamente “torcazo lechuzo”. La verdad es que él nunca había dado su real nombre, y menos con apellidos, porque este hombre hablaba con los muertos y uno de ellos le señaló que era de muy mala suerte andar por el mundo dando la llave del cofre que todos llevamos dentro, y le explicó sobre el deber de no andar dando nombre a diestra y siniestra, y menos completo. A veces nada más y por razón de que lo preguntan.

―Vea nada más tamaña tontera ­­―le dijo―: eso da muy mala suerte porque es poner a disposición el presente y te pueden cambiar el futuro mediante un imbunche al nombre, reduciendo y transformando los días por venir.

Así fue como se le dijo... Por eso el mismo muertero se olvidó de su propio nombre. Total, al cabo y los muertos le dicen “El encargado”. Así que nada importa lo de “Palomino patas frías”. Ya los del pueblo morirán y Llegandito con él, aprenderán a nombrarlo como se debe.

En el último rincón del pueblo se ven unas tapias ruinosas, enfermas de años, descascaradas y húmedas, mostrando la soledad del olvido y en donde el tepozán aprovecha para crecer en el escombro y engordar sus ramas que se ofrecen como nido de cuervos. Ahí vive su vida la doña yerbera, entre paredes que parecieran caerse por la noche y se volvieran a levantar, aún más viejas, antes de que amanezca.

Ahí en esa soledad perforada por el tiempo, tras una puerta ennegrecida por mil humos, cerrada en cuanto obscurece y de hoja abierta con la luz del día; ahí, pues, se gasta las horas doña Remigia durmiendo por las mañanas y usando de las tardes para juntar plantas, secarlas y hacer sahumerios que ha pactado en su quehacer de la noche a la luz de una vela en la casa-cripta de Palomo Gamotes, cuando el mero día viernes, que es fecha de promesas, hace el compromiso con los difuntos cuando se le amontonan para pedirle que por ellos haga oraciones y más oraciones y que, como ella sabe, estas oraciones se eleven entre el humo de plantas quemadas en carbón de encino.

El Palomo Gamotes y la doña Remigia han ido tejiendo una amistad obscura a través de tantas noches panteoneras, caminando del brazo entre las tumbas, haciendo el recorrido por caminos umbrosos hasta encontrar la reunión en donde los difuntos más antiguos decidieron echar la platicada y, sentados con la formalidad dictada por ser muertos viejos, hablan y hablan en esa lengua de murmullos que no bien comprenden los nuevos, soltando cuentos y dichos incomprensibles por antiguos, o intercambiando girones de ropa que tienen el valor sin precio de hacer pasar el tiempo en ese sitio en donde los murmullos son palabra, y la espera significa... nada.


Aquel ambiente mucho recuerda a una tarde de eclipse, alejada de la luminosidad que da la vida pero sin caer en la obscuridad sórdida de una noche sin luna, con solo luz de penumbra que no hace sombra y el vientecillo soplando entre las tumbas, haciendo de mensajero helado con lamentos y oraciones a cuestas, silbando notas tristes de pláticas entre búhos, en tanto que los arboles mantienen sus ramas viendo hacia abajo, rindiendo culto a la muerte, misma quien alimenta sus raíces en esa tierra de cementerio tan triste, dueña de un eclipse permanente, ahuyentador de pájaros y prohijador de telarañas.

Ahí, entrando al cementerio de ese pueblo que no es chico ni grande, a mano izquierda, como si se quisiera ir a las tumbas más viejas y olvidadas, se ubica la casa-cripta de uno que se dice hijo sin padre ―cuidador oficial del panteón―. Llegó sin que nadie le mandara hablar, y se quedó porque, así como las gallinas pertenecen al corral y los peces a la mar, quien se dice hijo sin padre es muertero de corazón y ni quien dijera nada.

Su rostro afilado y las manos huesudas tan solo muestran un pequeño indicio de las preferencias de este hombre, pero el negro sombrero de ala corta, los botines que nunca se gastan, así como el saco de hombreras anchas, decían cabalmente que ese panteonero no era ningún aprendiz, y a lo mejor hasta había nacido en una tumba y de la mismísima “cuarraca” respirando el aliento de los muertos, porque este panteonero caminaba sin tocar el piso y jamás se le vio quitarse el sombrero en los entierros, como si el recién llegado con anterioridad ya hubiera hablado con él difunto y no fuera menester la cortesía para con quien le había pedido un cacho de tierra para descansar.

El panteonero se ganó el temor más que el respeto de los vivos en el pueblo. Cierto que ahí se le conocía por Palomo Gamotes, pero algunos le nombraban “Palomino patas frías”, y otros le decían aún más burlonamente “torcazo lechuzo”. La verdad es que él nunca había dado su real nombre, y menos con apellidos, porque este hombre hablaba con los muertos y uno de ellos le señaló que era de muy mala suerte andar por el mundo dando la llave del cofre que todos llevamos dentro, y le explicó sobre el deber de no andar dando nombre a diestra y siniestra, y menos completo. A veces nada más y por razón de que lo preguntan.

―Vea nada más tamaña tontera ­­―le dijo―: eso da muy mala suerte porque es poner a disposición el presente y te pueden cambiar el futuro mediante un imbunche al nombre, reduciendo y transformando los días por venir.

Así fue como se le dijo... Por eso el mismo muertero se olvidó de su propio nombre. Total, al cabo y los muertos le dicen “El encargado”. Así que nada importa lo de “Palomino patas frías”. Ya los del pueblo morirán y Llegandito con él, aprenderán a nombrarlo como se debe.

En el último rincón del pueblo se ven unas tapias ruinosas, enfermas de años, descascaradas y húmedas, mostrando la soledad del olvido y en donde el tepozán aprovecha para crecer en el escombro y engordar sus ramas que se ofrecen como nido de cuervos. Ahí vive su vida la doña yerbera, entre paredes que parecieran caerse por la noche y se volvieran a levantar, aún más viejas, antes de que amanezca.

Ahí en esa soledad perforada por el tiempo, tras una puerta ennegrecida por mil humos, cerrada en cuanto obscurece y de hoja abierta con la luz del día; ahí, pues, se gasta las horas doña Remigia durmiendo por las mañanas y usando de las tardes para juntar plantas, secarlas y hacer sahumerios que ha pactado en su quehacer de la noche a la luz de una vela en la casa-cripta de Palomo Gamotes, cuando el mero día viernes, que es fecha de promesas, hace el compromiso con los difuntos cuando se le amontonan para pedirle que por ellos haga oraciones y más oraciones y que, como ella sabe, estas oraciones se eleven entre el humo de plantas quemadas en carbón de encino.

El Palomo Gamotes y la doña Remigia han ido tejiendo una amistad obscura a través de tantas noches panteoneras, caminando del brazo entre las tumbas, haciendo el recorrido por caminos umbrosos hasta encontrar la reunión en donde los difuntos más antiguos decidieron echar la platicada y, sentados con la formalidad dictada por ser muertos viejos, hablan y hablan en esa lengua de murmullos que no bien comprenden los nuevos, soltando cuentos y dichos incomprensibles por antiguos, o intercambiando girones de ropa que tienen el valor sin precio de hacer pasar el tiempo en ese sitio en donde los murmullos son palabra, y la espera significa... nada.


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