/ domingo 26 de agosto de 2018

Una Conversación Embarazosa

Una vez, hace algunos meses, pude escuchar lo que el hijo de unos amigos míos –un joven de dieciocho años de edad, poco más, poco menos- decía por teléfono a su novia. ¡Oh, no es que yo hubiera descolgado el auricular para ponerme a espiarlo o algo así! Es que, habiéndosele descompuesto el aparato de su cuarto, el muchacho vino a hablar justo enfrente de donde sus papás y yo nos tomábamos un café.

-Nena, te amo –decía el muchacho, mientras nosotros, los mayores, subíamos la voz para fingir que no escuchábamos-. Te veías muy linda hoy por la mañana. Bueno, tú siempre te ves linda, nena, te pongas lo que te pongas. ¿A qué hora regresaste a tu casa? Te amo. ¿Quién te acompañó en el camino de regreso? Te amo. ¿No te dijo nada tu papá? ¿No te regañó tu mamá? Y, sobre todo, ¿sabes que te amo?

La mamá dejó caer una cuchara –o se le escapó de las manos- y la dejó durante varios minutos en el suelo. El papá se quedó mirando las cortinas de la sala con los ojos en blanco. Yo, mientras tanto, no hallaba la manera de despedirme para dejar de escuchar, de una vez por todas, aquella conversación embarazosa.

-Sí, nena. Con falda, con pantalón, con shorts, tú siempre te ves hermosa. ¡Claro que me gustaste hoy! Tú siempre me gustas. ¡Eres como una diosa! Y te amo, te amo, te amo…

El papá se me quedó viendo con ojos de cadáver. Estaba lívido, apenado, sudoroso. La madre, no sabiendo qué otra cosa hacer, nos invitó a ir a la terraza a fumarnos un cigarro.

-Pero ya no fumo –dije.

-No importa –dijo ella-. Ante todo, es preciso marcharnos de aquí.

Nos levantamos los tres como impulsados por un potentísimo resorte, pero el muchacho ni siquiera se dio cuenta de nada; él seguía diciendo:

-Te amo, nena; te amo, nena; te amo, nena; nena, te amo. ¿Verdad que sabes que te amo, nena? ¿Verdad que lo sabes?

Ya en la terraza, me preguntó el papá:

-¿Qué te pareció esa conversación?

-De una monotonía infernal –dije.

Y él, otra vez:

-¿Es bueno decirle de ese modo a una persona que se la quiere? ¿Hay que declarárselo a cada segundo? Yo nunca fui así con mi esposa, y, sin embargo…

-No –respondí-. No es bueno decirle de ese modo a una persona que se la quiere. Claro que es bueno decírselo, pero no tantas veces en un día; en todo caso, no a cada minuto.

-Te lo juro –me dijo el papá- que me da una pena infinita escuchar ese tipo de conversaciones. Cuando oigo a mi hijo hablar con su novia, lo soporto durante tres minutos; al minuto número cuatro salgo de la sala pitando. ¡Es demasiado empalagoso, y así no se hacen las cosas! ¿Por qué no le das un consejo? Yo ya se lo he dicho muchas veces: “Hijo, la vas a cansar con tanto te amo”. Díselo esporádicamente, espaciadamente. De lo contrario te va a mandar por un tubo, ya lo verás. ¿O me equivoco al hablarle así?

-No te equivocas al hablarle así –le dije-. ¡De ninguna manera te equivocas!

-Entonces, ¿le dices algo? A mí no me hace caso; tal vez a ti sí quiera escucharte.

-Bueno –dije-, hagamos algo: en vez de decirle nada escribo un artículo para él y tú se lo lees a la primera oportunidad. ¿Estás de acuerdo?

