/ domingo 16 de febrero de 2020

Trece a la mesa

Juan Jesús Priego

Conozco a una mujer que, aunque ya no cree en Dios –o, por lo menos, eso dice-, sí cree, y mucho, en todo lo que se dice aquí y allá.

Me preguntaba hace poco, temblando como una gelatina demasiado acuosa:

-¿Es verdad que en el año 2021 se va a acabar el mundo? ¡Unos expertos dijeron el otro día que, según las profecías javanesas… ¡Ay, qué miedo me da!

Una vez le dijeron, por ejemplo, que si compraba un borreguito de peluche le iría muy bien en cuestiones de dinero; y, claro está, lo compró: un borrego enorme, feo y estropajoso.

-¿Y por qué un borrego y no un zopilote? –le pregunté, al verla tan angustiada.

-Porque los borregos tienen lana, ¿entiende? –me respondió.

No entendí.

-Lana –dijo, y trazó un círculo a medio cerrar con los dedos pulgar e índice de su mano derecha-. Lana, lana. ¡No creo que no comprenda usted!

Otro día oyó en un programa radiofónico que el último día del año, es decir, el 31 de diciembre, un poco antes de la medianoche, debía poner ante la puerta de su casa, por el lado de afuera, una o dos maletas, a ser posible de respetables dimensiones; mediante este procedimiento –explicaba el conductor de la emisión- se aseguraba uno de que el año nuevo sería un año de viajes, vacaciones y paseos. Y, por supuesto, mi amiga se lo creyó: a las 11,57 del 31 de diciembre pasado puso a la puerta de su casa no únicamente dos maletas, sino tres.

-¿Y ha viajado mucho este año? –le pregunté.

-Nada –dijo-. Ni siquiera a Armadillo de los Infante. Pero fue por culpa de las maletas. Si debía poner sólo dos, ¿por qué diantres puse tres?

En otro programa de la misma estación, un gurú o lo que fuera le dijo que si el último día del año se ponía ropa interior roja, el año nuevo estaría lleno de romance y pasión. Y aunque no sé –ni me interesa saberlo- si se la puso o no, consta por las lágrimas que derrama mientras habla conmigo que, de romance, en su vida no hay nada de nada. Mucho menos pasión.

Mi amiga, ya lo he dicho, no cree en Dios, pero cada mes, con una puntualidad que no vacilaría en llamar inglesa o tal vez suiza, va a hacerse una limpia con una señora que, según le ha dicho ésta, aprendió este difícil arte de una pariente suya muy lejana que lo había aprendido a su vez de un hombre que sirvió en el palacio del rey Nezahualcóyotl.

También consulta regularmente el horóscopo, al que obedece al pie de la letra. En cierta ocasión, para terminar de una vez, hasta dejó de ir a su trabajo porque en el recuadro de su signo zodiacal había leído algo como esto: “Hoy es un buen día para hacer lo que te apetece: quedarte en tu cama, por ejemplo, o arreglar mazos de flores al ritmo de una hermosa música. Hoy, disfruta. Tu número de la suerte, el 7”.

Su casa está llena de imágenes extrañas, de cadenas de ajos, de herraduras mohosas, piedras de colores y talismanes de insólitos poderes. Y como un día leyó en un libro (creo que se llama El secreto, o algo así) que era muy saludable y muy oportuno hablar con el Universo, ella hablaba con él y le platicaba sus penas. No hablaba con Dios, sino con una montaña lejanísima –que se veía a lo lejos, por la ventana de su cuarto- y le decía, saliendo al balcón:

“Hoy es un día muy triste, Universo, porque a pesar del borrego que compré, la lana no llega; porque a pesar de las maletas que puse delante de la puerta, no he salido más que a la tienda de la esquina, y eso sólo a pagar recibos; porque, en una palabra, a nadie le intereso, pese al dinero que tuve que desembolsar para comprarme ciertas prendas íntimas rojas y amarillas. ¿Por lo menos tú piensas en mí, querido Universo?”.

Según sus teorías esotéricas, si las cosas le habían salido mal a Jesús al finalizar la última cena fue… ¡porque aquella noche hubo trece a la mesa!

¡Pobre mujer! Pero, por lo demás, ya en 1969 la revista Time había hecho esta constatación: “Los occidentales se están convirtiendo en los las gentes más supersticiosas de la tierra”. Y, comentando estas palabras, escribió así Jacques Duquesne, el famoso periodista francés: “Las antiguas supersticiones: miedo de sentarse trece a la mesa, colores considerados propicios o nocivos, etcétera, son todavía actuales. Los realizadores de La cámara indiscreta, una emisión televisada que registra las reacciones del hombre de la calle con relación a un incidente provocado de modo artificial, han hecho, poco ha, una experiencia curiosa. Habían apartado en una acera a un comediante que, simulando ser empleado en un instituto de sondeo, preguntaba a los transeúntes si eran supersticiosos. De diez veces, la respuesta era francamente negativa. Ahora bien, a unos pocos metros de allí había sido arrimada una escalera contra una fachada: los mismos transeúntes que acababan de proclamar su menosprecio por toda superstición procuraban, prudentemente, no pasar por debajo de la escalera”.

Cuando Dios desaparece, en efecto, el hombre se llena de miedos y el mundo de brujos. Georges Bernanos (1888-1948) lo dijo de manera lapidaria: “Un sacerdote menos, mil pitonisas más”.

Pero mejor aún que Bernanos lo dijo Gilbert K. Chesterton (1874-1936), mi querido y admirado Chesterton: “Desde que los hombres han dejado de creer en Dios, no es que no crean en nada. Es que ahora creen en todo”.

Y, para muestra, mi amiga, que de seguro ha de estar leyendo este artículo con una sonrisa en el rostro. Una sonrisa amarga, ya se entiende.

