/ domingo 4 de octubre de 2020

Un mundo despiadado


-¡Dios mío! –gemía la mujer-. ¿Pero cómo puede usted encontrar natural todo esto que está sucediendo, padre? ¿O es que me está tomando el pelo? ¿Se burla de mí, verdad? ¡Ay, qué hermosa era la vida cuando podías salir a la calle sin miedo a que te alcanzara una bala perdida! Es más, ni siquiera pensábamos en balas perdidas. Sí, entonces era bella la vida. ¡Me gustaría volver al pasado! ¿No le parece que la gente de antaño era muy distinta a la de hoy? Cuando yo era niña, jamás oí hablar de eso que, según los noticieros, ocurre todos los días en nuestro paías: descabezados, tiroteos, secuestros, emboscadas… ¡Me gustaría darle una vuelta a la manivela del tiempo!... Pero, ¿no dice usted nada? ¿Por qué calla? ¿Verdad que la vida, hace treinta años, era mucho más bonita?

Todo esto me decía la mujer. Pero como yo no compartía ese romanticismo social ni he creído nunca que cualquier tiempo pasado fue mejor, me limité a citar de memoria una frase de San Agustín (354-430):

-“Como son los hombres, así son los tiempos”.

-De acuerdo –prosiguió la dama-. Y, sin embargo, concederá usted que el mundo se ha vuelto despiadado. Puede que San Agustín tenga razón. Yo no lo discuto. Pero, si es usted honesto consigo mismo, deberá reconocer que hay mucha diferencia entre el ayer y el ahora. ¿Cuándo hubo drogas en nuestros colegios? ¡En mi vida he visto la marihuana, y estoy segura de que, si la viese en el mercado, la confundiría con el perejil! Hoy, en cambio, nuestros jóvenes están expuestos a todo tipo de peligros. ¡Ay, en qué mundo inhumano les tocó vivir! Inhumano e implacable. Y luego están las mafias, que se disparan entre ellas a la menor provocación, importándoles muy poco que sus balas alcancen a los inocentes. ¿Por qué no se van al cerro a darse entre ellos? Que se batan a duelo, como en los tiempos del lejano Oeste. ¡Ah, pero no! Esos señores no se van al cerro, sino que se tirotean en las calles y en las plazas. ¡Qué terribles son las mafias! No se perdonan nada entre ellas…

La mujer suspiró hondo y se puso a esperar mi respuesta. Sí, sí, estaba con ella de acuerdo en todo, pero era necesario escarbar más hondo, y ahora me disponía a entregarle una pala para que lo hiciera. Le dije para provocarla:

-Un mundo implacable, sí. Tiene usted razón: las mafias no se perdonan nada entre ellas. Pero, dígame: cuando va usted a pagar su recibo telefónico, ¿le perdonan a usted los cincuenta céntimos que le faltan para saldar la deuda? En el recibo está claramente escrito que lo que usted debe a la compañía son 718 pesos con cincuenta centavos, y eso es lo que deberá usted pagarle. ¡Ni un centavo menos! ¿Y eso no es ser igualmente implacable? Tanto usted como yo sabemos que los amos de esas compañías figuran entre los hombres más ricos; uno de ellos, para no ir tan lejos, fue durante un tiempo el hombre más rico del mundo. Pero, amiga mía, no por ser el hombre más rico del mundo le perdonará a usted un peso. Insisto: ¿y no es eso ser despiadado?

La mujer abrió los ojos de tal manera que más parecían platos. Me dio la impresión de que aún no había tenido tiempo para considerar estas cosas.

-O, si lo prefiere –proseguí-, vaya usted a cualquier hipermercado de nuestra ciudad –el que prefiera: con los nombres no hay problemas-, llene su carrito y dígame si, a la hora de pagar, le perdonan dos pesos. Mucho me temo, querida amiga, que si le faltaran dos pesos tendría que hacer en su carro una fatigosa labor de desalojo. ¿O cree usted que le perdonarán esos pesos? ¡No sea ingenua, por el amor de Dios! Ahora bien, amiga mía, esas bandas de las que usted hablaba hace un momento no son más que las células cancerígenas de un cuerpo social que ya está enfermo, y bien enfermo: agonizante, diríamos. Usted utiliza la expresión un mundo despiadado. Yo prefiero hablar de un mundo sin corazón. Y porque el dinero lo es todo, la vida no vale nada.