Y éste es al artículo. No lo había escrito antes porque aún no encontraba un autor en el cual apoyarme, pero ahora que lo he encontrado lo hago con mucho gusto. Marcelo, estos consejos son para ti; para ti, que no te cansas de decirle a tu novia que la amas. Eres tierno, eres dulce, pero si no te cansas tú, es muy probable que la que se canse, en último término, sea ella. Y para que no creas que te miento, mira lo que escribió hace muchos años un gran personaje de las letras francesas llamado André Maurois (1885-1967) en una de sus hermosísimas Cartas a la desconocida: “Ningún ser humano puede vivir todo el día, y menos semanas o años enteros, en un plan de ternura apasionada. Uno se cansa de todo, hasta de ser amado… Una pareja humana debe permitir que los vientos exteriores la oreen: la vida de sociedad, el trabajo en común, las amistades, los espectáculos. Una palabra cariñosa, un elogio, llegan mucho más adentro si surgen, como al azar e involuntariamente, con ocasión de una coincidencia de ideas o de un placer compartido; en cambio, si se convierte en un rito, llega a aburrir… Son demasiados los seres humanos que se acostumbran fácilmente a ser amados y no conceden el menor valor a un sentimiento del que están demasiado seguros”.

Ama, pues, a tu novia, Marcelo, pero no siempre se lo digas. Enséñale el arte de la nostalgia. La amas, ya lo sé; pero es bueno que ella lo adivine, o lo suponga, o simplemente lo intuya. Deja que sea ella misma quien interprete los signos. A veces es bueno, incluso, que la asalte la duda, no sea que, sintiéndose demasiado segura –como dice Maurois-, juegue con tu amor como un gato juega con el ratón, o llegue a creer que ya no tiene ella que conquistarte, pues ya te tiene.

¿Entiendes lo que quiero decirte? Es buena la ternura, pero también ésta ha de tener medida. Una ternura demasiado exacerbada produce al final el mismo asco que provoca el haberse comido por glotonería un tarro entero de miel. La miel es dulce, como sabes, pero hasta el paladar más ávido acaba cansándose de ella. Bien, es todo lo que quería decirte. Y, ahora, adiós.



Una vez, hace algunos meses, pude escuchar lo que el hijo de unos amigos míos –un joven de dieciocho años de edad, poco más, poco menos- decía por teléfono a su novia. ¡Oh, no es que yo hubiera descolgado el auricular para ponerme a espiarlo o algo así! Es que, habiéndosele descompuesto el aparato de su cuarto, el muchacho vino a hablar justo enfrente de donde sus papás y yo nos tomábamos un café.

-Nena, te amo –decía el muchacho, mientras nosotros, los mayores, subíamos la voz para fingir que no escuchábamos-. Te veías muy linda hoy por la mañana. Bueno, tú siempre te ves linda, nena, te pongas lo que te pongas. ¿A qué hora regresaste a tu casa? Te amo. ¿Quién te acompañó en el camino de regreso? Te amo. ¿No te dijo nada tu papá? ¿No te regañó tu mamá? Y, sobre todo, ¿sabes que te amo?

La mamá dejó caer una cuchara –o se le escapó de las manos- y la dejó durante varios minutos en el suelo. El papá se quedó mirando las cortinas de la sala con los ojos en blanco. Yo, mientras tanto, no hallaba la manera de despedirme para dejar de escuchar, de una vez por todas, aquella conversación embarazosa.

-Sí, nena. Con falda, con pantalón, con shorts, tú siempre te ves hermosa. ¡Claro que me gustaste hoy! Tú siempre me gustas. ¡Eres como una diosa! Y te amo, te amo, te amo…

El papá se me quedó viendo con ojos de cadáver. Estaba lívido, apenado, sudoroso. La madre, no sabiendo qué otra cosa hacer, nos invitó a ir a la terraza a fumarnos un cigarro.

-Pero ya no fumo –dije.

-No importa –dijo ella-. Ante todo, es preciso marcharnos de aquí.