Juan Jesús Priego

Conozco a una mujer que, aunque ya no cree en Dios –o, por lo menos, eso dice-, sí cree, y mucho, en todo lo que se dice aquí y allá.

Me preguntaba hace poco, temblando como una gelatina demasiado acuosa:

-¿Es verdad que en el año 2021 se va a acabar el mundo? ¡Unos expertos dijeron el otro día que, según las profecías javanesas… ¡Ay, qué miedo me da!

Una vez le dijeron, por ejemplo, que si compraba un borreguito de peluche le iría muy bien en cuestiones de dinero; y, claro está, lo compró: un borrego enorme, feo y estropajoso.

-¿Y por qué un borrego y no un zopilote? –le pregunté, al verla tan angustiada.

-Porque los borregos tienen lana, ¿entiende? –me respondió.

No entendí.

-Lana –dijo, y trazó un círculo a medio cerrar con los dedos pulgar e índice de su mano derecha-. Lana, lana. ¡No creo que no comprenda usted!

Otro día oyó en un programa radiofónico que el último día del año, es decir, el 31 de diciembre, un poco antes de la medianoche, debía poner ante la puerta de su casa, por el lado de afuera, una o dos maletas, a ser posible de respetables dimensiones; mediante este procedimiento –explicaba el conductor de la emisión- se aseguraba uno de que el año nuevo sería un año de viajes, vacaciones y paseos. Y, por supuesto, mi amiga se lo creyó: a las 11,57 del 31 de diciembre pasado puso a la puerta de su casa no únicamente dos maletas, sino tres.

-¿Y ha viajado mucho este año? –le pregunté.

-Nada –dijo-. Ni siquiera a Armadillo de los Infante. Pero fue por culpa de las maletas. Si debía poner sólo dos, ¿por qué diantres puse tres?

En otro programa de la misma estación, un gurú o lo que fuera le dijo que si el último día del año se ponía ropa interior roja, el año nuevo estaría lleno de romance y pasión. Y aunque no sé –ni me interesa saberlo- si se la puso o no, consta por las lágrimas que derrama mientras habla conmigo que, de romance, en su vida no hay nada de nada. Mucho menos pasión.

Mi amiga, ya lo he dicho, no cree en Dios, pero cada mes, con una puntualidad que no vacilaría en llamar inglesa o tal vez suiza, va a hacerse una limpia con una señora que, según le ha dicho ésta, aprendió este difícil arte de una pariente suya muy lejana que lo había aprendido a su vez de un hombre que sirvió en el palacio del rey Nezahualcóyotl.

También consulta regularmente el horóscopo, al que obedece al pie de la letra. En cierta ocasión, para terminar de una vez, hasta dejó de ir a su trabajo porque en el recuadro de su signo zodiacal había leído algo como esto: “Hoy es un buen día para hacer lo que te apetece: quedarte en tu cama, por ejemplo, o arreglar mazos de flores al ritmo de una hermosa música. Hoy, disfruta. Tu número de la suerte, el 7”.

Su casa está llena de imágenes extrañas, de cadenas de ajos, de herraduras mohosas, piedras de colores y talismanes de insólitos poderes. Y como un día leyó en un libro (creo que se llama El secreto, o algo así) que era muy saludable y muy oportuno hablar con el Universo, ella hablaba con él y le platicaba sus penas. No hablaba con Dios, sino con una montaña lejanísima –que se veía a lo lejos, por la ventana de su cuarto- y le decía, saliendo al balcón:

“Hoy es un día muy triste, Universo, porque a pesar del borrego que compré, la lana no llega; porque a pesar de las maletas que puse delante de la puerta, no he salido más que a la tienda de la esquina, y eso sólo a pagar recibos; porque, en una palabra, a nadie le intereso, pese al dinero que tuve que desembolsar para comprarme ciertas prendas íntimas rojas y amarillas. ¿Por lo menos tú piensas en mí, querido Universo?”.

Según sus teorías esotéricas, si las cosas le habían salido mal a Jesús al finalizar la última cena fue… ¡porque aquella noche hubo trece a la mesa!

¡Pobre mujer! Pero, por lo demás, ya en 1969 la revista Time había hecho esta constatación: “Los occidentales se están convirtiendo en los las gentes más supersticiosas de la tierra”. Y, comentando estas palabras, escribió así Jacques Duquesne, el famoso periodista francés: “Las antiguas supersticiones: miedo de sentarse trece a la mesa, colores considerados propicios o nocivos, etcétera, son todavía actuales. Los realizadores de La cámara indiscreta, una emisión televisada que registra las reacciones del hombre de la calle con relación a un incidente provocado de modo artificial, han hecho, poco ha, una experiencia curiosa. Habían apartado en una acera a un comediante que, simulando ser empleado en un instituto de sondeo, preguntaba a los transeúntes si eran supersticiosos. De diez veces, la respuesta era francamente negativa. Ahora bien, a unos pocos metros de allí había sido arrimada una escalera contra una fachada: los mismos transeúntes que acababan de proclamar su menosprecio por toda superstición procuraban, prudentemente, no pasar por debajo de la escalera”.

Cuando Dios desaparece, en efecto, el hombre se llena de miedos y el mundo de brujos. Georges Bernanos (1888-1948) lo dijo de manera lapidaria: “Un sacerdote menos, mil pitonisas más”.

Pero mejor aún que Bernanos lo dijo Gilbert K. Chesterton (1874-1936), mi querido y admirado Chesterton: “Desde que los hombres han dejado de creer en Dios, no es que no crean en nada. Es que ahora creen en todo”.

Y, para muestra, mi amiga, que de seguro ha de estar leyendo este artículo con una sonrisa en el rostro. Una sonrisa amarga, ya se entiende.