Hice una pausa; luego continué:

-Cuando Cristo dijo que no podíamos servir a Dios y al dinero (Cf. Lucas 16, 13), bien sabía él lo que decía. Porque el rival más poderoso de Dios no es el diablo, como generalmente se cree, sino el dinero. ¡Ah, es tan seductor, tan atractivo! “Todo esto te daré si, postrándote ante mí, me adoras” (Mateo 4, 9), dijo un día Satanás a Jesús en el desierto. Para el hombre no existe, en el fondo, más que una opción: o sirve a Dios, o sirve al dinero. ¿Y qué ha hecho? Como ha abandonado a Dios, ya podrá usted imaginarse lo que ha acabado sucediendo…

-Entonces, según usted…

-Entonces, según yo, mientras el dinero siga siendo el dios ante el que todos se arrodillan, no podemos esperar que haya paz y seguridad en nuestras calles y, menos aún, en nuestro pobre mundo. Se lo diré con otras palabras: o el mundo vuelve a Dios o el mundo perecerá, víctima de propia ambición.

-Ya me temía yo un sermón –dijo la mujer-. Por lo que veo, no me he equivocado.

-¡Un sermón, sí! ¿Pero, sabe usted lo que escribió hacia el final de su vida un filósofo nada gazmoño llamado Leszek Kolakowski (1927-2009)? Dijo: “Nos hemos atiborrado de ciencia, nos hemos hartado de sociología para venir a dar, finalmente, con las mismas verdades que los rudos curas rurales nos venían diciendo desde hace siglos”. Y, si no cree que Leszek Kolakowski haya dicho algo como esto, lea usted, por favor, su libro La modernidad siempre a prueba. Pero termino ya, señora, pues debo ir a Misa; pero le dejo esta cita para que la medite; la escribió un viejo político italiano italiano llamado Igino Giordani (1894-1980): “En la religión, los cielos y la tierra fueron hechos para el hombre: el Verbo se hizo carne y derramó su sangre que no tiene precio; en la irreligión fueron hechos para el hombre la cámara de gas, los campos de concentración, las fosas comunes, la bomba H”. ¡Hasta la vista, mi querida amiga!


-¡Dios mío! –gemía la mujer-. ¿Pero cómo puede usted encontrar natural todo esto que está sucediendo, padre? ¿O es que me está tomando el pelo? ¿Se burla de mí, verdad? ¡Ay, qué hermosa era la vida cuando podías salir a la calle sin miedo a que te alcanzara una bala perdida! Es más, ni siquiera pensábamos en balas perdidas. Sí, entonces era bella la vida. ¡Me gustaría volver al pasado! ¿No le parece que la gente de antaño era muy distinta a la de hoy? Cuando yo era niña, jamás oí hablar de eso que, según los noticieros, ocurre todos los días en nuestro paías: descabezados, tiroteos, secuestros, emboscadas… ¡Me gustaría darle una vuelta a la manivela del tiempo!... Pero, ¿no dice usted nada? ¿Por qué calla? ¿Verdad que la vida, hace treinta años, era mucho más bonita?

Todo esto me decía la mujer. Pero como yo no compartía ese romanticismo social ni he creído nunca que cualquier tiempo pasado fue mejor, me limité a citar de memoria una frase de San Agustín (354-430):

-“Como son los hombres, así son los tiempos”.

-De acuerdo –prosiguió la dama-. Y, sin embargo, concederá usted que el mundo se ha vuelto despiadado. Puede que San Agustín tenga razón. Yo no lo discuto. Pero, si es usted honesto consigo mismo, deberá reconocer que hay mucha diferencia entre el ayer y el ahora. ¿Cuándo hubo drogas en nuestros colegios? ¡En mi vida he visto la marihuana, y estoy segura de que, si la viese en el mercado, la confundiría con el perejil! Hoy, en cambio, nuestros jóvenes están expuestos a todo tipo de peligros. ¡Ay, en qué mundo inhumano les tocó vivir! Inhumano e implacable. Y luego están las mafias, que se disparan entre ellas a la menor provocación, importándoles muy poco que sus balas alcancen a los inocentes. ¿Por qué no se van al cerro a darse entre ellos? Que se batan a duelo, como en los tiempos del lejano Oeste. ¡Ah, pero no! Esos señores no se van al cerro, sino que se tirotean en las calles y en las plazas. ¡Qué terribles son las mafias! No se perdonan nada entre ellas…