Nos levantamos los tres como impulsados por un potentísimo resorte, pero el muchacho ni siquiera se dio cuenta de nada; él seguía diciendo:

-Te amo, nena; te amo, nena; te amo, nena; nena, te amo. ¿Verdad que sabes que te amo, nena? ¿Verdad que lo sabes?

Ya en la terraza, me preguntó el papá:

-¿Qué te pareció esa conversación?

-De una monotonía infernal –dije.

Y él, otra vez:

-¿Es bueno decirle de ese modo a una persona que se la quiere? ¿Hay que declarárselo a cada segundo? Yo nunca fui así con mi esposa, y, sin embargo…

-No –respondí-. No es bueno decirle de ese modo a una persona que se la quiere. Claro que es bueno decírselo, pero no tantas veces en un día; en todo caso, no a cada minuto.

-Te lo juro –me dijo el papá- que me da una pena infinita escuchar ese tipo de conversaciones. Cuando oigo a mi hijo hablar con su novia, lo soporto durante tres minutos; al minuto número cuatro salgo de la sala pitando. ¡Es demasiado empalagoso, y así no se hacen las cosas! ¿Por qué no le das un consejo? Yo ya se lo he dicho muchas veces: “Hijo, la vas a cansar con tanto te amo”. Díselo esporádicamente, espaciadamente. De lo contrario te va a mandar por un tubo, ya lo verás. ¿O me equivoco al hablarle así?

-No te equivocas al hablarle así –le dije-. ¡De ninguna manera te equivocas!

-Entonces, ¿le dices algo? A mí no me hace caso; tal vez a ti sí quiera escucharte.

-Bueno –dije-, hagamos algo: en vez de decirle nada escribo un artículo para él y tú se lo lees a la primera oportunidad. ¿Estás de acuerdo?

Y éste es al artículo. No lo había escrito antes porque aún no encontraba un autor en el cual apoyarme, pero ahora que lo he encontrado lo hago con mucho gusto. Marcelo, estos consejos son para ti; para ti, que no te cansas de decirle a tu novia que la amas. Eres tierno, eres dulce, pero si no te cansas tú, es muy probable que la que se canse, en último término, sea ella. Y para que no creas que te miento, mira lo que escribió hace muchos años un gran personaje de las letras francesas llamado André Maurois (1885-1967) en una de sus hermosísimas Cartas a la desconocida: “Ningún ser humano puede vivir todo el día, y menos semanas o años enteros, en un plan de ternura apasionada. Uno se cansa de todo, hasta de ser amado… Una pareja humana debe permitir que los vientos exteriores la oreen: la vida de sociedad, el trabajo en común, las amistades, los espectáculos. Una palabra cariñosa, un elogio, llegan mucho más adentro si surgen, como al azar e involuntariamente, con ocasión de una coincidencia de ideas o de un placer compartido; en cambio, si se convierte en un rito, llega a aburrir… Son demasiados los seres humanos que se acostumbran fácilmente a ser amados y no conceden el menor valor a un sentimiento del que están demasiado seguros”.

Ama, pues, a tu novia, Marcelo, pero no siempre se lo digas. Enséñale el arte de la nostalgia. La amas, ya lo sé; pero es bueno que ella lo adivine, o lo suponga, o simplemente lo intuya. Deja que sea ella misma quien interprete los signos. A veces es bueno, incluso, que la asalte la duda, no sea que, sintiéndose demasiado segura –como dice Maurois-, juegue con tu amor como un gato juega con el ratón, o llegue a creer que ya no tiene ella que conquistarte, pues ya te tiene.

¿Entiendes lo que quiero decirte? Es buena la ternura, pero también ésta ha de tener medida. Una ternura demasiado exacerbada produce al final el mismo asco que provoca el haberse comido por glotonería un tarro entero de miel. La miel es dulce, como sabes, pero hasta el paladar más ávido acaba cansándose de ella. Bien, es todo lo que quería decirte. Y, ahora, adiós.