La mujer suspiró hondo y se puso a esperar mi respuesta. Sí, sí, estaba con ella de acuerdo en todo, pero era necesario escarbar más hondo, y ahora me disponía a entregarle una pala para que lo hiciera. Le dije para provocarla:

-Un mundo implacable, sí. Tiene usted razón: las mafias no se perdonan nada entre ellas. Pero, dígame: cuando va usted a pagar su recibo telefónico, ¿le perdonan a usted los cincuenta céntimos que le faltan para saldar la deuda? En el recibo está claramente escrito que lo que usted debe a la compañía son 718 pesos con cincuenta centavos, y eso es lo que deberá usted pagarle. ¡Ni un centavo menos! ¿Y eso no es ser igualmente implacable? Tanto usted como yo sabemos que los amos de esas compañías figuran entre los hombres más ricos; uno de ellos, para no ir tan lejos, fue durante un tiempo el hombre más rico del mundo. Pero, amiga mía, no por ser el hombre más rico del mundo le perdonará a usted un peso. Insisto: ¿y no es eso ser despiadado?

La mujer abrió los ojos de tal manera que más parecían platos. Me dio la impresión de que aún no había tenido tiempo para considerar estas cosas.

-O, si lo prefiere –proseguí-, vaya usted a cualquier hipermercado de nuestra ciudad –el que prefiera: con los nombres no hay problemas-, llene su carrito y dígame si, a la hora de pagar, le perdonan dos pesos. Mucho me temo, querida amiga, que si le faltaran dos pesos tendría que hacer en su carro una fatigosa labor de desalojo. ¿O cree usted que le perdonarán esos pesos? ¡No sea ingenua, por el amor de Dios! Ahora bien, amiga mía, esas bandas de las que usted hablaba hace un momento no son más que las células cancerígenas de un cuerpo social que ya está enfermo, y bien enfermo: agonizante, diríamos. Usted utiliza la expresión un mundo despiadado. Yo prefiero hablar de un mundo sin corazón. Y porque el dinero lo es todo, la vida no vale nada.

Hice una pausa; luego continué:

-Cuando Cristo dijo que no podíamos servir a Dios y al dinero (Cf. Lucas 16, 13), bien sabía él lo que decía. Porque el rival más poderoso de Dios no es el diablo, como generalmente se cree, sino el dinero. ¡Ah, es tan seductor, tan atractivo! “Todo esto te daré si, postrándote ante mí, me adoras” (Mateo 4, 9), dijo un día Satanás a Jesús en el desierto. Para el hombre no existe, en el fondo, más que una opción: o sirve a Dios, o sirve al dinero. ¿Y qué ha hecho? Como ha abandonado a Dios, ya podrá usted imaginarse lo que ha acabado sucediendo…

-Entonces, según usted…

-Entonces, según yo, mientras el dinero siga siendo el dios ante el que todos se arrodillan, no podemos esperar que haya paz y seguridad en nuestras calles y, menos aún, en nuestro pobre mundo. Se lo diré con otras palabras: o el mundo vuelve a Dios o el mundo perecerá, víctima de propia ambición.

-Ya me temía yo un sermón –dijo la mujer-. Por lo que veo, no me he equivocado.

-¡Un sermón, sí! ¿Pero, sabe usted lo que escribió hacia el final de su vida un filósofo nada gazmoño llamado Leszek Kolakowski (1927-2009)? Dijo: “Nos hemos atiborrado de ciencia, nos hemos hartado de sociología para venir a dar, finalmente, con las mismas verdades que los rudos curas rurales nos venían diciendo desde hace siglos”. Y, si no cree que Leszek Kolakowski haya dicho algo como esto, lea usted, por favor, su libro La modernidad siempre a prueba. Pero termino ya, señora, pues debo ir a Misa; pero le dejo esta cita para que la medite; la escribió un viejo político italiano italiano llamado Igino Giordani (1894-1980): “En la religión, los cielos y la tierra fueron hechos para el hombre: el Verbo se hizo carne y derramó su sangre que no tiene precio; en la irreligión fueron hechos para el hombre la cámara de gas, los campos de concentración, las fosas comunes, la bomba H”. ¡Hasta la vista, mi querida amiga!